María, Madre de Jesús y Madre de Dios - "Theotokos"

María, Madre de Jesús y Madre de Dios - "Theotokos"

La contemplación del misterio del nacimiento del Salvador ha impulsado al pueblo cristiano no sólo a dirigirse a la Virgen santísima como a la Madre de Jesús, sino también a reconocerla como Madre de Dios

En la primera comunidad cristiana, mientras crece entre los discípulos la conciencia de que Jesús es el Hijo de Dios, resulta cada vez más claro que María es la Theotokos, la Madre de Dios. Se trata de un título que no aparece explícitamente en los textos evangélicos, aunque en ellos se habla de la «Madre de Jesús» y se afirma que él es Dios [56]. Por lo demás, presentan a María como Madre del Emmanuel, que significa Dios con nosotros [57]. Ya en el siglo III, como se deduce de un antiguo testimonio escrito, los cristianos de Egipto se dirigían a María con el nombre de laTheotokos [58].

En el siglo IV, el término Theotokos ya se usa con frecuencia tanto en Oriente como en Occidente. La piedad y la teología se refieren cada vez más a menudo a ese término, que ya había entrado a formar parte del patrimonio de fe de la Iglesia. Por ello se comprende el gran movimiento de protesta que surgió en el siglo V cuando Nestorio puso en duda la legitimidad del título «Madre de Dios» [59]. Esa verdad fue profundizada y percibida, ya desde los primeros siglos de la era cristiana, como parte integrante del patrimonio de la fe de la Iglesia, hasta el punto de que fue proclamada solemnemente en el año 431 por el concilio de Efeso. Cuando proclama a María «Madre de Dios», la Iglesia profesa con una única expresión su fe en el Hijo y en la Madre. Con la definición de la maternidad divina de María los Padres conciliares querían poner de relieve su fe en la divinidad de Cristo.

Las dificultades y las objeciones planteadas por Nestorio nos brindan la ocasión de hacer algunas reflexiones útiles para comprender e interpretar correctamente ese título. La expresión Theotokos,que literalmente significa «la que ha engendrado a Dios», a primera vista puede resultar sorprendente, pues suscita la pregunta: ¿cómo es posible que una criatura humana engendre a Dios? La respuesta de la fe de la Iglesia es clara: la maternidad divina de María se refiere sólo a la generación humana del Hijo de Dios y no a su generación divina. El Hijo de Dios fue engendrado desde siempre por Dios Padre y es consustancial con él. Evidentemente, en esa generación eterna María no intervino para nada. Así pues al proclamar a María «Madre de Dios», la Iglesia desea afirmar que ella es la «Madre del Verbo encarnado, que es Dios». Su maternidad, por tanto, no atañe a toda la Trinidad, sino únicamente a la segunda Persona, al Hijo, que, al encarnarse, tomó de ella la naturaleza humana.

«La maternidad es una relación entre persona y persona: una madre no es madre sólo del cuerpo o de la criatura física que sale de su seno, sino da la persona que engendra. Por ello, María, al haber engendrado según la naturaleza humana a la persona de Jesús que es persona divina, es Madre de Dios (...) En la Theotokos la Iglesia, por una parte, encuentra la garantía de la realidad de la Encarnación, porque "si la Madre fuera ficticia, sería ficticia también la carne (...) y serían ficticias también las cicatrices de la resurrección" [60]. Y, por otra, contempla con asombro y celebra con veneración la inmensa grandeza que confirió a María Aquel que quiso ser hijo suyo. La expresión «Madre de Dios» nos dirige al Verbo de Dios, que en la Encarnación asumió la humildad de la condición humana para elevar al hombre a la filiación divina. Pero ese título, a la luz de la sublime dignidad concedida a la Virgen de Nazaret proclama también la nobleza de la mujer y su altísima vocación» [61]. En suma, Dios trata a María como persona libre y responsable, no lleva a cabo la Encarnación de su Hijo sino después de haber obtenido su consentimiento y, así, «en María el Espíritu Santo realiza el designio benevolente del Padre. La Virgen concibe y da a luz al Hijo de Dios con y por medio del Espíritu Santo. Su virginidad se convierte en fecundidad única por medio del poder del Espíritu y de la fe» [62].

A partir del siglo V, poco después que el Concilio de Éfeso proclamara a María con el título deTheotokos, se comienza a atribuirla el título de Reina. Precisamente en la escena de la adoración de los Magos, san Mateo presenta a María a sus lectores judíos, implícta pero claramente, como la nueva gebiráh del reino mesiánico que Jesús va a instaurar con su venida al mundo. En efecto, si nos centramos en los aspectos marianos de este pasaje, advertimos dos características muy significativas. Por una parte, todo el pasaje de los Magos está centrado en el homenaje que se desea rendir al «Rey de los judíos»; un rey de la estirpe de David y profetizado como Rey-Mesías en el AT [63]. Y, por otra, la protagonista es María y el Niño, sabiendo que san Mateo tiene como protagonista de su Evangelio de la Infancia a san José. Aquí desaparece de la escena del relato, y no es razonable suponer que el santo Patriarca estuviera ausente en un momento tan importante y delicado.

«En la corte de Judá, la madre del rey ocupa un lugar honorífico y goza de ciertas prerrogativas. Se la llamará gebiráh [64], la que da origen al héroe (geber) que es el rey [65]. Betsabé será la primera "gran dama" en Israel. Sin que se pueda precisar exactamente su poder, está claro —si se compara la postración que hace ante David, su esposo [66], con la que recibe de Salomón, su hijo [67]—; que después de la muerte de David se transformaron por completo su relación con el poder real y su dignidad. A continuación, al comienzo de cada reinado en Judá, el autor del libro de los Reyes anotará con cuidado, al lado del nombre del rey, el nombre de su madre» [68]. Por esto, muchos estudiosos ven en estos dos detalles una intención teológica del hagiógrafo, que asocia a María en la función regia de su Hijo, como Madre del Rey [69].

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[56] Cfr Ioh 20,28; cfr 5,18; 10,30.33. 
[57] Cfr Mt 1,22-23. 
[58] Concretamente con esta oración que se recoge en la Liturgia de las Horas: «Bajo tu amparo nos acogemos, santa Madre de Dios: no desoigas la oración de tus hijos necesitados; líbranos de todo peligro, oh siempre Virgen gloriosa y bendita». En la mitología pagana a menudo alguna diosa era presentada como madre de algún dios. Por ejemplo, Zeus, dios supremo, tenia por madre a la diosa Rea. Ese contexto facilitó, tal vez, en los cristianos el uso del título Theotokos, «Madre de Dios», para la madre de Jesús. Con todo, conviene notar que este título no existía, sino que fue creado por los cristianos para expresar una fe que no tenia nada que ver con la mitología pagana, la fe en la concepción virginal, en el seno de María, de Aquel que era desde siempre el Verbo eterno de Dios. 
[59] En efecto al pretender considerar a María sólo cómo madre del hombre Jesús, sostenía que sólo era correcta doctrinalmente la expresión «Madre de Cristo». Lo que indujo a Nestorio a ese error fue la dificultad que sentía para admitir la unidad de la persona de Cristo y su interpretación errónea de la distinción entre las dos naturalezas —divina y humana— presentes en él. El concilio de Éfeso en el año 431 condenó sus tesis y al afirmar la subsistencia de la naturaleza divina y de la naturaleza humana en la única persona del Hijo, proclamó a María Madre de Dios.
[60] San Agustín, Tract. in Ev. loannis, 8, 6-7. 
[61] AUG, 27-XI-1996. 
[62] CEC, 723; cfr Lc 1,26-38; Rom 4,18-21; Gal 4,26-28. 
[63] San Andrés de Creta es unos de los Padres de la Iglesia que más se distingue en la proclamación de la realeza de María. A Ella aplica las palabras del Salmo 44: «Atu derecha está la Reina con vestido recamado de oro y con variedad de adornos»: cfr Andrés de Creta, Homilías marianas, Ciudad Nueva, Madrid 1995, pp. 19-21. 
[64] Cfr 1 Reg 15,13. 
[65] Cfr 2 Sam 23,1. 
[66] Cfr 1 Reg 1,15-16. 
[67] Cfr 1 Reg 2,19. 
[68] J.P. Michaud, María en los Evangelios, Verbo Divino, "Cuadernos Bíblios", nº 77, 2ª ed., Estella 1992, p. 26. 
[69] Un breve resumen de la realeza de María se encuentra en A. Orozco, Madre de Dios y Madre nuestra, Rialp, Madrid 1996, pp. 59-64.

Un sacerdote en Tierra Santa

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