“Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su salvación eterna, sufren una purificación después de su muerte, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en el gozo de Dios" Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1054.
Hallamos indicios preciosos en la Escritura, que sirven de base para la doctrina de purificación postmortal. Por una parte, está la insistencia bíblica en la santidad de Dios, que reclama del hombre una cierta preparación para acceder a la presencia divina .
La ley del Antiguo Testamento sobre la pureza legal estaba encaminada a inculcar esta idea en el pueblo elegido , al estipular a quienes debían participar en el culto, ritos previos de purificación. En la predicación de Jesús también encontramos la misma invitación fundamental:
“Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” . Dios santo pide -y facilita- una santidad correspondiente en el hombre. Es razonable pensar que, si una persona muere libre de pecado mortal pero sin haber coronado su camino de santidad -“la santificación, sin la cual la cual nadie puede ver a Dios" -, su historia de perfeccionamiento prosiga tras la muerte.
Además, la Sagrada Escritura refrenda la práctica de oración de impetración que hacen los vivos por los muertos: ‘santo y saludable es el pensamiento de orar por los difuntos para que queden libres de sus pecados’ (Cfr. 2 Macabeos 12, 45-46). Los cristianos, ya desde los primeros siglos, vivieron esta práctica, expresión de su fe en la comunión de los santos.
“La Iglesia de los peregrinos desde los primeros tiempos del cristianismo tuvo perfecto conocimiento de esta comunión de todo el Cuerpo Místico de Jesucristo, y así conservó con gran piedad el recuerdo de los difuntos, y ofreció sufragios por ellos" Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, 50.
Los creyentes se sentían movidos a ofrecer esas oraciones, además, al comprobar que en la vida real diferentes personas alcanzan grados diversos de santidad: algunas, un grado tan alto que, nada más morir, son tratadas espontáneamente por los fieles como intercesores ante Dios; y otras que, aun habiendo vivido cristianamente, son encomendadas a la misericordia divina, para que sean admitidas al descanso eterno .
La doctrina del purgatorio nos recuerda que, para un sujeto con uso de libertad, una cierta preparación –acompasada por la gracia- es necesaria para ser admitido al consorcio trinitario. Hay un camino que recorrer que, si no llega a consumarse en esta vida, debe terminarse luego. El misterio de maduración postmortal es sumamente congruente con la santidad, justicia y amor de Dios.
"El purgatorio es una misericordia de Dios, para limpiar los defectos de los que desean identificarse con Él"S. Josemaría Escrivá, Surco, 889 .
Así, el individuo que muere en gracia pero con imperfecta santidad ya está salvado, pero su plena comunión con la Trinidad queda retrasada mientras no posea la suficiente madurez en el amor y la santidad (aunque la dilación no se puede medir con categorías terrenas: segundos, minutos, meses, años, siglos...).
El retraso implica, para el difunto, una experiencia dolorosa y gozosa a la vez. Se ve a sí mismo unido a Cristo, pero no cabalmente cristificado todavía. La plena comunión con el Señor, con el Padre y con el Espíritu Santo, está ya casi al alcance, al no interponerse ningún obstáculo permanente; sin embargo, el sujeto se percibe a sí mismo inmaduro para tal consorcio.
Su amor se traduce entonces en dolor, por la tardanza del encuentro con el Amado. Sta. Catalina de Génova (s. XV) afirma que el fuego que experimentan el alma en el purgatorio no es otro que la pena que brota al comprobar, por una parte, que ningún pecado serio obstaculiza la unión con Dios, y al descubrir, por otra, que el estado de santidad imperfecta impide acercarse plenamente . Se trata, pues, de una pena de retraso; del amor nace el dolor, y el mismo dolor perfecciona finalmente el amor.
La Iglesia, en sus ritos funerales y sus oraciones por los muertos, así como en la celebración del Día de Todos los difuntos, recuerda a los fieles el valor de los sufragios por los muertos. Realmente es posible esta sobrenatural comunicación de bienes, gracias a la comunión de los santos. El hecho nos recuerda nuestra realidad como seres-en-relación:
“Ningún ser humano es una mónada cerrada en sí misma... Nadie se salva solo... Mi intercesión en modo alguno es algo ajeno para el otro, algo externo, ni siquiera después de la muerte. En el entramado del ser... mi oración por él... puede significar una pequeña etapa de su purificación” Benedicto XVI, Carta encíclica Spe salvi, 48.
La eficacia de las oraciones de los vivos por los difuntos se comprende mejor a la luz de la pertenencia de los cristianos a Cristo. El Señor, desde su sede a la derecha del Padre, ora incesantemente por los vivos y muertos; y los que están incorporados a Él pueden pedir juntamente con Él: Vox una, quia caro una, dice S. Agustín . Como parte del “Cristo Total” –según la terminología agustiniana -, los cristianos podemos rezar por los difuntos con la seguridad de que el Padre nos escucha.
by J. José Alviar www.primeroscristianos.com