"Yo puedo mostrar el sitio en el que el bienaventurado Policarpo acostumbraba a sentarse a predicar. Todavía recuerdo la gravedad de su porte, la santidad de su persona, la majestad de su rostro y de sus movimientos, así como sus santas exhortaciones al pueblo. Todavía me parece oírle contar cómo había conversado con Juan y con muchos otros que vieron a Jesucristo, y repetir las palabras que había oído de ellos”. Son palabras de San Ireneo, ilustre discípulo de San Policarpo y futuro obispo de Lyon.
San Policarpo vivió 86 años, y recibió el bautismo ya en su infancia. Había sido discípulo del apóstol San Juan, y tuvo por eso el privilegio de oír en boca de un testigo presencial las descripciones de la vida de Jesús. Más tarde, fue probablemente el mismo San Juan el que encomendó al cuidado episcopal de San Policarpo la grey cristiana de Esmirna.
De este modo, San Policarpo ocupó el episcopado de Esmirna (en la actual Turquía) hacia el 110 d. C. Ya desde el principio, se hizo notar por su fuerte personalidad y por su implacable valentía para confesar la fe cristiana.
Su actitud y carácter quedan claramente reflejados en estas sencillas palabras suyas: “Seamos, pues, imitadores de la pasión de Cristo, y si por causa de su nombre tenemos que sufrir, glorifiquémosle, porque ése fue el ejemplo que Él nos dejó en su propia persona y eso es lo que nosotros hemos creído”.
Según podemos saber, gracias a una carta que escribieron los cristianos de Esmirna con razón de su martirio, San Policarpo no se entregó voluntariamente al martirio, pues no se sentía con fuerzas suficientes como para afrontarlo, en parte debido a su elevada edad. En lugar de entregarse, y obedeciendo también a la petición de sus fieles, se escondió en una casa de campo.
Pero finalmente fue delatado por uno de los esclavos, y cuando llegaron los soldados para llevárselo, no opuso ningún tipo de resistencia, sino que aceptó la Voluntad de Dios. Mandó que les dieran de cenar a aquellos que le habían apresado y pidió que le dejaran rezar un rato. Los soldados, viendo su fe y su piedad, se arrepintieron de lo que habían hecho, si bien ya era demasiado tarde.
San Policarpo fue llevado al fin ante el procónsul Decio Cuadrato, que aún le dio la oportunidad de arrepentirse de su fe. El diálogo que mantuvieron fue este: “Declara que el César es el Señor”. Policarpo respondió: “Yo sólo reconozco como mi Señor a Jesucristo, el Hijo de Dios”. Añadió el gobernador: “¿Y qué pierde con echar un poco de incienso ante el altar del César? Renuncia a Cristo y salvarás tu vida”. A lo cual San Policarpo dio una respuesta admirable. Dijo así: “Ochenta y seis años llevo sirviendo a Jesucristo y Él nunca me ha fallado en nada. ¿Cómo le voy yo a fallar a Él ahora? Yo seré siempre amigo de Cristo”.
El procónsul le grita: “Si no adoras al César y sigues adorando a Cristo te condenaré a las llamas”. Y el santo responde: “Me amenazas con fuego que dura unos momentos y después se apaga. Yo lo que quiero es no tener que ir nunca al fuego eterno que nunca se apaga”.
En ese momento, el pueblo, lleno de ira, pidió al procónsul que fuera condenado a morir entre las llamas. Así lo ordenó el procónsul. Lo único que pidió Policarpo es que lo dejaran libre entre las llamas, que no se iba a escapar. Los soldados tan solo le ataron las manos y lo dejaron allí, pasto de las llamas. Los verdugos recibieron la orden de atravesar con una lanza el corazón de San Policarpo. Más tarde, los cristianos pudieron recoger sus huesos.
No hay que olvidar el significado etimológico del nombre “Policarpo”: el que produce muchos frutos de buenas obras (poli, mucho; carpo, fruto).
Disponemos del “Martyrum Polycarpi”, carta dirigida por la Iglesia de Esmirna a la de Filomenum (villa de Frigia) y escrita por testigos oculares del martirio de San Policarpo.