Incluso en momentos de crisis se ha recurrido a él haciendo interpretaciones muy variadas de sus escritos, que van desde la Escuela de S. Víctor y Tomás de Aquino, en el Medievo, hasta Lutero, Bayo o Jansenio en la Edad Moderna.
Nace en Tagaste (hoy Souk Ahras, en Argelia) el 13 de noviembre de 354. Su padre Patricio era un consejero municipal y un modesto propietario, que recibiría el bautismo poco antes de morir (371). Su madre Mónica era una cristiana fervorosa que procuró educarlo en la fe, pero no lo hizo bautizar, siguiendo la costumbre de la época de aplazar la recepción de este sacramento. Realizó los primeros estudios de gramática en Tagaste, y, más tarde, los continuó en Madaura.
En 370 pudo viajar a Cartago, gracias a la ayuda de su amigo Romaniano, para completar los estudios de dialéctica y retórica. En esta ciudad el joven Agustín se dejó arrastrar por el ambiente disoluto que reinaba entre los estudiantes. Finalizados los estudios enseñó retórica en Cartago (375-383), Roma (384) y Milán (384-386).
La lectura del Hortensius de Cicerón, cuando tenía 19 años, le despierta un gran amor a la verdad y a la sabiduría. Por esas fechas leyó la Biblia, pero la juzgó muy peyorativamente por estar escrita en un lenguaje que él consideraba “bárbaro” y de escaso nivel literario. Se adhirió a los maniqueos, en calidad de auditor (oyente), Poco a poco, conforme fue profundizando en el estudio de la filosofía, descubrió la falsedad del maniqueísmo.
En otoño de 384 se traslada a Milán donde había ganado la cátedra de retórica latina. Allí a la edad de 32 años comenzó su retorno a la vida cristiana. La predicación de San Ambrosio le ayudó a disipar algunas dificultades que presentaba el maniqueísmo en cuanto a la exégesis de la Escritura, dado que el santo Obispo de Milán hacía una interpretación alegórica de diversos pasajes del Antiguo Testamento, en vivo contraste con el literalismo maniqueo.
Con todo, el acontecimiento que determinó más radicalmente su conversión se nos narra por el propio protagonista en las Confessiones. Se había retirado Agustín a una finca en Casiciaco (cerca de Milán), en compañía de su madre, y un grupo de amigos. Allí se debatía interiormente en largas vacilaciones y enfrentamientos interiores, cuando estando en el jardín de la casa oyó una voz infantil que le decía tolle et lege (toma y lee).
Como tenía cerca un códice las epístolas de San Pablo, lo abrió al azar y pudo leer el pasaje de Rom 13, 13, y al instante se le disiparon todas las dudas y decidió recibir el bautismo. Se inscribe entre los catecúmenos y es bautizado en Milán la noche del 24 al 25 de abril en la solemne vigilia pascual del año 387.
Toma la decisión de regresar a África, y antes de finalizar el mes de agosto llega a Ostia, donde tiene lugar un bellísimo coloquio entre S. Agustín y su madre, en vísperas de la muerte de Mónica. Vuelto a Tagaste pone en marcha un proyecto de vida retirada en unión con un grupo de amigos, llevando una vida ascética, a semejanza de una comunidad monástica.
En el 391 viaja a Hipona para buscar un lugar donde poder asentar un monasterio. Estando en esas negociaciones el obispo Valerio y el pueblo de Hipona lo eligen para el presbiterio de la ciudad. Luego será consagrado obispo de Hipona y comenzará así un nuevo capítulo de su vida.
Cuando muere el anciano obispo Valerio le sucederá en la diócesis hiponense. Agustín se centra en llevar a cabo una agotadora labor pastoral, a la vez que hurtaba horas al sueño para escribir tratados y comentarios teológicos, no sólo en beneficio de sus feligreses, sino de todo el que le pedía una ayuda en este sentido, ya fuera un hispano de la Gallaecia, como Orosio, que deseaba una orientación sobre el priscilianismo, ya fuera un diácono de Cartago, como Deogracias que le pide una orientación catequética y que le mueve a escribir el tratado De catechizandiis rudibus.
Un índice de su intensísimo quehacer pastoral lo recordó Benedicto XVI en la Spe salvi (nº29), cuando cita las palabras del mismo Agustín en uno de sus sermones:
“Corregir a los indisciplinados, confortar a los pusilánimes, sostener a los débiles, refutar a los adversarios, guardarse de los insidiosos, instruir a los ignorantes, estimular a los indolentes, aplacar a los pendencieros, moderar a los ambiciosos, animar a los desalentados, apaciguar a los contendientes, ayudar a los pobres, liberar a los oprimidos, mostrar aprobación a los buenos y [¡pobre de mí!] amar a todos” (Serm., 340, 3).
Gracias a su biógrafo Posidio conocemos la enorme cantidad de sus escritos (un total de mil treinta números, entre libros, cartas y tratados) recogidos en el Indiculus o lista añadida a la Vita Augustini, aunque haya que consignar también otras obras a las que el biógrafo no les asignó un número concreto.
De todos sus escritos el más famoso serán las Confessiones, que no es tanto una biografía, según el sentir actual, sino la narración de la vida orante de Agustín que es toda ella una “alabanza” (confessio) a Dios.
Entre sus obras apologéticas destaca la Ciudad de Dios, que ha conocido también una gran notoriedad a través del tiempo. Con ella, Agustín salía al paso de las acusaciones de los paganos a los cristianos, a raíz de la conquista y saqueo de Roma por Alarico (410). Pero sobre todo es muy original su visión de la humanidad dividida en dos ciudades, nacidas de dos amores: el amor de sí y el amor de Dios. La conclusión señala el éxito final de la Ciudad de Dios, guíada por la Providencia divina.
Una de las características de su personalidad como pastor de la Iglesia fue presentar la verdad cristiana en los ambientes en que era combatida por errores doctrinales como el maniqueísmo, el arrianismo, el donatismo, el priscilianismo o el pelagianismo. Fue el alma de una conferencia del 411 entre obispos católicos y donatistas y el artífice principal de la solución del cisma donatista y de la controversia pelagiana.
Se puede afirmar que fue un gran polemista, cuyos argumentos aparecen en su numerosas obras, entre las que podemos citar: Contra el maniqueo Fausto, Contra el sermón de los arrianos, Sobre la unidad de la Iglesia, Conmonitorio sobre el error de los priscilianistas y de los origenistas, Sobre la naturaleza y la gracia, etc.
Sus escritos exegéticos y teológicos son también de extraordinaria calidad. Baste citar su célebre tratado Sobre la Trinidad, donde aporta inestimables intuiciones sobre la explicación psicológica de las procesiones y la doctrina de las propiedades personales del Espíritu Santo.
Podríamos continuar con sus obras pastorales y morales, como Sermones, cartas, etc., pero esto sería superar con mucho los límites que nos hemos impuesto.
Murió el 28 de agosto de 430, durante el tercer asedio de Hipona por los vándalos. Fue sepultado, probablemente, en la Basilica pacis, la catedral; luego sus restos, en fecha incierta fueron llevados a Cerdeña, y de aquí , hacia el 725, pasaron a la basílica de S. Pietro in Ciel d’Oro, de Pavia, donde reposan en la actualidad, y donde fueron visitados por el Papa Benedicto XVI.