El Aleluya es una aclamación litúrgica de sentido gozoso y triunfal, que condensa un cúmulo de sentimientos religiosos muy superior al de su expresión verbal, solamente traducibles por medio del canto. El Aleluya ha sido siempre un canto; nunca mera frase litúrgica.
En el A. T. acompaña como aclamación litúrgica del pueblo a determinados salmos (104, 105, 106, 111, 112, 115, etc.) y su recuerdo alegra el corazón de los desterrados en Babilonia (Tob 13, 18); en el N. T. solamente aparece en el libro del Apocalipsis, también como expresión épica de multitudes:
«Oí una voz como de gran muchedumbre, y como voz de muchas aguas, y como voz de fuertes truenos, que decía: ¡Aleluya!, porque ha establecido su reino el Señor, Dios todopoderoso» (19, 6).
Así como el «Gloria» es el canto de los ángeles, el Aleluya es el canto de los hombres rescatados por el brazo poderoso de Dios, redimidos con la sangre del Cordero. De ahí que el Aleluya esté íntimamente ligado a la Pascua, tanto judía como cristiana; es, por excelencia, un canto pascual.
Cuando en el silencio de la Noche de Pascua estalla sonoro el Aleluya reprimido en el periodo penitencial de la Cuaresma, no es una cantilena que rebrota, es una vida que surge, es Cristo que resucita.
Restringido antiguamente al tiempo pascual, el canto del Aleluya se extendió más tarde a los otros domingos del año, excepto los de Cuaresma; tampoco se canta en otros días penitenciales ni en las celebraciones funerarias, aunque debió ser otra la práctica antigua, según escribe San Jerónimo del entierro de Fabiola en Roma:
«Sonaban los salmos y haciendo juego con el dorado de los techos se estremecía en lo alto el aleluya» (Epístola 77: PL 22, 697)
Aun hoy, en el rito de sepultura de los griegos orientales se añade el Aleluya a cada versículo del salmo.
Fuera del uso litúrgico, el Aleluya entró a formar parte del canto popular en Oriente, donde, según S. Jerónimo, lo cantaban los labriegos de Belén y los marineros en sus faenas de pesca; y a través de los Negro spirituals ha llegado hasta las composiciones melódicas de la canción de nuestros días.
La forma de cantar el Aleluya ha sido constante en toda esta tradición: la responsorial, en la que a cada versículo del salmo o de la canción se «responde» con el estribillo del Aleluya, si lo canta el pueblo lo hará en la forma más simple, la silábica, una nota musical distinta por cada una de sus cuatro sílabas
Pero si lo canta un solista o el coro de cantores, toma la forma melismática, más solemne, en la que alguna de sus sílabas se florean de neumas y particularmente la final «ya» (condensación, como hemos dicho, del nombre inefable de Dios) que se prolonga en una airosa y alegre modulación, el jubilus, puro sonido sin palabras, verdadero júbilo del corazón y de la voz (al estilo del cante «jondo» andaluz) que dio luego origen a las «secuencias».
El lugar del Aleluya en la liturgia de la Iglesia es muy vario; como estribillo del tiempo pascual, acompaña a antífonas, responsorios, invocaciones, y aun moniciones diaconales como la del Ite musa est, tanto del Oficio divino como de la Misa; pero en ésta tiene, además, un lugar propio (fuera del tiempo de Cuaresma) en la liturgia de la Palabra, antes del canto del Evangelio, como aclamación a Cristo presente en su Palabra; por eso aquí ha de cantarse, y si no, puede suprimirse, pues ya no cumple bien su cometido.
El Aleluya antes del canto o lectura del Evangelio, en la Misa, va unido a un versículo de un salmo o de algún otro texto bíblico, preferentemente del evangelio que sigue.
I. M. SUSTAETA ELUSTIZA (GER)
https://www.primeroscristianos.com/2017-04-28-11-43-23/
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