El arrianismo tiene su origen en Arrio (+336), presbítero alejandrino. Esta herejía hizo un daño enorme a la Iglesia durante siglos, y en cierto modo puede decirse que, aunque en formulaciones algo diversas, es una herejía permanente. Nuestro Señor Jesucristo no es Dios en sentido propio y verdadero, sino que es criatura, Jesús de Nazaret, elegido como Hijo en un modo único, viniendo a ser en su perfecta santidad un hombre divinizado; pero que no es Dios.
La fe católica, proclamada como reacción en los concilios ecuménicos de Nicea (325) y Constantinopla I (381), afirma, por el contrario, «un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado no creado, de la misma naturaleza del Padre, por quien todo fue hecho».
El rey Leovigildo afianza en España el dominio visigótico, reinando durante catorce años como único soberano a partir del 573. Tuvo dos hijos, Hermenegildo, el primogénito, y Recaredo, destinados a sucederle, en contra del principio tradicional germánico, que exigía la elección libre del rey por la nobleza. El arrianismo es por entonces la religión propia de los visigodos, lo que da ocasión a grandes tensiones con la población hispanorromana, de condición católica en su mayoría.
Contrae Leovigildo en segundas nupcias matrimonio con Godsuinta, viuda del rey Atanagildo, «tuerta de cuerpo y alma», según algún cronista. Una hija de su primer matrimonio, Gelesuinta, se casó con el rey franco y católico Luilperico, que pasado un tiempo mandó asesinar a su esposa.
Esto encendió en Godsuinta un odio extremo contra los católicos, que llegó a influir en las constantes persecuciones que éstos sufrieron del rey Leovigildo. La otra hija que tuvo, Brunequilda, se unió en matrimonio feliz y fecundo con el rey franco Sigiberto, y de ellos nació, entre otros hijos, la princesa Ingunde.
El año 579, fue una gran alegría en el reino visigótico, por esos años en su mayor esplendor, pues establecía un vínculo profundo entre los visigodos y los francos. El probable reinado futuro de Hermenegildo, como sucesor de su padre Leovigildo, se mostraba como un horizonte lleno de paz y prosperidad.
Solamente un punto negro manchaba este cuadro feliz: el catolicismo ferviente de Ingunde, que se resistía con absoluta firmeza a su abuela Godsuinta, que por todos los medios procuraba su profesión arriana. Estas violencias internas de la Corte toledana no podían menos de acrecentar las tensiones entre los gobernantes visigodos y la población católica hispanorromana.
Leovigildo decidió entonces alejar al matrimonio, destinando a Hermenegildo como gobernador de la Bética.
Los católicos son entonces duramente perseguidos por los arrianos en parte, al parecer, por instigación de Godsuinta. Pero también el rey Leovigildo es arriano fanático, e intenta por todos los medios la unificación en el arrianismo de godos e hispanorromanos.
Éstos habían de abjurar del catolicismo bajo todo tipo de presiones: destierros, expropiaciones, cárcel, castigos corporales, apropiación de los bienes eclesiásticos. Hay entre los católicos no pocas apostasías, incluída la del Obispo de Zaragoza, Vicente. Pero también hay resistencias heroicas, como la de Masona, Obispo de Mérida, que sufrió el destierro. Sevilla y Córdoba eran también focos potentes de resistencia católica.
Ya instalados Hermenegildo e Ingunde en Sevilla, ella puede vivir en paz su fe católica. No le falta la ayuda del Obispo hispalense San Leandro, oriundo de Cartagena, primogénito y hermano de tres santos, Isidoro, Fulgencio y Florentina. El trato frecuente y amistoso de Hermenegildo con el santo Obispo Leandro, y el influjo de su esposa Ingunde, le lleva, por la gracia de Dios, a convertirse al catolicismo, siendo bautizado con el nuevo nombre de Juan.
La conversión de Hermenegildo enfurece a su padre Leovigildo, al mismo tiempo que la resistencia católica de la Bética se agrupa en torno de su gobernador. El príncipe sevillano desobedece la orden de presentarse en Toledo, y se proclama rey. Tanto la corte de Toledo como la de Sevilla buscan fuerzas aliadas ante una guerra civil inminente.
Hermenegildo es derrotado finalmente en 584. Según se dice, su hermano Recaredo le ofrece, en el nombre del rey Leovigildo, conservar su vida si se entrega. Un año más tarde es asesinado en la cárcel, al negarse a recibir la comunión de un Obispo arriano. La derrota del catolicismo en España parece definitiva, vencido por el arrianismo.
Pero nuestro Señor Jesucristo «vive y reina [de verdad] por los siglos de los siglos». Algunos hay que no acaban hoy de creerlo, aunque en la liturgia lo repetimos tantas veces. En 586 muere Leovigildo. Le sucede su hijo Recaredo, que permite al Obispo Leandro, desterrado en Constantinopla por Leovigildo, volver a su sede sevillana.
Y cuatro años más tarde del martirio de San Hermenegildo, en el Concilio III de Toledo, el 8 de mayo del 589, abjura solemnemente del arrianismo el monarca Recaredo. A esta regia conversión siguió la del pueblo visigodo. La sangre martirial de San Hermegildo consiguió a los cuatro años de su muerte la unificación de España en la fe católica.
«Regocíjate y alégrate, Iglesia de Dios, gózate porque formas un solo cuerpo para Cristo. Ármate de fortaleza y llénate de júbilo. Tus aflicciones se han convertido en gozo. Tu traje de tristeza se cambiará por el de alegría. Ya queda atrás tu esterilidad y pobreza. En un solo parto diste a Cristo innumerables pueblos. Grande es tu Esposo, por cuyo imperio eres gobernada. Él convierte en gozo tus sufrimientos y te devuelve a tus enemigos convertidos en amigos.
«No llores ni te apenes, porque algunos de tus hijos se hayan separado de ti temporalmente. Ahora vuelven a tu seno gozosos y enriquecidos. Fíate de tu cabeza, que es Cristo. Afiánzate en la fe. Se han cumplido las antiguas promesas. Sabes cuál es la dulzura de la caridad y el deleite de la unidad.No predicas sino la unión de las naciones. No aspiras más que a la unidad de los pueblos. No siembras más que semillas de paz y caridad. Alégrate en el Señor, porque no has sido defraudada en tus sentimientos. Pasados los hielos invernales y el rigor de las nieves, has dado a luz, como fruto delicioso, como suaves flores de primavera, aquellos que concebiste entre gemidos y oraciones ininterrumpidas».