Al amanecer del dies solis, acabada la celebración de la Eucaristía, Tarsicio cruza la vía Apia para llevar la Comunión a sus hermanos enfermos o encarcelados.
Debía de notarse que ocultaba algo, porque unos soldados lo detienen y le obligan a enseñarles qué portaba. Tarsicio se niega con firmeza.
Contrasta la brutalidad de los comisarios con la aparente fragilidad del adolescente, que resiste la lapidación hasta yacer en tierra, abrazado a las especies eucarísticas.
Tarsicio sufre el martirio el 15 de agosto del año 257. El emperador Valeriano acababa de promulgar un edicto que prohibía bajo pena de muerte cualquier acto de culto cristiano, como un intento de erradicar la Iglesia desde su núcleo más fundamental.
Las autoridades civiles sabían que los bautizados se reunían para dar culto a Dios. Plinio el Joven -gobernador de Bitinia a inicios del siglo II- apunta: "un día determinado, antes del alba, se reúnen para cantar en coro un himno a Cristo, como a un dios".
El día determinado era el primero de la semana; los romanos lo habían denominado dies solis, en honor al dios Sol, y los primeros fieles aprovecharon esta coincidencia para "orientar la celebración de ese día hacia Cristo, el verdadero sol de la humanidad": el centro de la vida.
Más adelante se le llamó dies Domini, tal y como aparece en el Apocalipsis, porque daba a la jornada el pleno significado que deriva del mensaje pascual: Cristo Jesús es el Señor de la Creación.
El día del sol era laborable. A pesar de que el Imperio declaraba muchas jornadas festivas, no se había determinado ninguna para el descanso: asistir a Misa suponía dormir pocas horas o pasar la noche en vela.
Los cristianos actuaban movidos por "una exigencia interior que (…) sentían con tanta fuerza que al principio no se consideró necesario prescribirla. Sólo más tarde, ante la tibieza o negligencia de algunos, se ha debido explicitar el deber de participar en la Misa del domingo".
Acudir a la fracción del pan el día del Seño era una necesidad prescrita en el corazón de los bautizados. Ni el edicto de Valeriano ni las sucesivas amenazas lograban quebrantar la fe de aquellos primeros: "¡no podemos vivir sin el domingo!", exclamaban los mártires de Abitene, detenidos por haber incurrido en una reunión ilegal.
Tarsicio era acólito en una iglesia doméstica construida a cielo abierto, en el cementerio de Calixto, sobre la Vía Apia.
Bien entrada la noche del sábado o antes del amanecer del domingo, el joven se dirige a la domus para ayudar en la celebración eucarística, que seguiría aproximadamente el orden que describe San Justino:
"Se leen, según el tiempo disponible, las Memorias de los Apóstoles y los escritos de los profetas. Después, el lector calla y el presidente toma la palabra para exhortarnos a imitar los buenos ejemplos que acaban de ser citados.
A continuación, todos se ponen en pie y recitan las oraciones. Por último (…) la comunidad ora y da gracias con todas sus fuerzas; el pueblo responde con la aclamación Amén.
Después se distribuye a cada uno los alimentos consagrados y se envían a los ausentes".
Quienes sufrían alguna enfermedad o permanecían en prisión no quedaban privados del fármaco de la inmortalidad, el antídoto contra la muerte, como llamaba San Ignacio de Antioquía a la Eucaristía. Después del mencionado edicto de Valeriano, llevarles la Comunión suponía un riesgo. Probablemente por eso se elegía a niños o adolescentes para cumplir este encargo, pues circulaban por la Urbe con cierta facilidad y se les permitía visitar a los encarcelados.
Así consta en el Liber Pontificalis: "reciben el alimento que nosotros hemos consagrado por medio de los acólitos". Al acabar la Misa, Tarsicio se ofrece a llevar la Eucaristía. Podían hacerlo otros acólitos, pero el joven se adelanta con generosidad: ha recibido el don por excelencia y quiere compartirlo.
Es necesario agrandar el corazón para acercarse a Jesús sacramentado. Ciertamente, se precisa la fe; pero se requiere además, para ser alma de Eucaristía, saber querer, saber darse a los demás, imitando -dentro de nuestra pobre poquedad- la entrega de Cristo a todos y a cada uno.
Tarsicio sale de la domus custodiando al Señor junto a su pecho, entre los pliegues de la túnica. Tal vez por curiosidad o por malicia, unos hombres lo interceptan y le piden que entregue lo que lleva. La negativa les desconcierta, y se ensañan más aún hasta quitarle la vida. Causa estupor la firmeza del adolescente en defender lo que luego descubren como un trozo de pan.
El nombre Tarsicio -según algunos autores- deriva de la palabra griega tharsos, que significa valor, audacia, confianza. Su fortaleza es una prueba más de que -desde los comienzos- la Iglesia entendía las palabras de Jesucristo: esto es mi cuerpo, ésta es mi sangre, de un modo real, no metafórico.
¿Quién se hubiera dejado lapidar por un símbolo? San Justino afirmaba que la Eucaristía es "la carne y la sangre de aquel Jesús que se encarnó", y San Ireneo añadía que el Cuerpo resucitado de Cristo vivifica nuestra carne: al comulgar "nuestros cuerpos no son corruptibles sino que poseen el don de la resurrección para siempre".
Tarsicio es el primero en proclamar su fe en el misterio eucarístico hasta el extremo de consignar su vida, por eso se le conoce como el protomártir de la Eucaristía: Esteban confesó que Jesús era el Mesías, pronunciando un discurso quele llevó a ola lapidación; Tarsicio defendió en silencio a su Dios presente en la Hostia Santa, correspondiendo a la entrega del Amigo que se ofrecía por su vida, y por la de todos, en la Eucaristía.
Según una tradición antigua, cuando Tarsicio yacía en tierra, pasó un soldado catecúmeno que se llamaba Cuadrado. Reconoció al joven cristiano y lo cargó en sus hombros hasta el cementerio de Calixto. Depuso el cadáver en el mausoleo construido en la superficie -la cella tricora-, junto a los restos mortales del Papa Ceferino.
En el siglo VIII, trasladaron su cuerpo a la iglesia romana de San Silvestro in Capite. A partir del siglo XVI, sus restos descansan bajo el altar mayor. Actualmente, sobre el altar de ese templo se expone la Eucaristía.
Muchos transeúntes aún ignoran o han olvidado la presencia de Cristo en el Santísimo Sacramento. Necesitan que alguien despierte sus conciencias, recordándoles que "allí, en ese trozo de pan, se encuentra realmente el Señor, quien da el verdadero sentido a la vida, al inmenso universo y a la más pequeña criatura, a toda la historia humana y a la más breve existencia";
que "la Eucaristía es el sacramento del Dios que no nos deja solos en el camino, sino que se pone a nuestro lado y nos indica la dirección";
que si tenemos en Él nuestro centro, descubrimos el sentido de la misión que se nos ha confiado, tenemos un ideal humano que se hace divino, (…) y llegamos a sacrificar gustosamente no ya tal o cual aspecto de nuestra actividad, sino la vida entera, dándole así, paradójicamente, su más hondo cumplimiento.
Alborea. Por las calles de Roma empiezan a circular vendedores, obreros, comerciantes. Los cristianos que acaban de asistir a la Santa Misa en la iglesia doméstica de Calixto se dirigen a sus lugares de trabajo o a sus domicilios, en una acción de gracias continuada.
"Para el fiel que ha comprometido el sentido de lo realizado, la celebración eucarística no termina sólo dentro del templo. Como los discípulos de Emaús, que reconocen a Cristo en la fracción del pan, experimentan la exigencia de ir inmediatamente a compartir con sus hermanos la alegría del encuentro con el Señor".
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