Efectivamente, nos encontramos con factores extrínsecos y con factores intrínsecos al propio cristianismo. Entre los primeros se puede decir que el cristianismo se beneficia de los elementos que cohesionaban el Imperio Romano, a partir de Augusto.
En primer lugar, hemos de mencionar la paz que establece este emperador, apoyada por treinta legiones que protegen las fronteras de sus vastos dominios. Después, podemos aludir a la facilidad de comunicaciones que unía los territorios más alejados con el corazón del Imperio. Una excelente red de calzadas terrestres unida al Mar Mediterráneo, al que llamaban Mare nostrum, constituía una especie de inmensa autopista que comunicaba entre sí los grandes centros comerciales de la época.
Otro factor muy valioso fue la lengua griega en versión popular, el griego de la koiné, que era como el inglés en la actualidad, y permitía circular y hacerse comprender en todos los centros urbanos de la oikumene. Es verdad que en algún caso particular los evangelizadores cristianos tuvieron que usar “un dialecto bárbaro”, como hizo S. Ireneo de Lyon para evangelizar a los galos, pero esto era menos frecuente.
Con todo, el motor principal de la expansión cristiana es el dinamismo que se encuentra ínsito en el mismo mensaje cristiano. Así pues, del interior del mismo mensaje saldrían esos factores intrínsecos.
Sin dudarlo le diría que el punto de arranque es la venida del Espíritu Santo en Pentecostés. Piense que en ese día, tras la predicación de S. Pedro, se convierten tres mil de sus oyentes. Es decir, el mero hecho de la conversión lleva consigo compartir el don recibido con otras personas más cercanas.
Tal vez, sin exagerar, se podría afirmar que en estas primeras etapas de la vida cristiana hay tantos apóstoles como fieles. La predicación se extiende ella sola casi por todas partes, la mayor parte de las veces, por la actividad de gentes desconocidas. El impulso interior de hacer partícipes a otras personas de la fe cristiana era y es una consecuencia inmediata de la recepción del bautismo.
Tenemos un testimonio muy expresivo de esto que decimos en un tratado que escribe S.Cipriano, a mediados del siglo III, dirigido a un amigo suyo pagano de nombre Demetriano, en el que le cuenta su propia experiencia de conversión, las dificultades y dudas que hubo de superar y cómo cambió su vida totalmente al recibir el bautismo. Dirá con toda sencillez: “al instante se aclararon las dudas de modo maravilloso… y comprobé que era cosa de Dios lo que ahora estaba animado por el Espíritu Santo” (Ad Demetrianum, 4).
En absoluto. En los escritos del Nuevo Testamento aparecen destacadas las actuaciones de algunos Apóstoles, como S. Pedro, S. Pablo y S. Juan, pero también se menciona a una multitud de fieles, cuyos nombres han llegado hasta nosotros.
En la Didaché, que es un escrito cristiano de finales del siglo I, se habla de unos cristianos corrientes que llevan una vida itinerante, de ciudad en ciudad, comunicando el mensaje de Jesús a todo aquel que quisiera oírles.
De estos cristianos nos hablará también Orígenes en el siglo III, cuando escribe: “Los cristianos no desaprovechan nada de lo que está en su mano para extender su doctrina en el universo entero. Para conseguirlo los hay que se han dedicado a ir de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, para llevar a los demás al servicio de Dios” (Contra Celso, III, 9).
Es decir, como ya hemos indicado anteriormente, todos los fieles se sienten llamados a realizar una tarea apostólica, aunque algunos se comprometían más especialmente a llevarla a cabo.
Se puede decir que el trabajo apostólico de las mujeres en la Antigüedad cristiana tuvo una importancia extraordinaria. Un índice de la relevancia que tuvieron es la crítica que manifestaron por este motivo algunos paganos ilustres, como Plinio, Celso y Porfirio, que hacen un derroche de ironía contra el cristianismo, al reconocer la rápida profusión de conversiones entre las mujeres.
Desde los orígenes cristianos, la mujer desempeña un papel insustituible en la difusión evangélica. Un ejemplo, podía ser el de Priscila, que evangeliza a Apolo, según nos narra S. Lucas (Hch 18, 26). Clemente de Alejandría describe el papel de estas cristianas, que ayudaban a los primeros Apóstoles y que son las únicas que pueden entrar en los gineceos, servir de intermediarias y llevar a esas estancias la doctrina liberadora del Señor (Stromata, III, 6, 53).
En la literatura apócrifa cristiana encontramos los Hechos de Pablo y Tecla, que son una especie de novela histórica del siglo II, cuyo anónimo autor narra el protagonismo de Tecla y la presenta como la evangelista del Apóstol entre las mujeres. Los ejemplos podrían multiplicarse.
Lo que llama más la atención es la coherencia de su vida, justamente la antítesis de lo que actualmente se considera como “lo políticamente correcto”. Tenga usted en cuenta que el ambiente cultural-religioso de la época era muy sincrético y relativista, especialmente en el siglo II, en el que muchos paganos vivían una especie de religión a la carta. El contraste con la vivencia cristiana era muy fuerte y los apologistas cristianos subrayan esta coherencia.
Podemos traer a colación lo que dice Atenágoras para salir al paso de una calumnia contra los cristianos que los acusaban de asesinato y antropofagia: “¿Cómo podemos matar, los que ni siquiera queremos ver matar [alusión a la crueldad de los combates del Coloseo] para no mancharnos con tal impureza? Al contrario, nosotros afirmamos que los que practican el aborto cometen homicidio y habrán de dar cuenta a Dios del aborto…Nosotros somos siempre y en todo consecuentes y acordes con nosotros mismos” (ATENÁGORAS, Leg., 35).
La ejemplaridad en vivir las virtudes cristianas, sobre todo la caridad, tiene sin duda una gran fuerza de atracción, que es detectada por los paganos. A ella alude Tertuliano en su célebre Apologeticum cuando escribe: “Pero es precisamente esta eficacia del amor entre nosotros, lo que nos atrae la odiosidad de algunos, pues dicen ‘Mira como se aman’, mientras ellos sólo se odian entre sí” (TERTULIANO, Apologeticum, XXXIX, 1-7).
Esta cuestión requeriría bastante más espacio del que disponemos en este momento para una entrevista. Detrás de las persecuciones romanas contra el cristianismo se esconde toda una concepción de la ciudadanía política estrechamente unida a los dioses protectores de la ciudad y al culto al numen del emperador. Se puede decir que los cristianos no rinden ningún tipo de culto a unos dioses que son falsos por naturaleza, porque sólo admiten la existencia de un único Dios.
Pero, si volvemos al tema de la coherencia cristiana, nos encontraremos que el martirio es el supremo testimonio que puede dar un cristiano. Y qué duda cabe que ese testimonio tendrá también un valor de ejemplaridad, que moverá a otros a hacerse cristianos.
Este será el caso de un soldado, llamado Basílides, que acompañó a la ejecución a una cristiana, de nombre Potamiena, que mostró hacia ella una mayor compasión y humanidad ante las insolencias del populacho. Y ella en agradecimiento le dijo que pediría al Señor por su conversión, cosa que aconteció unos días más tarde. Al declararse cristiano, fue denunciado y condenado a muerte. (EUSEBIO DE CESAREA, Historia eclesiástica, VI, 5, 3-6).
Domingo Ramos-Lissón
Especialista en Historia de la Antigüedad Cristiana.
de la Universidad de Navarra