Un hombre nuevo renacido primero en el bautismo en la Iglesia anglicana, y más tarde convertido y recibido en la Iglesia católica, donde encontró la plenitud de verdad y de medios de santificación.
Estos días se escribe mucho sobre el nuevo santo facilitando el descubrimiento de su gran influjo en la Iglesia. En esta ocasión me permito señalar tan solo algunas líneas de fuerza de su fe pensada y vivida. El Catecismo actual le cita en cuatro ocasiones sobre la fe, la conciencia, la conversión y la adoración a Dios. Estas son las sinergias del progreso espiritual.
Newman sabe que la fe es un regalo de Dios y él responde honradamente a las verdades revelas sobre Dios, el hombre y el mundo, custodiadas y vividas en la tradición de la Iglesia. Estudiando la vida de los primeros cristianos, las enseñanzas de los Padres y la doctrina vinculante de los Concilios, llega a la convicción de que todo ello se encuentra en la Iglesia de Roma.
Al respecto enseña el Catecismo que la certeza de la fe es mayor que la de la razón natural y la experiencia humana, porque tiene la garantía de Dios, y cita estas palabras de Newman "Diez mil dificultades no hacen una sola duda". Valentía, por tanto, para pensar la fe sin detenerse en las dificultades.
Una segunda referencia al nuevo santo aparece al tratar de la conciencia, donde se encuentra a solas con Dios. En efecto, el Catecismo recoge estas palabras suyas: "La conciencia es la mensajera del que, tanto en el mundo de la naturaleza como en el de la gracia, a través de un velo nos habla, nos instruye y nos gobierna. La conciencia es el primero de todos los vicarios de Cristo", en su conocida Carta al duque de Norfolk.
Tenía pues un sentido de la conciencia como lugar de encuentro con Dios, en contraste con esa concepción tan extendida de la conciencia como en reino de la subjetividad, que se sitúa por encima de las normas morales y de las leyes divinas y humanas. (Continuará).
Newman siguió durante años un proceso de conversión personal, buscando la luz más plena, la rectitud de conciencia donde se encontraba a solas con Dios, y la purificación del corazón frente a la vida mundana. Sabe con plena certeza que la verdadera dicha no reside en la riqueza o el bienestar, ni en la gloria humana o el poder, ni en ninguna obra humana, por útil que sea, como las ciencias, las técnicas y las artes, ni en ninguna criatura, sino en Dios solo, fuente de todo bien y de todo amor. Esta vez el Catecismo recoge estas palabras del nuevo santo tomadas de sus Sermones parroquiales: "El dinero es el ídolo de nuestro tiempo. A él rinde homenaje `instintivo´ la multitud, la masa de los hombres. Estos miden la dicha según la fortuna, y, según la fortuna también, miden la honorabilidad… Todo esto se debe a la convicción de que con la riqueza se puede todo. La riqueza por tanto es
uno de los ídolos de nuestros días".
Finalmente, esa honradez intelectual y esa valentía personal le llevan a reconocerse como criatura agradecida de Dios, con esa humildad tan atractiva que vemos en los santos. Es el respeto al Nombre de Dios, tan atacado a veces hoy día con la blasfemia oral o gestual -que incluso pasa por artística- cuando se pierde el sentido de lo sagrado, algo que pertenece a la virtud de la religión. Ese hombre que se reconoce con sencillez como criatura de Dios no caerá en el endiosamiento orgulloso de quien no debe nada a nadie y menos a Dios.
Esta vez el Catecismo recoge otras palabras de esos Sermones de J.H. Newman: "Los sentimientos de temor y de `lo sagrado´ ¿son sentimientos cristianos o no? Nadie puede dudar razonablemente de ello. Son los sentimientos que tendríamos, y en un grado intenso, si tuviésemos la visión del Dios soberano".
Oportuna por tanto es esta canonización pues arroja luz sobre ciertos errores teóricos y prácticos en temas capitales para la vida personal y social: la honradez intelectual, la conciencia recta, la conversión sincera a Dios, y la valentía personal para reconocer la soberanía de Dios. Dios está en la conciencia y en la calle.