El salterio (del griego psalterion, propiamente es el nombre del instrumento de cuerda que acompañaba a los cantos, los salmos) es la colección de los 150 salmos.
La palabra salmo, etimológicamente hablando, viene de la palabra latina psalmus, que a su vez viene de la palabra griega psalmoi, que significa alabanza.
Son, pues, al mismo tiempo poemas religiosos y plegarias de alabanza.
Son unas composiciones que, principalmente y en la gran mayoría de casos, tienen como finalidad alabar a la divinidad; aunque también tienen otras finalidades (súplicas y lamentos).
Los salmos nos recuerdan la necesidad de alabanza y adoración, simplemente por la alegría de estar en la presencia de Dios que crea y sostiene el universo.
Orando con los salmos no tenemos que preocuparnos por pedir algo o por pedir explicaciones sino que más bien nos ayudan a admirarnos de la bondad de Dios y de su grandeza, y esta es la mejor oración; es una oración desinteresada, generosa y más grata a sus ojos.
Los salmos son unos himnos que ayudan a orar, como mejor lo dice san Atanasio, obispo de Alejandría (siglo IV):
La mayor parte de la Biblia nos habla, pero los salmos hablan por nosotros
El conjunto de los salmos o el salterio son los cánticos del Templo de Jerusalén. Todos ellos son, como toda la Sagrada Escritura, inspirados por el Espíritu Santo.
Y en la composición de estos himnos o cantos juegan un rol importante los levitas a quienes se les atribuye, aunque sea de manera anónima, unos 50 salmos.
Del resto, según la tradición, algunos salmos tienen como autores a personas concretas como es el caso, entre otros, del Rey David (a quien se le atribuyen 73 salmos) y del Rey Salomón.
Los salmos están agrupados en cinco libros o cinco colecciones:
Libro primero, del 1-41.
Libro segundo, del 42-72.
Libro tercero, del 73-89.
Libro cuarto, del 90-106.
Y libro quinto, del 107-150.
Cada uno de estos grupos está separado por una doxología.
En cuanto a los géneros literarios los salmos se dividen en:
– Himnos: los cánticos de Sión y los salmos del reino de Dios.
– Súplicas o salmos de sufrimientos o salmos de lamentaciones.
– Acción de gracias.
– Algunos escrituristas sacan ciertos salmos para conformar otros géneros como son: salmos mesiánicos, salmos didácticos y salmos de sabiduría.
El pueblo de Israel tenía una tradición o una práctica de rezar comunitariamente en horas establecidas, en tres momentos del día: mañana, tarde y noche.
Esta tradición se desarrolló hasta tal punto que se organizó un plan de oraciones teniendo como base los salmos, ya que expresaban los múltiples anhelos y deseos del corazón humano.
Son tan importantes, que nos hablan de Jesús, lo preanuncian. Él mismo lo dice:
“Esto es lo que os dije mientras estaba con vosotros: que era necesario que se cumpliera todo lo escrito en la Ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí” (Lc 24, 46).
Jesús mismo, como judío piadoso, oraba con los salmos, rezaba en dichas horas. Los salmos lo acompañaron a lo largo de su vida. “Desde pequeño”, Jesús se los aprendió de memoria, como también lo hizo Timoteo (2 Tm 3, 15).
Y Él los usaba no sólo para orar (para dirigirse al Padre) sino también para refutar las críticas de sus adversarios y para transmitir su mensaje al pueblo. Por ejemplo, Jesús utiliza un salmo para expresar el sentido de su misión al venir al mundo:
“Aquí estoy, he venido como está escrito en la ley: para hacer tu voluntad” (Sal 39, 8-9).
En la última cena Jesús entonó los salmos que recitaban los judíos al celebrar la cena pascual. El evangelista san Mateo dice que Jesús y sus discípulos, después del canto de los salmos (himnos), salieron hacia el monte de los Olivos (Mt 26, 30).
Y a la hora nona, estando crucificado Jesús rezó las primeras palabras del salmo 22:
«Dios mío, por qué me has abandonado».
Si los salmos eran y son importantes para Israel, el antiguo pueblo de Dios, lo son también para el nuevo pueblo de Dios, la Iglesia, comenzando por los apóstoles como ya hemos visto.
También fueron importantes para la Iglesia primitiva debido, principalmente, a que la mayor parte de los primeros cristianos eran conversos del judaísmo.
Sabemos que los fieles rezaban en ciertos momentos, principalmente cuando la noche desaparece con la salida del sol (las laudes) y al hacerse de noche cuando se encienden las luces (las vísperas).
Avanzando en los tiempos el transcurrir de las horas fue santificado con la oración comunitaria de las otras horas como vemos en los Hechos de los Apóstoles.
Allí encontramos reunidos a los Apóstoles en la hora de tercia (Hch 2, 15). Pedro “sube al tejado a orar hacia la hora de sexta” (Hch 10, 9). “Pedro y Juan subían al templo a orar hacia la hora de nona” (Hch 3, 1). “A medianoche, Pablo y Silas oraban y cantaban himnos a Dios (Hch 16, 25)”.
Este tipo de oración fue importante pues ayudó a la consolidación de la fe cristiana a medida que se expandía la Iglesia. Por donde se iba extendiendo la Iglesia los cristianos se reunían en las iglesias para rezar los salmos.
En este sentido, para la Iglesia, tienen tanta importancia que forman parte fundamental del Oficio Divino. El Oficio Divino es el conjunto de oraciones que la Iglesia ha querido que sean rezadas en diferentes horas del día, de aquí el otro nombre ‘Liturgia de las Horas’.
El objetivo de la Liturgia de las Horas es consagrar los diferentes momentos del día al Señor extendiendo la comunión con Cristo concretada en el sacrificio de la Misa.
Quien reza el oficio hace un alto en su cotidianidad para rezar con la Iglesia aunque se encuentre solo.
«Se invita encarecidamente también a los demás fieles a que, según las circunstancias, participen en la Liturgia de las Horas, puesto que es acción de la Iglesia” (Canon 1174, 2).
La Liturgia de las Horas o el Oficio Divino es parte fundamental que, junto con la Sagrada Eucaristía, forma parte de la oración pública y oficial de la Iglesia.