En la vigilia de oración por la paz, el 7 de septiembre, el Papa Francisco se ha hecho cuatro preguntas: qué mundo deseamos, en qué mundo vivimos, si nos preocupamos por los demás, si somos capaces de seguir el camino de la paz.
La Biblia nos presenta un mundo bueno y armonioso, salido de Dios (cf. Gn 1, 12, 18, 21 y 25), donde los seres humanos formen una sola familia, marcada por relaciones de fraternidad real, y no sólo de palabra, todo ello como reflejo de la relación con Dios. “El mundo de Dios –señala el Papa Francisco– es un mundo en el que todos se sienten responsables de todos, del bien de todos”: “ ¿No es ése –amplia su pregunta– el mundo que todos llevamos dentro del corazón?” Es decir, ¿no deseamos un mundo de armonía y de paz, con nosotrosmismos, entre nosotros y con todos, en las familias y las ciudades, en y entre las naciones. ¿Y no es la verdadera libertad aquella orientada al bien de todos, al amor en el mundo?
Segunda pregunta, más comprometedora, que nos invita a mirar la realidad. Ciertamente, observa el Papa, “la creación conserva su belleza que nos llena de estupor, sigue siendo una obra buena. Pero también hay ‘violencia, división, rivalidad, guerra’”. Y esto no sucede sin causas: “Esto se produce cuando el hombre, vértice de la creación, pierde de vista el horizonte de belleza y de bondad, y se cierra en su propio egoísmo”. La falta de paz tiene una raíz personal.
En otras palabras: “Cuando el hombre piensa sólo en sí mismo, en sus propios intereses y se pone en el centro, cuando se deja fascinar por los ídolos del dominio y del poder, cuando se pone en el lugar de Dios, entonces altera todas las relaciones, arruina todo; y abre la puerta a la violencia, a la indiferencia, al enfrentamiento”.
Pues bien, añade el Papa: eso es exactamente lo que quiere hacernos comprender el pasaje del Génesis en el que se narra el pecado del ser humano. Como consecuencia, “el hombre entra en conflicto consigo mismo, se da cuenta de que está desnudo y se esconde porque tiene miedo (Gn 3,10), tiene miedo de la mirada de Dios; acusa a la mujer, que es carne de su carne (v. 12); rompe la armonía con la creación, llega incluso a levantar la mano contra el hermano para matarlo”. La falta de paz con Dios se traduce en la falta de paz con uno mismo, con los demás y con el mundo.
Por tanto –deduce–, no podemos decir simplemente que de la armonía se pasa a una “desarmonía”; sino que se cae en el caos y la violencia, la rivalidad, el enfrentamiento y el miedo. Y es en medio de ese caos donde surge la siguiente pregunta, como respuesta evasiva a la pregunta tremenda de Dios (“¿Dónde está tu hermano?”).
“¿Soy yo el guardián de mi hermano?”, dice Caín (Gn 4, 9). Y responde el Papa Francisco: “Sí, tú eresel guardián de tu hermano. Ser persona humana significa ser guardianes los unos de los otros. Sin embargo, cuando se rompe la armonía, se produce una metamorfosis: el hermano que deberíamos proteger y amar se convierte en el adversario a combatir, suprimir”.
De nuevo nos invita a posar la mirada en la situación actual, en los conflictos y guerras que jalonan sistemáticamente nuestra historia y nuestra realidad: “En cada agresión y en cada guerra hacemos renacer a Caín. ¡Todos nosotros! Y también hoy prolongamos esta historia de enfrentamiento entre hermanos, también hoy levantamos la mano contra quien es nuestro hermano”.
No se trata sólo de quienes hacen la guerra. No, todos tenemos responsabilidad. A “todos nosotros” nos afectan en alguna medida las actitudes que se oponen a la paz: “También hoy nos dejamos llevar por los ídolos, por el egoísmo, por nuestros intereses”.
Y no es que vayamos mejorando. Lo dice el Papa Francisco en el climax de su alocución sobre la paz, aludiendo también a pueblos, naciones y civilizaciones: “Esta actitud va a más: hemos perfeccionado nuestras armas, nuestra conciencia se ha adormecido, hemos hecho más sutiles nuestras razones para justificarnos. Como si fuese algo normal, seguimos sembrando destrucción, dolor, muerte. La violencia, la guerra traen sólo muerte, hablan de muerte. La violencia y la guerra utilizan el lenguaje de la muerte”.
Y evoca la petición por la paz, en mayo de 2000, por parte de los representantes de las religiones, en la Plaza de Mayo de Buenos Aires.
¿Es posible seguir el camino de la paz?, se ha preguntado finalmente. Y ha respondido que sí, que es posible, para los cristianos y para las personas de buena voluntad (incluyendo a tantos seguidores de las religiones, que deben rechazar la violencia), mirando a la Cruz de Cristo: “Allí se puede leer la respuesta de Dios: allí, a la violencia no se ha respondido con violencia, a la muerte no se ha respondido con el lenguaje de la muerte. En el silencio de la Cruz calla el fragor de las armas y habla el lenguaje de la reconciliación, del perdón, del diálogo, de la paz”.
Pero atención, esa mirada a la Cruz pide autenticidad, coherencia, examen de conciencia y cambio de actitudes (¡conversión!). Un cambio que se requiere de cada uno, y de modo más directo de aquellos –grupos, naciones, gobiernos, etc.– que son inmediatamente responsables de la paz.
A nosotros, a ellos, les dice el Papa Francisco: “Sal de tus intereses que atrofian tu corazón, supera la indiferencia hacia el otro que hace insensible tu corazón, vence tus razones de muerte y ábrete al diálogo, a la reconciliación; mira el dolor de tu hermano —pienso en los niños, solamente en ellos…—, mira el dolor de tu hermano, y no añadas más dolor, detén tu mano, reconstruye la armonía que se ha roto; y esto no con la confrontación, sino con el encuentro”.
Y es que –conclusión dramática– “la guerra significa siempre el fracaso de la paz, es siempre una derrota para la humanidad”. Una conclusión que, en positivo, interpela la vida y la convivencia cotidianas, las relaciones familiares y sociales, la educación de la paz y para la paz, que no puede separarse de la justicia y del sacrificio, de la clemencia, la misericordia y la caridad (cf. Pablo VI, Discurso a las Naciones Unidas, 4-X-1965 y Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, 1976). Se trata de vivir como “hombres y mujeres de reconciliación y de paz”.
En resumen, la paz es un bien grande que hay que pedir (primero a Dios, porque es undon suyo)(*), que hay que vivir por dentro y por fuera, y que hay que educar comenzando también por uno mismo; pues, como estamos redescubriendo en nuestro tiempo, se enseña primero con lo que se es, luego con lo que se hace y con lo que se dice.
(*) A fecha de hoy esa llamada del Papa, unida al clamor de los hombres y mujeres de buena voluntad en todo el mundo y al trabajo de los responsables en diversas áreas, ha hecho surgir una iniciativa de solución del conflicto en Siria, una vía de paz que es motivo de agradecimiento al Señor de las Naciones.