Este sacerdote alejandrino inspirándose en la doctrina de Luciano de Samosata comenzó a predicar que el Logos, la segunda Persona de la Trinidad, no era eterno, sosteniendo que hubo un tiempo en que no existía. Fue condenado varias veces por su obispo Alejandro y por algunos sínodos provinciales, como el de Antioquía del 324-325. A pesar de estas condenas, Arrio continuó aferrado a sus tesis.
El emperador trató de solucionar este asunto, pero sin evaluar el calado real de la disputa doctrinal sobre el arrianismo, pensó que era un asunto de poca relevancia e intentó resolverlo por la vía de una exhortación amistosa. Envió sendas cartas al obispo Alejandro de Alejandría y a Arrio. Osio fue el encargado de llevar la carta al obispo de Alejandría.
El intento de resolver el conflicto resultó fallido. Constantino no se desanimó y tomó la decisión personal de convocar un concilio ecuménico, cuyo orden del día fuera la controversia arriana y la fiesta de la Pascua (Ortíz de Urbina, p. 27). Posiblemente en la decisión constantiniana habría influido también el obispo de Alejandría que era partidario de realizar un sínodo ecuménico, que zanjara la cuestión (Filostorgio, Historia Ecclesiastica, I, 79).
Aunque para nuestra mentalidad actual puede resultar chocante la convocatoria de un concilio por un emperador, no lo era para Constantino y sus contemporáneos. Desde Augusto los emperadores romanos habían acumulado en su persona la magistratura de pontifex maximus, de ahí que Constantino, aún siendo un simple catecúmeno, se considerara pontifex, «obispo puesto por Dios para los asuntos de fuera» (Teodoreto, Historia Ecclesiastica, I, 3) y entendiera que su actuación caía dentro de las competencias asumidas por un emperador.
Aunque no se han conservado las actas de este concilio, sin embargo, han llegado hasta nosotros algunos documentos sinodales: el símbolo, listas de obispos, cánones y una carta sinodal. Las sesiones conciliares se celebraron en Nicea de Bitinia, en el palacio de verano del emperador.
En cuanto al número de participantes suele aducirse el de 318. Este número se hizo proverbial y dicha cifra la repitieron los papas Liberio y Dámaso. Otros autores, como Eusebio de Cesarea hablan de 250. S. Atanasio calcula que fueron más de 300. Tan considerable número de asistentes se vio favorecido al poner Constantino a disposición de los padres conciliares el cursus publicus.
La mayor parte de los asistentes procedían del Oriente cristiano: Asia Menor, Palestina, Egipto, Siria, Mesopotamia, provincias danubianas, Panonia, África y Galia. De Occidente sólo estuvieron presentes cinco representantes, entre los que destacaban dos legados del obispo de Roma y Osio de Córdoba.
Comenzaron las sesiones el 20 de mayo y terminaron el 25 de junio del 325. Constantino inauguró la asamblea, con un discurso en latín exhortando a la concordia, luego dejaría la palabra a la presidencia del Concilio que, casi con seguridad, fue desempeñada por Osio de Córdoba, cuya firma aparece en las listas en primer lugar, y tras él las de los representantes del obispo de Roma (Schatz, 32).
El obispo cordobés encarnó la ortodoxia a lo largo de la controversia arriana; a él hay que atribuir el que la política de Constantino, aún con todo su intervencionismo y su ignorancia en temas teológicos, fuera en general acertada y favorable al bien de la Iglesia (Ortíz de Urbina, 24). Las primeras actuaciones corrieron a cargo de Arrio y sus secuaces, que expusieron su doctrina de la inferioridad del Logos divino.
Tras largas deliberaciones terminó imponiéndose la tesis ortodoxa sobre la consubstancialidad del Verbo con el Padre. Defendieron esta doctrina Marcelo de Ancira (Ankara), Eustacio de Antioquía y el diácono Atanasio de Alejandría. Sobre la base del credo bautismal de la Iglesia de Cesarea se redactó un símbolo de la fe, que recogía la afirmación inequívoca de considerar al Logos como «engendrado, no hecho, consubstancial (homoousios) al Padre».
Este símbolo fue suscrito por los Padres conciliares, a excepción de Arrio y de dos obispos, Teonás y Segundo, que quedaron excluidos de la comunión de la Iglesia y desterrados.
El concilio se ocupó también de otras cuestiones de índole disciplinar. Sobre la fijación de la fecha de la Pascua estableció que debía celebrarse el domingo siguiente al primer plenilunio de primavera (domingo siguiente al 14 de Nisán, según el calendario hebreo).
Con esta disposición se conseguía unificar la praxis celebrativa de Oriente y Occidente. Unos años antes, en el concilio de Arlés (314) ya se había indicado que todos los cristianos debían celebrar la Pascua el mismo día.
El concilio promulgó también unos decretos breves, en total veinte cánones, que tratan de diversos aspectos de la vida intraeclesial. Esta legislación canónica casi siempre se propone fijar definitivamente normas jurídicas que ya estaban en uso. Los cánones, tal y como se nos han trasmitido, no están dispuestos en orden, sino colocados al azar.
Algunos cánones estaban destinados a proteger el estado clerical con unos criterios de selección que evitasen el acceso de los eunucos (c. 1) y de los neófitos al presbiterado y al episcopado (c. 2). También señala que deberán ser depuestos los lapsi, que hubieren sido promovidos a las órdenes sagradas (c. 10).
En esta misma línea de protección del clero, el c. 3 reitera la prohibición a los miembros del clero de vivir con mulieres subintroductae. salvo que sean la madre o hermanas (cf. concilio de Elvira [306], c. 27; Ancira [314], c. 19). Una importancia significativa tiene el c. 4 relativo a las elecciones episcopales.
La elección de un obispo compete a los demás obispos, o en caso de urgencia, al menos a tres obispos de la provincia, que procederán a la “imposición de las manos”. Se indica igualmente que el nuevo obispo sea confimado por el metropolitano de la provincia. Este requisito es relevante, porque si no se da esa confirmación el nuevo obispo deberá renunciar (c. 6).
El c. 6 tiene, además, un marcado interés para la historia de los patriarcados. Según este canon, el obispo de Alejandría tiene “la autoridad” (ten exusían) sobre Egipto, Libia y Pentápolis, de acuerdo con una antigua costumbre, ya que es el mismo caso de Roma (Hefele-Leclercq, I/2, 552-569). Más indefinida es la referencia que se hace a la sede de Antioquía y a sus provincias. El c. 7 establece que el obispo de Aelia o Jerusalén tenga la acostumbrada precedencia de honor, salva la dignidad del obispo metropolitano (Cesarea).
El concilio de Nicea legisla también sobre la ejemplaridad de los préstamos otorgados por los clérigos, prescribiedo que no perciban usuras por esos contratos, so pena de perder su condición clerical (c. 17) (cf. Elvira, cc. 19 y 20; Arlés [314], c. 12).
Los Padres de Nicea también se ocuparon de la readmisión de cismáticos y herejes (cc. 8 y 19) y de la penitencia pública (cc. 11, 12, 13 y 14). Llama la atención la benevolencia de los legisladores de Nicea con los pecadores, frente al rigorismo de sínodos anteriores de Elvira y Arlés. El c. 11 se ocupa de los lapsi de la última persecución de Licinio, y les impone tres años de penitencia.
Los cc. 18 y 20 son de índole litúrgica. El c. 18 determina que los diáconos reciban la comunión de manos de un obispo o de un sacerdote (cf. Arlés [314], c. 18). Por su parte, el c. 20 recuerda que la postura del orante es de pie, no de rodillas.
Por último, el concilio niceno trató también de un cisma que había dividido la Iglesia de Egipto en los comienzos del siglo IV, por obra de Melecio, obispo de Licópolis, que se había arrogado el derecho de consagrar obispos y presbíteros sin conocimiento del obispo de Alejandría, en contra de la disciplina vigente. Los Padres conciliares trataron con benignidad a los consagrados de forma irregular, autorizándoles a continuar en su actividad eclesiástica, pero ocupando un lugar a continuación de los miembros de la jerarquía regular (Epistula nicaeni concilii ad Aegyptios).
by Domingo Ramos Lisson, www.primeroscristianos.com