De los relatos sobre este milagro recogidos en los evangelios, el de san Marcos ofrece algunos detalles que permiten localizarlo cerca de Cafarnaún, junto a la ribera del lago, en una zona deshabitada donde crecía hierba abundante:
Reunidos los apóstoles con Jesús, le explicaron todo lo que habían hecho y enseñado. Y les dice:
—Venid vosotros solos a un lugar apartado, y descansad un poco.
Porque eran muchos los que iban y venían, y ni siquiera tenían tiempo para comer. Y se marcharon en la barca a un lugar apartado ellos solos. Pero los vieron marchar, y muchos los reconocieron. Y desde todas las ciudades, salieron deprisa hacia allí por tierra y llegaron antes que ellos. Al desembarcar vio una gran multitud y se llenó de compasión por ella, porque estaban como ovejas que no tienen pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas. Y cuando ya se hizo muy tarde, se acercaron sus discípulos y le dijeron:
—Este es un lugar apartado y ya es muy tarde; despídelos para que vayan a las aldeas y pueblos de alrededor, y compren algo de comer.
Y les respondió:
—Dadles vosotros de comer.
Y le dicen:
—¿Es que vamos a ir a comprar doscientos denarios de pan para darles de comer?
Él les dijo
—¿Cuántos panes tenéis? Id a verlo.
Y después de averiguarlo dijeron:
—Cinco, y dos peces.
Entonces les mandó que acomodaran a todos por grupos sobre la hierba verde. Y se sentaron en grupos de cien y de cincuenta. Tomando los cinco panes y los dos peces, levantó los ojos al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y empezó a dárselos a sus discípulos para que los distribuyesen; también repartió los dos peces para todos. Comieron todos hasta que quedaron satisfechos. Y recogieron doce cestos llenos de los trozos de pan y de los peces. Los que comieron los panes eran cinco mil hombres
(Mc 6, 30-44. Cfr. Mt 14, 13-21; Lc 9, 10-17; y Jn 6, 1-15. Además, san Mateo (15, 32-39) y san Marcos (8, 1-10) narran la segunda multiplicación).
La piedra, sobre la que el Señor puso el pan, ahora se ha transformado en altar
Los primeros cristianos enseguida identificaron Tabgha con el lugar donde habría sucedido este hecho, al igual que recordaban allí el monte donde Jesús había pronunciado las bienaventuranzas y también la ribera donde se había aparecido después de resucitado, cuando propició la segunda pesca milagrosa.
En el caso de la multiplicación de los panes y los peces, se veneraba la roca exacta donde el Señor habría apoyado los alimentos. La peregrina Egeria, que recorrió Tierra Santa en el siglo IV, nos ha transmitido un testimonio muy valioso acerca de la existencia de una iglesia en aquel sitio:
«No lejos de allí [de Cafarnaún] se ven los escalones de piedra, sobre los que estuvo de pie el Señor. Allí mismo, por encima del mar, hay un campo cubierto de hierba, con heno copioso y muchas palmeras, y junto a esas, siete fuentes, cada una de las cuales provee agua abundantísima. En ese prado el Señor sació al pueblo con cinco panes y dos peces. Conviene saber que la piedra, sobre la que el Señor puso el pan, ahora se ha transformado en altar.
De esta piedra, los visitantes se llevan trocitos para su salud, y aprovecha a todos. Junto a las paredes de esta iglesia pasa la vía pública, donde el apóstol Mateo tenía el telonio. En el monte que está allí cerca hay una gruta, en la que el Señor, subiendo, pronunció las bienaventuranzas» (Appendix ad Itinerarium Egeriae, II, V, 2-3 (CCL 175, 99)).
A juzgar por los datos mencionados en otros testimonios posteriores, el santuario que conmemoraba la multiplicación de los panes y los peces existía aún en el siglo VI. Sin embargo, debió de sufrir los efectos de las invasiones de los persas —en el año 614— o los árabes —en el 638—, pues el peregrino Arculfo no encontró más que unas pobres ruinas a finales del siglo VII (Cfr. Adamnani, De Locis Sanctis II, XXIII (CCL 175, 218)).
La iglesia nunca fue reconstruida, e incluso la memoria del emplazamiento primitivo se debilitó, hasta llegar a confundirse con el antiguo de las bienaventuranzas. El estado de abandono terminó en el siglo XIX, cuando el lugar fue adquirido por la Sociedad Alemana de Tierra Santa. Esto facilitó las primeras excavaciones arqueológicas, realizadas en 1911, que fueron completadas con otros estudios en 1932, 1935 y 1969.
Estas investigaciones permitieron comprobar la existencia de dos iglesias: una más pequeña, de mediados del siglo IV, que sería la que visitó Egeria; y otra más grande, de tres naves, edificada en la segunda mitad del siglo V. Pero sobre todo, confirmaron la exactitud de la tradición recibida, al traer a la luz los restos del altar, la roca venerada con muestras de haber sufrido la extracción de numerosos fragmentos, y un mosaico que representa una cesta con panes flanqueada por dos peces.
Los vestigios de aquellas dos iglesias son hoy visibles en el moderno santuario, terminado en 1982, que forma parte de un monasterio benedictino. La basílica retoma el perímetro y la planta en forma de T de la construcción bizantina del siglo V: de tres naves separadas por recias columnas y arcos de medio punto, con transepto y un ábside en la nave central.
En el presbiterio, bajo el altar, destaca la roca ya referida por Egeria; cuando se construyó la segunda iglesia, en el siglo V, fue arrancada de su posición primitiva y corrida unos metros, para colocarla en el sitio destinado normalmente a las reliquias. Delante de la roca, en el pavimento de mosaico, se encuentra la imagen de los peces y el cesto con panes, como un sello para ratificar la tradición del lugar.
Podría datarse entre los siglos V y VI. Con sus trazos sencillos y los colores cálidos de las teselas, tiene una gran fuerza evocadora: cualquier lector del evangelio comprende inmediatamente el hecho que recuerda.
Hay otros restos de indudable valor arqueológico y artístico: a la derecha del altar, a través de un cristal, se pueden ver los cimientos de la iglesia del siglo IV; en algunos muros, los sillares se apoyan sobre la fábrica bizantina de piedra basáltica; y en el piso, se conserva una gran parte del pavimento original en mosaico, que sigue un diseño geométrico en las naves pero muestra una gran riqueza de motivos figurativos en los lados del transepto, con representaciones de varias especies de aves y plantas que tienen su hábitat en el mar de Genesaret.
Basándose en una inscripción hallada junto al altar, esta ornamentación con influencias del valle del Nilo se atribuye a Martyrios, que había sido monje en Egipto y fue patriarca de Jerusalén entre los años 478 y 486.
En el mosaico donde figuran los peces y el canasto con panes, delante del altar, vemos solo cuatro panes representados. Aunque se desconocen las intenciones del artista que diseñó aquel pavimento, cuando los benedictinos a cargo del santuario lo muestran a los peregrinos suelen dar un sentido teológico a la falta del quinto pan: ha de buscarse sobre el altar, durante la Santa Misa, identificado con la Eucaristía. En efecto, la fe cristiana siempre ha visto prefigurado el don de este sacramento en la multiplicación de los panes y los peces (Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1335).
Este vínculo se manifiesta con particular fuerza en el cuarto evangelio, donde san Juan completa el relato del milagro con otros hechos que sucedieron después. La narración ocupa el capítulo sexto: después de haber saciado a la multitud con los cinco panes y los dos peces, los discípulos se embarcan y se dirigen a Cafarnaún; en medio de la travesía, dificultada por el fuerte viento, el Señor les alcanza caminando sobre el lago; al día siguiente, las gentes salen en busca de Jesús y lo encuentran en la sinagoga de Cafarnaún, donde les recibe con estas palabras:
—En verdad, en verdad os digo que vosotros me buscáis no por haber visto los signos, sino porque habéis comido los panes y os habéis saciado. Obrad no por el alimento que se consume sino por el que perdura hasta la vida eterna, el que os dará el Hijo del Hombre, pues a este lo confirmó Dios Padre con su sello (Jn 6, 26-27).
Así comienza el discurso del Pan de Vida, en el que el Señor revela el misterio de la Eucaristía. Su riqueza es tan grande que se considera «el compendio y la suma de nuestra fe» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1327): «sacramento de la caridad, la Santísima Eucaristía es el don que Jesucristo hace de sí mismo, revelándonos el amor infinito de Dios por cada hombre» (Benedicto XVI, Exhort. apost. postsinodal Sacramentum caritatis, 22-II-2007, n. 1).
En el santo sacrificio del altar, oblación de valor infinito, que eterniza en nosotros la Redención (Es Cristo que pasa, n. 86), el Señor sale al encuentro del hombre, se hace verdadera, real y sustancialmente presente, con el Cuerpo y la Sangre junto con su alma y su divinidad (Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1373-1374).
El Dios de nuestra fe no es un ser lejano, que contempla indiferente la suerte de los hombres: sus afanes, sus luchas, sus angustias. Es un Padre que ama a sus hijos hasta el extremo de enviar al Verbo, Segunda Persona de la Trinidad Santísima, para que, encarnándose, muera por nosotros y nos redima. El mismo Padre amoroso que ahora nos atrae suavemente hacia Él, mediante la acción del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones (...).
El Creador se ha desbordado en cariño por sus criaturas. Nuestro Señor Jesucristo, como si aún no fueran suficientes todas las otras pruebas de su misericordia, instituye la Eucaristía para que podamos tenerle siempre cerca y —en lo que nos es posible entender— porque, movido por su Amor, quien no necesita nada, no quiere prescindir de nosotros (Es Cristo que pasa, n. 84).
El Señor no se cansa de buscar la cercanía de cada hombre, lo acompaña en su camino y, en el colmo de su misericordia, se hace alimento para divinizarnos: Jesús se quedó en la Eucaristía por amor..., por ti.
—Se quedó, sabiendo cómo le recibirían los hombres... y cómo lo recibes tú.
—Se quedó, para que le comas, para que le visites y le cuentes tus cosas y, tratándolo en la oración junto al Sagrario y en la recepción del Sacramento, te enamores más cada día, y hagas que otras almas —¡muchas!— sigan igual camino.
Fuente: Gloria Tv .