Ante la persecución contra los cristianos decretada por el emperador Decio, huyó al desierto. En principio su idea era estar allí sólo hasta que amainase la persecución. Pero empezó a tomarle gusto al silencio del desierto, a la oración sin estorbos. Perdió el miedo a las fieras que al principio le asustaban. Y se quedó en el desierto, para no salir nunca más. Una pléyade de anacoretas le seguirían, y "el desierto se cubrió de flores".
Se adentró más y más en aquellas soledades. Encontró una cueva como destinada para él por la divina Providencia, y determinó sepultarse en ella para todos los días de su vida, sin otra ocupación que contemplar las verdades eternas y gastar en oración los días y las noches.
Había a la entrada de la cueva una palmera que con sus hojas y dátiles le daba para cubrirse y alimentarse. Más tarde cuenta la tradición que, la divina Providencia, que alimenta las aves del cielo y viste los lirios del campo, dispuso que un cuervo, como al santo profeta Elías, le trajese cada día medio pan, prodigio que duró hasta el día de su muerte.
Tenía Pablo 113 años y llevaba ya 90 en el desierto. Entonces San Antonio, que tenía 90 años y vivía en otro desierto - la región de la Tebaida estaba llena de anacoretas y cenobitas - tuvo el deseo de saber si habría algún otro anacoreta que viviese por aquellos agrestes parajes. Se sintió inspirado por Dios y desafiando las fieras que, según San Jerónimo, le salían al paso, caminó sin parar hasta dar con la cueva de Pablo. Así vencería la tentación de vanagloria al creer que no había en todo el desierto otro más antiguo y santo que él.
Una escena entrañable tuvo lugar entonces. Se abrazaron con ternura los dos ancianos, se saludaron por sus nombres, y pasaron muchas horas en oración y en santas conversaciones. En esto vieron llegar al cuervo con un pan entero en el pico. Admirado Pablo, dijo: Alabado sea Dios. Hace 60 años que este cuervo me trae medio pan cada día, pero hoy Jesucristo, en tu honor, ha doblado la ración. Demos gracias a Dios por su bondad.
Pablo anunció a Antonio - sigue la leyenda dorada - que estaba muy próxima su muerte, y le pidió que le trajese el manto de San Atanasio. Cuando Antonio volvía con el manto, vio subir al cielo el alma de Pablo, llena de esplendor. Llegó a la cueva, lo amortajó con el manto y, con la ayuda de dos leones que abrieron la sepultura, lo enterró. Era el año 342. Antonio se quedó con la túnica de Pablo, que luego vestía en las solemnidades.
San Jerónimo termina su relato comparando a los que tienen fortunas fabulosas con la vida del más perfecto solitario de todos los tiempos. Vosotros, les dice, lo tenéis todo, él no tenía nada. Pero el cielo se le ha abierto a este pobre, a vosotros, en cambio, se os va a abrir el infierno. Por mi parte, prefiero la túnica de Pablo a la púrpura de los reyes.
Velázquez inmortalizó con su pincel la figura de Pablo el Tebano.
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