La Iglesia antigua ensalzó así en fechas cercanas las fiestas martiriales de los dos hermanos generosos.
La de San Juan aparece ya en los antiguos sacramentarios sin indicación topográfica; pero en el siglo IX se localizó su celebración en una pequeña basílica, cercana a la puerta Latina, que el papa Adriano dedicara en este mismo día en 780, por haber tenido lugar allí el martirio del apóstol evangelista al ser echado en una caldera de aceite hirviendo.
Del hecho no cabe la menor duda, aunque los críticos duden de su localización, porque la puerta Latina es posterior al suceso, ya que el recinto de tales muros fue levantado por el emperador Aureliano más de siglo y medio después.
Pero el pequeño templo pudo surgir sobre el área donde la tradición fijaba el lugar del martirio de San Juan, aunque reformas urbanas posteriores cambiasen la topografía del terreno.
Hoy la basílica de San Juan ante portam Latinam se encuentra en medio de un itinerario en que se entremezclan los mejores recuerdos de la Roma pagana y cristiana, cerca de las grandiosas termas de Caracalla, hacia el arranque de la vía Apia, la regina viarum: huertos de Galatea, sepulcros de los Escipiones, mausoleo de Cecilia Metela, oratorio que recoge la leyenda del Quo vadis, catacumbas de Calixto y San Sebastián.
El suceso debió ocurrir el año 95, cuando San Juan era el único superviviente del colegio apostólico, y, aunque anciano venerable, gozaba de excelente salud, hasta el punto de dar pie a que circulara entre la primitiva comunidad cristiana la leyenda de que no habría de morir.
Domiciano fue el instrumento de Dios para hacerle beber el cáliz de la pasión que el Maestro le predijera.
Este emperador observó en punto a religión una política conservadora, defendiendo la religión nacional contra el proselitismo de los cultos orientales y haciendo guardar con tal rigor las tradiciones romanas, que no dudó en enterrar vivas a dos vestales que fueron infieles a su voto de castidad.
Buen gobernante en los comienzos, se dejó llevar después del autoritarismo, al volverse sumamente desconfiado. A partir del año 93 un régimen de terror pesó sobre Roma y la delación se hizo la norma de gobierno. Los filósofos fueron los primeros en sufrir las consecuencias, como ya había ocurrido en el reinado de Nerón.
Unos padecieron la muerte, otros fueron desterrados, como Epicteto y Dión Crisóstomo. Tácito y Juvenal aseguran que inundó de sangre la ciudad, inmolando a sus más ilustres habitantes. Naturalmente, también los cristianos, culpables de ateísmo, es decir, de menospreciar el culto al emperador y a la diosa Roma. El propio primo del emperador, Flavio Clemente, y el consular Acilio Glabrión fueron condenados a muerte. También Domitila, la esposa del primero, fue desterrada a la isla Pandataria.
Refiere Hegesipo, judío converso y cercano a los sucesos, que Domiciano mandó prender conjuntamente a los descendientes del rey David y a los del apóstol Judas, que el Evangelio denomina "hermano" de Jesús. Como Herodes, tenía miedo de que pudieran disputarle el trono. Sin embargo, al convencerse de que eran gente humilde e inofensiva, se contentó con despreciarles, dejándoles en, libertad.
Pero con San Juan obró de distinta manera. El prestigio de que gozaba entre los fieles le hacía más peligroso. Mandó prenderle en Efeso y le trajo conducido a Roma el año 95. El cruel emperador se mostró insensible a la vista de este venerable anciano y le condenó al más bárbaro de los suplicios. Sería arrojado vivo en una caldera de aceite hirviendo.
Conforme a la práctica judiciaria de entonces, el santo apóstol hubo de sufrir primero el terrible suplicio de la flagelación, sin que pudiera invocar, como San Pablo, el privilegio de la ciudadanía romana.
El santo viejo escucharía con un gozo estremecedor el anuncio de la sentencia. Los verdugos encendieron la colosal hoguera y prepararon la tinaja con el aceite chisporroteante. En ella arrojaron al apóstol. Al fin iban a quedar colmados sus deseos. El cáliz que prometiera beber un día lejano en Palestina estaba pronto con toda su amargura.
Pero Dios no quiso que las cosas llegaran a su fin. Le había concedido el mérito y el honor del martirio, pero al mismo tiempo volvía a repetirse el milagro de los tres jóvenes en el horno de Babilonia. El fuego perdía sus propiedades destructoras. Ante la admiración de verdugos y populacho San Juan continuaba ileso en la caldera, y el aceite hirviendo le servía de baño refrescante. El tirano tomó a magia el prodigio y desterró a San Juan, que había salido más joven y vigoroso del suplicio, a la isla de Patmos.
Aunque de esta manera el martirio continuaba. Patmos es una pequeña isla, árida y semidesértica, que servía de escala a los navíos que iban o venían de Roma a Efeso. En esta isla, tal vez sometido a trabajos forzados, escribió San Juan su Apocalipsis. Sería su último y gran servicio a la Iglesia. Un domingo se le aparece Cristo glorificado y le ordena escribir a las cristiandades de Efeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardes, Filadelfia y Laodicea. Son siete cartas que contienen consejos y alientos, felicitaciones y reproches, promesas y amenazas, según la situación de cada comunidad.
Después continúa la descripción de las restantes visiones: el libro de los siete sellos, las siete trompetas, los siete signos, las siete copas, las siete fases de la caída de Babilonia o Roma, los siete principales actos del drama escatológico...
En este libro desconcertante se refleja el carácter impetuoso del "hijo del trueno" en las exhortaciones inflamadas y en las descripciones terroríficas.
Tras las frases proféticas se encierran veladas alusiones a la persecución de Diocleciano, que debía alcanzar a las comunidades de Pérgamo y Esmirna:
“He aquí que el diablo va a meter a alguno de vosotros en la cárcel, para que seáis tentados, y la tribulación durará diez días" (Apoc. 2, 10). Pero avanzando el libro se consignan ya las víctimas que la “gran meretriz que se sienta sobre las siete colinas” hacía con aquellos que se negaban al culto a los emperadores y a la diosa Roma: "Yo he visto a la mujer ebria con la sangre de los santos y de los mártires de Jesús" (Apoc. 17, 16).
Y poco después: "Vi bajo el altar las almas de los degollados por el testimonio de Jesús y por la palabra de Dios, aquellos que no adoraron a la bestia ni a su imagen" (Apoc. 20, 4).
Sin embargo, el Apocalipsis es un mensaje de esperanza. Las palabras más alentadoras de toda la Escritura, las descripciones más bellas de la liturgia celeste, el triunfo definitivo del bien sobre el mal, del Cordero sobre el Dragón, recorre sus páginas.
Se encierra un deseo infinito en ese Amén, en esa afirmación con que el apóstol anciano, que presiente el fin, responde a las palabras de Jesús: "Vengo pronto". Y Juan contesta: "Amén. Ven, Señor Jesús" (Apoc. 22, 20).
El 18 de septiembre del 96, al año del martirio de San Juan, moría asesinado el emperador Diocleciano. El vidente de Patmos debió quedar libre para retornar a Efeso, donde, por fin, encontraría, en una muerte apacible, a “Jesucristo, el testigo fiel, el primogénito de los muertos". Como a vencedor le daría a comer del árbol de la vida que está en medio del paraíso de Dios (Apoc. 2, 7).
Molt be