Es obvio que Jesucristo fue un vanguardista en el trato con las mujeres respetando su riqueza humana y espiritual como algo específicamente femenino e imprescindible para el futuro de la humanidad. No solo por considerar su naturaleza propia, ni inferior ni igual a la del hombre, sino que reconoció su dignidad —desde el mismo momento de la creación—, y el papel extraordinario que el genio femenino ha jugado en la construcción de la Iglesia.
De esta manera, a través del ejemplo de las mujeres sencillas, comprometidas, generosas, piadosas, valientes,... que formaron parte en la vida de San Pablo veremos que las palabras del apóstol no solo hicieron en su día temblar las columnas del Imperio, sino que son de una tremenda actualidad; ya que, si leemos con atención sus textos, no distan mucho de las alabanzas, gratitud y compromisos hacia las mujeres de Juan Pablo II en la Mulieris Dignitatem o de las de Benedicto XVI en la Spe salvi.
Todas ellas tienen mucho que enseñarnos. Y estas líneas pretenden, sin ningún pudor, presentar a las «mujeres de San Pablo» y demostrar que, tanto ayer como hoy, la defensa por el apóstol de la dignidad femenina continua vigente.
A muchos de ustedes les puede parecer extraño la tarea que me propongo realizar pero la personalidad, el apasionamiento y la profundidad de Pablo de Tarso siempre me ha fascinado y la actualidad del Año Paulino merece que, como mínimo, intente comprender mejor la verdad, la bondad y la belleza de sus enseñanzas.
Es comprensible que al escuchar, «las mujeres soméntase a sus maridos como al Señor, porque el marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la Iglesia...Pues así como la Iglesia está sometida a Cristo, así las mujeres han de estarlo a sus maridos en todo», encasillemos al apóstol de machista trasnochado, de prepotente, de un hombre que supuestamente despreciaba no solo la dignidad de la mujer sino la participación femenina en todos los ámbitos de la vida publica.
Pero basta seguir leyendo el texto para darnos cuenta de la belleza de sus palabras acerca de la dignidad de la mujer y la igualdad de derechos y deberes del hombre y la mujer, creados por Dios para construir juntos el destino de la humanidad: «Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada. Así deben amar los maridos a sus mujeres como a sus propios cuerpos. El que ama a su mujer se ama a sí mismo. Porque nadie aborreció jamás su propia carne: antes bien la alimenta y la cuida con cariño, lo mismo que Cristo a la Iglesia, pues somos miembros de su Cuerpo».
Más aún: me atrevo a afirmar que su predicación no puede ser prejuzgada de misoginia. Al contrario. A pesar de su educación, de la cultura y las tradiciones de su tiempo, este problema nunca existió para él, puesto que para San Pablo, todos tenemos los mismos derechos y obligaciones no solo en trasformar nuestros corazones al escuchar sus enseñanzas y hacerlas vida, sino en la misión evangelizadora que nuestro Señor Jesucristo quiere para cada uno de nosotros: cambiar el mundo para que Cristo reine en la tierra.