¿Cuántos días duró el viaje de María y José desde Nazaret a Belén?

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De Nazaret a Belén – El agotador viaje de María y José

El camino, en no muy buenas condiciones, lo harían en cuatro o cinco jornadas, con un borrico que cargaba con las vituallas y la ropa; a veces llevaría a la Virgen sobre sus lomos. Se unirían a alguna pequeña caravana que se dirigía a Jerusalén, última etapa antes de llegar al lugar de sus antepasados.

Un periplo 156 kilómetros que representó una auténtica prueba para la pareja en una época en la que los caminos no estaban pavimentados –aunque sí lo estuvieran en buena parte del Imperio romano– y cuando el único medio de transporte disponible era el asno o el camello.

 

EL EMPADRONAMIENTO DE CIRINO

San Lucas tuvo un gran interés en situar el nacimiento de Cristo, el acontecimiento más grande de la humanidad, en un lugar preciso –en Belén de Judá– y en un momento de la historia determinado: como no dispone de otra referencia, nos dirá que nació en tiempos de César Augusto, emperador de Roma, reinó del 30 a.C. al 14 d.C..

En concreto, en los días en que se promulgó un edicto del emperador para que se empadronase todo el mundo. Este censo fue un acontecimiento social y político y era bien conocido en los años en que escribe el evangelista.

Existían razones muy diversas para que la administración del Imperio quisiera disponer de un censo al día de la población. Entre otras, para el cobro de los impuestos. En Judea, este primer empadronamiento fue hecho cuando Cirino era gobernador de Siria:

El censo a que se refiere el evangelio se debe, como en él se dice, a un intento general de empadronar la población del Imperio, al menos en su zona oriental, de acuerdo con las disposiciones del emperador Augusto. En él entraban también los Estados asociados, como era el reino de Herodes.

Debió comenzar hacia el año 7 a.C., siendo Saturnino gobernador de Siria, y continuó después bajo el gobierno de Varo al final del reinado de Herodes, para concluir en los tiempos de P. Sulpicio Cirino (año 6 d.C.) con el cambio de administración. Se urgió y extremó minuciosamente su realización, ya que a partir de ese momento serviría de referencia para el tributo personal; esto motivó que los judíos se lo tomaran más en serio.

Este censo llevó, por tanto, en Judea el nombre de Cirino, y así lo cita el evangelio, aunque de hecho hubiera comenzado con anterioridad, incluso algunos años antes del nacimiento de Jesús.

El hecho de que el evangelio de Lucas lo señale como motivo del viaje desde Nazaret a Belén supone, en efecto, que se trataba de un censo anterior al directamente relacionado con el tributum capitis, puesto que afectaba por igual a los habitantes de Judea y Galilea (J. GONZÁLEZ ECHEGARAY, Arqueología y evangelios, pp. 69-70).

Roma, por otra parte, respetaba los censos locales. Por eso el empadronamiento se llevaría a cabo según la costumbre judía por la cual cada cabeza de familia iba a empadronarse al lugar de origen.

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Dios se sirvió de este decreto del emperador romano para que María y José se encaminaran a Belén y allí naciera el Mesías, como había sido anunciado por los profetas.

La Virgen comprendió enseguida que aquel empadronamiento era providencial en su vida: las palabras del ángel, guardadas en su corazón como un tesoro, la movían a meditar las Escrituras de un modo nuevo, como nadie antes lo había hecho. El mensaje del ángel iluminaba los pasajes oscuros o incompletos del texto sagrado.

Había vivido tres meses en casa de Isabel y de Zacarías, quien, como sacerdote, poseía una cultura que le permitía acceder directamente al texto sagrado. María, Isabel y él mismo tenían profundas razones para buscar en ellas un sentido más pleno. La Virgen comprendería a su vez cómo en las Escrituras se hablaba siempre de una mujer en relación directa con la llegada del Mesías.

Al comienzo del Génesis se dice que de la descendencia de una mujer saldría quien aplastará la cabeza de la serpiente. Por su parte, Isaías había profetizado: Una virgen concebirá y alumbrará un hijo, que se llamará Emmanuel. Y casi al mismo tiempo, el profeta Miqueas señala al Mesías con estas palabras: la que ha de parir, parirá... Siempre se habla de una mujer, jamás de un varón.

Y eso en un pueblo para el que la figura del padre lo era todo o casi todo, y donde las mujeres carecían de importancia en el mundo social e, incluso, religioso.  La Virgen sabía que su Hijo debía nacer en Belén. Habría leído y escuchado muchas veces los textos del profeta Miqueas:

Y tú, Belén, tierra de Judá, de ninguna manera eres la menor entre las tribus de Judá, pues de ti saldrá un caudillo que apacentará a mi pueblo, Israel...

Pocos meses después, los entendidos en la Ley consultados por Herodes, a la llegada de los Magos, sobre el lugar en el que según las Escrituras debería nacer el Mesías, contestaron sin vacilar que vendría al mundo en Belén de Judá.

María sabía que su Hijo era también Hijo de David. Este apelativo se convirtió en el más popular de los títulos mesiánicos. Los enfermos y las multitudes lo repetirán con frecuencia en el curso de la vida pública de Jesús. Y Él lo aceptará; únicamente añadirá que es también el Hijo de Alguien más grande que David.

María tenía puesto su corazón en Belén, donde había de nacer su Hijo.

Y allí se dirigió con José, llevando lo imprescindible. El camino, en no muy buenas condiciones, lo harían en cuatro o cinco jornadas, con un borrico que cargaba con las vituallas y la ropa; a veces llevaría a la Virgen sobre sus lomos. Se unirían a alguna pequeña caravana que se dirigía a Jerusalén, última etapa antes de llegar al lugar de sus antepasados.

En esta ciudad entrarían en el Templo, pues ningún israelita piadoso dejaba de hacerlo. ¡Quién podrá imaginar la oración de la Virgen en aquel Santuario, llevando en su seno al Hijo del Altísimo!

Casi dos horas más de camino y ya estaban en Belén. Pero allí no encontraron dónde instalarse. Hemos de pensar en el cansancio –la Virgen está ya a punto de dar a luz–, en el polvo de aquellas rutas, en las comidas hechas al paso muchas veces... No hubo lugar para ellos en la posada, dice San Lucas con frase escueta.

 

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