Cuando, una década más tarde, perdieron a sus dos hijos, se volcaron en la práctica de los consejos evangélicos. Así liquidaron progresivamente sus grandes bienes en construir monasterios, hospitales e iglesias. Abandonaron Roma poco después del saqueo de Alarico y después de una larga estancia en Sicilia, llegaron a Tagaste, Numidia, a casa del obispo Alipio, amigo de San Agustín, y un tiempo después, a Jerusalén.
A la muerte de su madre y su esposo, Melania estableció allí en Jerusalén una comunidad de vírgenes consagradas, entre las que pasó los siete últimos años de su vida.