Frecuenta las catacumbas de San Calixto y un día, pensando que su juventud habría sido la mejor protección para la Eucaristía, se ofrece para llevar el Pan consagrado a los encarcelados y a los enfermos.
Pero a lo largo del camino encuentra a algunos jóvenes paganos que se dan cuenta que Tarsicio lleva algo apretado bajo su manto e intentan arrebatárselo. El muchachito no cede y entonces lo golpean a patadas, alguno toma unas piedras y se las tira.
Tarsicio resiste y logra no hacer profanar las hostias. Ya agonizante, lo socorre a escondidas un oficial pretoriano convertido al cristianismo, que lo lleva al sacerdote de su comunidad. Entre las manos cerradas, apretadas al pecho, hay todavía un pedazo de tela con la Eucaristía.
Después de la muerte, Tarsicio es sepultado en las catacumbas de San Calixto. En el epitafio, redactado por el Papa Dámaso I, se indica el año 257. Estas palabras escritas en las catacumbas de San Calixto, llegadas a través de varios testimonios, nos recuerdan su martirio:
“Mientras un grupo de malvados se arremetía contra Tarsicio
queriendo profanar la Eucaristía que llevaba,
él, herido a muerte, prefirió perder la vida
antes que entregar a los perros rabiosos
el cuerpo celeste de Cristo”.
Acerca del protomártir de la Eucaristía se refiere también una tradición oral según la cual sobre su cuerpo no fue encontrado el Santísimo Sacramento.
Según tal tradición, la Partícula Consagrada, defendida con la vida por el joven acólito, se había transformado en carne de su carne. Una única Hostia unida a su cuerpo y ofrecida a Dios.
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