A la muerte del papa Fabián, martirizado en el comienzo de la persecución de Decio (20 de enero del 250), la sede romana quedó vacante durante dieciséis meses. En este largo período gobernaron la Iglesia romana los sacerdotes de la ciudad, entre los cuales se significó en todo momento un tal Novaciano, autor de diversas obras y hombre rigorista, y éste, parecía ser el candidato para ocupar la cátedra de San Pedro, cuando, al amainar la persecución, se trató de elegir nuevo Papa.
Sin embargo, la mayoría de los votos designó al sacerdote Cornelio (abril del 251), que fue reconocido como Romano Pontífice, frente a un grupo de presbíteros que apoyaban a Novaciano.
La ambición de éste hizo que pronto surgiera un cisma en Roma. De hecho, Novaciano se hizo consagrar como obispo de Roma y envió cartas a las demás iglesias para que le reconocieran como Papa. Pero prevaleció pronto el buen sentido, y Cornelio vio que su designación era aceptada como válida, no sólo por la mejor parte del clero y del pueblo de Roma, sino también por las grandes lumbreras de la época, Dionisio de Alejandría, Cipriano de Cartago, así como por el resto de la cristiandad.
La actividad de este Pontífice se centró principalmente en la condenación del rigorismo de Novaciano en la cuestión de los lapsi. Ya desde muchos años atrás se venía discutiendo si los cristianos que habían apostatado de la fe (=lapsi) podían ser admitidos en el seno de la Iglesia, previa una sincera conversión.
Esto, en definitiva, no era sino un caso particular de la gran cuestión que había agitado a los pontificados de Ceferino (198-217) y de Calixto (217-222) sobre la admisión en la Iglesia o la exclusión perpetua de la misma de los grandes pecadores. Los obispos de Oriente se inclinaban más bien por el rigorismo; aunque no fue esto general, pues ya hemos dicho que por lo menos San Dionisio de Alejandría se inclinó hacia San Cornelio.
El problema, como se ve, adquirió dimensiones extraordinarias y turbó durante años a algunas cristiandades. Concretamente, San Cipriano hubo de maniobrar entre el rigorismo desesperante y la indulgencia excesiva, inclinándose al fin y abiertamente hacia la doctrina del papa Cornelio, como lo testimonia la correspondencia sostenida con el Pontífice Romano por el gran obispo de Cartago. Esta correspondencia tiene, por otra parte, una importancia nada despreciable para demostrar la primacía de la Iglesia romana.
El hecho es que en pocos meses la verdad se impuso sobre el error. San Cornelio, espíritu recto aunque flexible, supo demostrar que hay momentos en que no es posible ceder. Así le ocurrió aél, cuando supo sellar su fe con el martirio en Centumcellae (actual Civitavecchia) en el año 252.
La muerte de San Cornelio tuvo lugar en el mes de junio; pero la traslación de sus restos a Roma, desde la cercana ciudad, a donde había sido desterrado y donde sufrió el martirio, se verificó probablemente el 14 de septiembre, fecha de la muerte de San Cipriano, cuya memoria va asociada a la de nuestro Santo en una fiesta común. Fue enterrado en una cripta próxima al cementerio de San Calixto. Su epitafio no está escrito en griego, como el de los papas del siglo III; dice simplemente Cornelius martyr, E. P., ¿no es más que suficiente título de gloria este del martirio? Su sucesor fue el papa Lucio.
De la carta de San Cornelio a Fabián de Antioquía se desprenden unos datos interesantes para conocer el estado de la Iglesia de Roma, todavía no desarrollada por completo: los presbíteros eran, en aquella sazón, cuarenta y seis, siete diáconos, siete los subdiáconos, cuarenta y dos los acólitos y cincuenta y dos los exorcistas, lectores y ostiarios. Cifras, en verdad, muy modestas para las que había de alcanzar con el correr del tiempo la Urbe, pero que revelan ya la pujanza del cristianismo en medio de la persecución.
De la vida de San Cornelio podemos sacar una enseñanza, a saber, que hay que estar dispuestos a sellar la fe con el testimonio de la sangre, pero, a la vez, hay que tener comprensión con los débiles, con los que reniegan con su conducta de la fe o con los que no han recibido de Dios todavía esa "luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo" (San Juan).
FAUSTINO MARTÍNEZ GOÑI.