En el Antiguo y en el Nuevo Testamento con el nombre de Magos se hacía referencia a personas dedicadas a la magia, entendida en sentido amplio. Mateo no habla de Rey, ni han sido así definidos por los Padres de la Iglesia más antiguos. En cualquier caso, ya Tertuliano -al inicio del 200- escribió que los Magos de oriente eran considerados Reyes.
La explicación puede estar en el deseo de aplicar las profecías, como la de Isaías: «Las naciones serán guiadas por tu luz, y los reyes, por tu amanecer esplendoroso» (Is 60,3), y también la profecía de un Salmo: «Por razón de tu templo en Jerusalén Los reyes te ofrecerán dones» (Sal 68,29). Pronto, en la cristiandad se les empezó a llamar Reyes Magos, también para mostrar su importancia y, con su adoración, la sumisión de los potentes de la tierra al Dios hecho Niño.
Los personajes en cuestión eran casi con toda certeza de religión zoroastriana, y cultivaban la observación del firmamento. Posiblemente serían astrólogos, en el sentido que este nombre indicaba para su época, es decir, en su acepción sirio-babilónica, y no helénica. Recordamos que en el origen de la tradición mesopotámica las apariciones del cielo eran vistas como algo para reflexionar y, en ocasiones, como una anticipación de lo que iba a suceder en la tierra, pero sin implicaciones de carácter casual y astrolátrico.
De los Magos no se conoce el número: la tradición cristiana representa dos en un fresco del siglo IV en las catacumbas de san Marcelino y san Pedro en Roma. Con respecto a los nombres de los Reyes, a partir del siglo VII, se encontraron fuentes a favor de los nombres Gaspar, Melchor y Baltasar, como refiere el venerable Beda (673-735), quien también señala que el tercero era negro.
Sus presuntos restos se encontaron en Persia, fueron transportados a Constantinopla por santa Elena o por el emperador Zenon, y posteriormente transferidos a Milán en el siglo V. Después fueron llevados definitivamente a Colonia en el siglo XII, donde existe hasta ahora un sepulcro objeto de gran veneración.