Eran tiempos de terribles divisiones sociales. El 7 de diciembre del año 374, en una iglesia de Milán, la discusión era animada. La difícil designación de un nuevo obispo para la ciudad, entonces capital del imperio romano de Occidente, había aumentado la distancia entre católicos y arrianos.
Los arrianos negaban la divinidad de Cristo, afirmada por los católicos. Esta división suponía un grave obstáculo a la hora de elegir un pastor que pudiera representar a ambas partes.
Para hallar una mediación, fue llamado el gobernador de Lombardía, Liguria y Emilia, conocido por su imparcialidad y equidad. Se llamaba Ambrosio, nacido en el año 340 en Trier (Alemania), hijo de una familia romana cristiana, tercero después de dos hermanos, los santos Marcelina y Satiro.
Ambrosio cursó en Roma estudios jurídicos, siguiendo los pasos de su padre, que era prefecto de la Galia. Es así como aprendió oratoria y literatura greco-latina. Sus éxitos en la carrera de Magistrado y su capacidad para gestionar incluso las controversias más difíciles lo convirtieron en el candidato ideal para moderar el encendido debate sucesorio que comenzó tras la muerte del obispo arriano Asencio.
La invitación al diálogo de Ambrosio convenció al pueblo y evitó que se desatara un grave conflicto. Pero cuando el gobernador pensaba que había concluido su trabajo con éxito, sucedió algo que nadie había previsto: en medio de la multitud se oyó la voz de un niño, a la cual toda la asamblea hizo eco:
“¡Ambrosio Obispo!”. Católicos y arrianos habían encontrado inesperadamente un acuerdo.
La petición del pueblo sorprendió a Ambrosio: no había sido bautizado, no se sentía adecuado para este nuevo cargo.
Se opuso dirigiéndose al emperador Valentiniano, pero éste confirmó el deseo del pueblo. Ambrosio escapó; sin embargo, el Papa Dámaso también lo consideró apto para la dignidad episcopal.
Entonces Ambrosio comprendió que Dios lo llamaba y aceptó, convirtiéndose con tan solo 34 años de edad en el obispo de Milán.
Donó sus bienes a los pobres y se dedicó al estudio de los textos sagrados y de los Padres de la Iglesia. “Cuando leo las Escrituras –decía- Dios pasea conmigo en el Paraíso”. Aprendió a predicar, y su oratoria encantó al joven Agustín de Hipona, influyendo en su conversión.
La vida de Ambrosio fue cada vez más sobria y austera, dedicada al estudio, a la oración, a la asidua escucha, siempre cercano a los pobres y al pueblo de Dios. “Si la Iglesia tiene oro no es para custodiarlo, sino para donarlo a quien lo necesite”, dijo cuando decidió fundir decoraciones litúrgicas para pagar el rescate de algunos fieles secuestrados por soldados nórdicos.
Aunque la paz y la concordia fueron sus prioridades, jamás soportó el error. La iconografía antigua lo representa con un látigo, preparado para luchar contra la herejía. En su enérgica batalla contra el arrianismo, chocó incluso contra gobernantes y soberanos. Salió vencedor del conflicto que se desarrolló bajo el reinado de la emperatriz filo-arriana Justina, y afirmó la independencia del poder espiritual frente al temporal.
Fue emblemático el episodio de la tragedia de Tesalónica del 390. Tras el exterminio de siete mil personas que se habían rebelado a causa de la muerte del gobernador, Ambrosio logró suscitar el arrepentimiento de Teodosio, que la había ordenado. “El emperador está en la Iglesia y no por encima de la Iglesia”, afirmaba el obispo milanés que, a pesar de la ley, no entregó ninguna iglesia a los arrianos.
Ambrosio reconoció siempre el primado del obispo de Roma afirmando: “Ubi Petrus, ibi Ecclesia”. Su amor a Cristo, a la Iglesia y a María se refleja en la cuantiosa producción literaria y teológica que le ha conferido, junto a los santos Jerónimo, Agustín y Gregorio Magno, el título de doctor de la Iglesia de Occidente.
Constructor de basílicas, inventor de los himnos que revolucionaron la oración, fue incansable a la hora de rezar. Ambrosio murió el Sábado Santo del 397. Una gran multitud le rindió homenaje el domingo de Pascua.
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