La figura del sacerdote casado existe ya en las Iglesias católicas orientales, así como, en los ordinariatos anglicanos creados por Benedicto XVI. Por eso, muchas personas vieron en el reciente sínodo de la Amazonía una ocasión de oro para que el papa Francisco diera un empujón definitivo al sacerdocio de personas casadas, tras un milenio de restricciones y otro de prohibición en el rito latino. No ha sido así. Francisco ha optado por mantener una larga y preciosa tradición de la Iglesia que venera el celibato sacerdotal como un don especial del Espíritu Santo a ciertas personas para el servicio de la Iglesia y la humanidad que conviene proteger incluso a costa de que se reduzca el número de sacerdotes.
Pero ¿qué aporta el celibato a la Iglesia católica y a la humanidad para que los últimos papas lo hayan protegido y protejan con uñas y dientes? ¿Por qué Benedicto XVI, que ha estado callado desde que renunció, decidió romper su silencio en defensa del celibato junto con el cardenal Sarah?
En mi opinión, una versión acertada y profunda a esta cuestión, es la que explica que una persona célibe no se casa porque considera a todos los seres humanos sus hermanos, y por eso cualquier relación carnal se convertiría, por definición, en incestuosa. Sí, para una persona espiritualmente célibe, casarse es incestuoso porque todo cónyuge sería antes hermano que cónyuge.
La persona célibe no desprecia el matrimonio, lo valora en mucho, pero lo trasciende. El celibato encumbra el matrimonio, resalta su sacramentalidad. Por eso, el matrimonio más sublime fue el matrimonio virginal de María y José. Sin institución matrimonial, no hay celibato; y sin celibato, el matrimonio fácilmente se banaliza; sin matrimonio, solo existe pura soltería. La soltería es prematrimonial; el celibato transmatrimonial. La persona célibe ama a todos por igual, con la lógica correspondencia con los seres más próximos: sus padres, familiares y amigos. Pero el célibe religioso no puede elegir un amor en exclusiva distinto de Dios mismo. El celibato de un creyente es una suerte de enamoramiento de lo divino. La persona célibe dirige todo su eros, es decir su deseo de amor posesivo, hacia Dios, y desde Dios, a los demás. Este tipo de persona célibe quiere amar como solo Dios ama: a todos, infinitamente, y por igual. La persona casada ama a Dios en su cónyuge; la célibe a todos en Dios.
Así entendido, el celibato contribuye a la espiritualización del mundo de una forma diferente a como lo hace el matrimonio. El matrimonio forma familias; el celibato protege y fortalece la humanidad como familia. El matrimonio se centra en el amor particular; el celibato, en el amor universal. El celibato es don que humaniza el amor divino. El matrimonio cristiano, en cambio, es sacramento que diviniza el amor humano.
El celibato es fuente de amor, comunión fraterna y servicio desinteresado a la humanidad. La persona espiritualmente célibe ve el mundo de arriba abajo, desde la cima del monte, se mueve desde lo espiritual a lo material; la casada, en cambio, ve el mundo de abajo arriba, desde la ladera del monte: se mueve desde lo material a lo espiritual. Por eso, la persona célibe suele admirar el desvelo, la virtud y la capacidad de sacrificio de la persona casada; la persona casada, en cambio, admira la capacidad contemplativa de la célibe, su desprendimiento total, incluso viviendo en medio del mundo, y su deseo de entregarse a cada ser humano, a cada hijo de Dios, sin distinción de raza, color, religión.
En mi opinión, el mundo y la Iglesia católica necesitan del celibato, se enriquecen con él. Por eso, quizás el papa ha decidido proteger este tesoro profético en una sociedad marcadamente pragmática y materialista que ha trivializado el matrimonio. La perfecta redención del eros se alcanza privilegiando el agape.
Rafael Domingo Oslé es profesor investigador en el Centro de Derecho y Religión de la Universidad de Emory y profesor de derecho en la Universidad de Navarra. Las opiniones expresadas en esta columna son exclusivas del autor.