En la inminencia de Navidad, entrevista a fray Ibrahim Alsabagh, párroco de la Iglesia de San Francisco, ubicada en la parte occidental de la ciudad
Los montones de escombros, el humo de explosiones, las miradas espantadas e indefensas de niños, la dolorosa tenacidad de las madres y los padres, la expresión extraviada de los ancianos. Estas son las imágenes de Alepo que nos llegan a través de las noticias todos los días, al lado de las imágenes de los «grandes» de la tierra intentando encontrar soluciones para el conflicto sirio.
Alepo está extenuada. Pero justamente en esta ciudad en la que la devastación y la vileza humana parecen vencer, cada día se van tejiendo pacientemente relaciones de atención, de hospitalidad y dededicación, formas y gestos de la custodia y del cuidado (invisibles para los medios de comunicación, pero esencialmente decisivos) que mantienen la vida incluso en las condiciones más extremas: allí se enciende algo inmenso y se aprende el calor de la presencia de Dios.
Mientras se va acercando la Navidad, le hicimos algunas preguntas al fraile franciscano Ibrahim Alsabagh. Es el párroco, sirio de 46 años, de la iglesia de San Francisco, ubicada en la parte occidental de la ciudad, bajo el control del ejército regular. Fray Ibrahim (cuyo volumen «Un instante antes del alba» acaba de ser publicado por las Ediciones Terra Santa) también es guardián del convento, vicario episcopal y responsable de la comunidad latina.
Estamos en una fase de pasaje, entre enormes dificultades provocadas por la intensificación de los enfrentamientos entre el ejército regular y las milicias, y la incógnita del futuro, los desafíos que nos esperan, relacionados con la liberación de la cuidad, que tendrá que ser completamente reconstruida.
Se dice que todavía hay más de un millón doscientos mil habitantes en la zona occidental; según nuestros datos, que tienen que ver principalmente con las familias cristianas, el éxodo continúa también ahora que la liberación de toda la ciudad parece cerca. Extenuadas por el sufrimiento, por las privaciones, por las bombas, muchas personas huyen, convencidas de que Alepo es una ciudad de muerte y de que la reconstrucción exigirá décadas, además de costos exhorbitantes.
Sé que afortunadamente miles de personas lograron abandonar esa parte de la ciudad, devastada por los bombardeos y por enfrentamientos muy duros, y fueron reunidas en los campos especiales para la acogida, en donde reciben atención. La información que tenemos es fragmentaria.
No, siguen siendo desastrosas. El suministro de agua y electricidad todavía se interrumpe, a veces durante muchas horas, a veces durante días enteros; los precios de los géneros alimenticios están por los cielos: las personas no logran comprar ni siquiera los alimentos básicos como la leche, el arroz y las legumbres. También las medicinas han alcanzado precios prohibitivos y algunas simplemente no se encuentran. Muchas viviendas están destrozadas o tienen graves daños, y no hay dinero ni para repararlas ni para pagar los alquileres en las casas que siguen en pie. No hay trabajo, el comercio ya casi no existe. Las personas están postradas por la pobreza, por el miedo, por los bombardeos, que no han cesado.
La dedicación gratuita y desinteresada es contagiosa: mientras al principio yo y mis tres hermanos operábamos solos, casi solo con nuestras manos, desde hace tiempo podemos contar con un gran grupo de voluntarios, hombres y mujeres de todas las edades que nos dan una mano en la obra cotidiana de asistencia y que se comprometen con generosidad conmovedora. Además, muchas personas del Occidente se preocupan por este pueblo devastado y nos envían un poco de dinero, gracias al cual somos capaces de subsanar numerosas necesidades. Pero desgraciadamente no todas. Por el contrario, vemos raramente a las grandes organizaciones internacionales, como la Cruz Roja o Médicos Sin Fronteras.
Normalmente las caracteriza la improvisación: junto con los voluntarios afrontamos las emergencias que se van presentando, corremos para llevar ayuda y nos ponemos a disposición de quien la necesite. El cristiano, como repito a menudo, no se ocupa solo de los suyos. Intervenimos de muchas maneras: distribuimos paquetes de alimentos, agua, ropa y medicinas, asistimos a los enfermos, cuidamos a los niños, a los ancianos, a los discapacitados, reparamos las casas dañadas por las bombas, ayudamos a las familias para que paguen los alquileres. Dedicamos también mucho de nuestro tiempo a escuchar a las personas que buscan consuelo, apoyo, un hombro para no sentirse solas. Es un enorme trabajo. En el frenesí de los días, que nunca son iguales, nosotros los frailes permanecemos anclados alas celebraciones eucarísticas, a la oración, a la administración de los sacramentos. Es Cristo quien nos da la fuerza y ensancha el corazón para prestar escucha y socorro a esta humanidad herida. Son Su cercanía, Su paz y Su consuelo lo que queremos llevar a la gente.
La Navidad es la fiesta de la alegría, el nacimiento del Rey de la paz que vino para ofrecer al pueblo Su paz. La Navidad es el tiempo de la gran esperanza, el tiempo de la luz, del pasaje de la esclavitud, de la prisión, a la libertad de los hijos de Dios. En estas semanas tratamos de transmitir esperanza, de llevar a todos el mensaje del nacimiento del Hijo: Dios se hizo hombre para darle a cada uno paz, alegría, liberación del mal: todo lo que el ser humano, por sí mismo, no puede darse. Tratamos de ser fieles a las palabras de Juan Bautista, que invita a «enderezar los senderos y aplanar los caminos» para que llegue el Señor a los corazones de las personas. En este periodo de Adviento (en compañía de los sacerdotes y obispos, incluso de otras confesiones cristianas) dedicamos mucho tiempo al sacramento de la reconciliación, convencidos del inmenso valor del perdón. Cuando las ondas del odio y de la violencia se propagan, pueden acabar contagiando el corazón de las personas, que se endurecen y llegan a comprometer incluso los vínculos familiares. Animamos a cada persona para que tenga una mirada misericordiosa antes que nada hacia sus seres queridos: la paz se construye a partir la armonía que mantiene unidas a las familias. Y luego tratamos de ofrecer signos de esperanza, pequeños pero indispensables.
Con los voluntarios, como siempre, por ejemplo, estamos involucrando a los chicos en la construcción del gran pesebre que colocaremos cerca del altar. Para los niños organizaremos un momento de fiesta y les ofreceremos dulces, galletas, ropa… Queremos llegar a un gran número de jóvenes y no solo a los que normalmente van a la iglesia, por lo que vamos a las escuelas a llevar pequeños regalos: deseamos que sientan que están pasando verdaderamente el umbral de la destrucción y de la muerte para dirigirse hacia la luz y la vida. Y luego, naturalmente, nos ocupamos en muchas maneras de los adultos.
En la cotidianidad simple que todos viven aquí, hay signos que se aprecian inmediatamente: cuando un enfermo recibe una visita y palabras de afecto acompañadas de una bendición llena de ternura, aprecia inmediatamente el signo, comprende que existe una esperanza. Cuando una familia muy pobre recibe el dinero para pagar los gastos del parto, además de neonato, es una esperanza que viene al mundo. Cuando un chico que no tiene ropa para cubrirse en invierno y recibe una chaqueta aprecia el signo inmediatamente: renace la esperanza. Y lo mismo sucede cuando un niño (que por miedo casi no logra tragarse la comida) puede participar en una fiesta (como la que organizamos en ocasión de Santa Bárbara), y se come un plato de trigo dulce con sus amigos. Nosotros tratamosde ser profetas de esperanza. En estos días hemos adornado la Iglesia y encendimos lucecitas alrededor: en la oscuridad de la noche y de los corazones son el signo de la esperanza y de la Luz que esperamos y que, estamos seguros de ello, llegará.
Todavía no tenemos un programa preciso. Lo que es cierto es que no habrá vigilia en la noche del 24: es demasiado peligroso. Celebraremos la misa hacia el atardecer, como en los demás días del año. Nos proponemos organizar un momento de fiesta y de intercambio de regalos entre todos los cristianos y algo especial para los niños. Mientras tanto, en estos días, tratamos de preparar los corazones para la llegada del Señor. Encendemos lucecitas.