Evidentemente, no gritó para llamar la atención, sino como consecuencia refleja de la percepción instantánea de un dolor de fortísima e inefable intensidad, causado por un infarto masivo incluso, como se ha dicho, con rotura de la pared del miocardio.
Esta rotura se puede producir por una valvulopatía coagulopática (cierre anormal de una válvula cardíaca por un coágulo), aunque este fenómeno requiere de una pared cardíaca extremadamente debilitada.
La Creación entera se estremece ante el grito de la Redención: "En ese momento, el velo del Templo se rasgó en dos partes, de arriba abajo; la tierra tembló y las rocas se quebraron" (Mt 27, 51).
Tras tres horas de penumbra, debió impresionar la fuerte voz de Jesús. "El centurión y lo que con el custodiaban a Jesús, al ver el terremoto y lo que pasaba, tuvieron mucho miedo y decían: «Verdaderamente éste era el Hijo de Dios»" (Mt 27, 51).
La causa de muerte responde a muchos factores, pero el sistema más afectado es el sistema cardiorrespiratorio por:
1. La enorme tensión emocional y descarga nerviosa intensa que provoca taquicardia, y reconducción del flujo sanguíneo.
2. Shock hipovolémico provocado por las hemorragias y, quizás en parte, séptico(infeccioso).
3. Arritmias cardiacas, por taquicardia elevada, sobrecarga del corazón y alteración del potasio en sangre.
4. Insuficiencia cardiaca que produce edema (derrame de líquidos) pericárdico y pulmonarsecundarios que podrían reducir progresivamente el intercambio gaseoso en el pulmón y la contractilidad del corazón.
5. Asfixia provocada por el edema pulmonar y por la postura del crucificado que limita la eficacia del ciclo respiratorio
6. No puede olvidarse la presencia de trombos circulantes que pueden obstruir arterias de órganos vitales. Es posible la instauración de infarto de miocardio y de una alteración de las válvulas del corazón por presencia de coágulos, que elevan el riesgo de rotura de tabique cardiaco. En este sentido, la presencia de un estado de hipercoagulabilidad pudo contribuir a la formación de trombos que detuvieran la circulación coronaria y produjeran un infarto agudo de miocardio.
Otras causas que no afectan directamente al sistema cardiorrespiratorio son la insuficencia renal, la hiperbilirrubinemia e hiperuremia con efectos graves en el sistema nervioso central.
El evangelista dice que Jesús clamó con fuerte voz dos veces en la cruz. "Hacia la hora nona clamó Jesús con fuerte voz: «Dios mío, Dios mío, ¿porqué me has abandonado?»" (Mt. 27, 45-46), palabras que corresponden a las del inicio del Salmo 22, y son, contra lo que puede parecer, una expresión de confianza en el Todopoderoso.
Este primer grito pudiera ser debido a un primer episodio anginoso, posiblemente trombótico, que pudiera bloquear una arteria coronaria grande. Debido a las muchas conexiones que se establecen entre los vasos sanguíneos, además de la dilatación de arterias por óxido nítrico, es posible que el efecto del primer infarto fuera transitorio.
Se pudo haber producido un primer dolor agudo referido al lado izquierdo del brazo, cuello y tórax, que pudo haberse resuelto por autorregulación.
El hecho de que Jesús gritara por segunda vez en voz alta y luego dejara caer su cabeza y muriera (Jn 19, 30), sugiere la posibilidad de una muerte súbita por infarto masivo, rotura cardíaca o arritmia letal.
Parece muy posible que el dolor extremadamente intenso acompañara al Señor hasta el último instante de su vida. No tuvo un tiempo de agonía exento de dolor, antes bien al contrario, el agudísimo dolor de infarto de corazón, como decíamos antes, pudiera haber sido la causa que le obligara a lanzar ese último grito estremecedor.
Escribe San Juan,"E inclinando la cabeza, entregó su espíritu" (Jn 19, 30). Es posible que la cabeza la inclinara hacia el lado derecho, y que ocluyera los dientes y cerrara los ojos con fuerza en un intento de reflejo de retracción o de alejamiento de la zona dolorosa, que se refiere al cuello, hombro, brazo y mano izquierdos, dolor bien característico de la angina de pecho e infarto.
También es probable que se produjera una arritmia cardíaca fatal, a la que pudo contribuir la elevada concentración de potasio en sangre. Permanece la incertidumbre de si la muerte de Jesús fue debido a una rotura cardíaca, a un fallo cardiorrespiratorio o a un edema pulmonar agudo, o las tres cosas al mismo tiempo.
De modo resumido, podemos decir que, posiblemente, Jesús murió por asfixia directa de agotamiento muscular, y por asfixia indirecta, secundaria a una insuficiencia cardiaca. Esta insuficiencia pudo provocar un edema pulmonar agudo. El edema pleural y pericárdico (acumulación de líquido acuoso en la cavidad torácica), explica la salida de agua tras la lanzada del centurión.
Con todo esto presente, no se puede dejar de considerar la inmensa fortaleza de la naturaleza humana de Cristo. Solamente el hecho de sobrevivir a la flagelación, e inmediatamente después hablar a Pilato con la lucidez, y claridad meridianas que nos narran los Evangelios, indican, sin duda alguna, que Jesús era un hombre de una excepcional constitución somática, física, intelectual y espiritual.
Nada más expirar, el cuerpo de Jesús debió quedarse lívido, blanco con los síntomas de rigidez muscular propios del rigor mortis: la cara se estira y la nariz se alarga, al tiempo que los pómulos se hunden. Los ojos pudieron quedar entreabiertos y la boca a medio cerrar, los labios lívidos, posiblemente mostrando parte de la lengua posiblemente llagada.
Las muñecas y los pies se desplomaron por el peso muerto del cuerpo de Jesús, y posiblemente, las rodillas pudieron encogerse y las piernas girar, ambas hacia el mismo lado, alrededor del clavo, al recibir en el empeine el peso total del Cadáver.
"[...] uno de los soldados le traspasó el costado con la lanza, y al instante salió sangre y agua" (Jn 19, 33). Los soldados romanos estaban especialmente entrenados en atacar con la lanza el tórax derecho del adversario. Sabían que si lograban atravesar esa zona del cuerpo se producía una rápida y gran hemorragia.
La punta atraviesa primero los espacios pleurales y pericárdicos, y luego el corazón derecho, de pared relativamente delgada y al que aboca la sangre venosa, procedente de las dos venas cavas. Solamente de esta parte del tórax se puede obtener flujo de sangre abundante por perforación. La lanza pudo muy bien pasar por el cuarto o quinto espacio intercostal, de abajo hacia arriba, sin romper ninguna costilla.
San Juan narra en su evangelio que primero salió sangre y luego agua, estableciendo una secuencia que tenía una muy especial significación para aquel joven, valiente y enamorado discípulo de Jesús, único apóstol que después de la Última Cena estuvo presente en la Crucifixión. San Juan viene a señalar de manera bien patente y gráfica la entrega de Jesús: hasta la "última gota" de Su sangre.
Desde un punto de vista fisiológico, si la presión de la aurícula derecha del corazón y de las venas cavas hubiera sido mayor que la presión de los líquidos edematosos de los amplios espacios intersticiales pulmonares y cardiacos, es perfectamente razonable que, al retirar la lanza, primero saliera sangre y luego agua.
Además, la propia rigidez cadavérica pudiera haber ocasionado que un gran volumen de sangre procedente de las extremidades inferiores y del abdomen -intensamente contraidos por el rigor mortis- se desplazara hacia los amplios espacios venosos, sobre todo, a grandes cavas y desde luego, a la aurícula derecha.
Antes de descender el cuerpo de la cruz, era costumbre de los judíos envolver con un sudario o paño la cabeza del difunto, sobre todo si ésta estaba especialmente desfigurada.
Al colocar el cadáver de Jesús en posición horizontal, y favorecido por la propia rigidez cadavérica, es posible que parte del líquido del edema pulmonar y pleural saliera al exterior por la boca y las fosas nasales, mojando el sudario colocado alrededor de la cabeza. Este líquido podría tener partículas de sangre, lo cual es común en personas muertas por edema pulmonar agudo (encharcamiento pulmonar).
Cuando José de Arimatea desclava a Jesús de la Cruz y desciende hasta el suelo el cuerpo inerte de Jesús, lo sostiene en sus brazos, le quita la corona de espinas, y quizá en el cuello y en los hombros de Jesús pudiera percibir el agradable aroma de nardo legítimo, de gran valor, que una mujer generosamente derramó sobre su cabello pocos días antes de la Pasión (Mt 26, 7).
José de Arimatea, con la ayuda de Nicodemo y Juan, deposita el cadáver en el sepulcro, retira el sudario según la costumbre judía, y se envuelve en dos planos (anterior y posterior), el cuerpo de Jesús con una sábana nueva, dice el Evangelio (Mt 27, 59), impregnada de mirra y áloe (Jn 19, 39).
La observación forense del cadáver de Jesús revelaría, por lo tanto: signos propios de hipoxia; hemorragia masiva y shock hipovolémico; palidez de mucosas y de órganos internos tales como pulmones, hígado, riñones y grandes vasos arteriovenosos; signos de asfixia en cerebro y pulmones compatibles con agonía prolongada.
Si tenemos en cuenta que la lanzada que atravesó el pulmón y el corazón derecho de Jesús se produjo después de que el Señor hubiera muerto, se constataría en el cadáver la ausencia de lesiones mortales, es decir, lesiones que por afectar a un órgano vital producirían la muerte de inmediato.
La muerte de Jesús es el resultado de un largo proceso agónico que ha durado unas doce o trece horas: aproximadamente desde la dos de la madrugada de la noche del jueves (el canto del gallo y la negación de Pedro es hacia las tres de la madrugada y la Agonía del Huerto sucedió poco tiempo antes), hasta las tres del mediodía - la hora nona - del viernes siguiente.
Santiago Santidrián
Catedrático de Fisiología de la Facultad de Medicina de la Universidad de Navarra
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