La Cuaresma es siempre un recorrido por el desierto que hacemos con Jesús, que ayunó y fue probado ahí durante 40 días y 40 noches.
El profeta Oseas dice que el Señor conduce a su pueblo al desierto para hablarle al corazón. Esta Cuaresma, parece que todo el mundo ha sido llevado a un desierto.
Vivo en el centro de una de las ciudades más concurridas y ocupadas del mundo, una ciudad que nunca duerme. Sin embargo, ahora las calles están vacías y parece que un gran silencio se ha apoderado de Los Ángeles, del resto de nuestro país y de la mayor parte del mundo.
En el lapso de unos cuantos meses, hemos presenciado el equivalente al cierre de la civilización: los viajes, el comercio y la producción económica han cesado casi por completo; millones de personas se han visto obligadas a dejar el trabajo por parte del gobierno de sus países, que les ha ordenado quedarse en casa; cientos de miles están infectados y decenas de miles están muriendo a causa de un virus cuya existencia era conocida sólo por unos cuantos, a principios de este año.
La Iglesia nació en una época en la que las epidemias eran comunes. Dionisio, obispo de Alejandría, Egipto, escribió en un mensaje de Pascua de mediados del siglo tercero: “Esta enfermedad surgió de la nada; es una cosa… más aterradora que cualquier desastre”.
He estado reflexionando acerca de esta historia y preguntándome: si Dios está hablando a nuestros corazones en este desierto, ¿qué es lo que nos está diciendo? Es una pregunta que escucho que mucha gente se plantea con angustia: ¿Dónde está Dios?, ¿cuáles son sus designios en este tiempo del coronavirus?
Nuestra fe nos enseña que Dios no causa el mal, pero sí lo permite, siempre con la intención de sacar algo bueno de él. Los caminos de Dios pueden seguir siendo siempre misteriosos para nosotros, pero podemos confiar en su amor por su creación y en su amor por cada uno de nosotros.
Sabemos que su amor es verdadero porque hemos visto el corazón de Jesucristo.
Jesús vino a nuestro mundo a traer la salud. A cada lugar a donde iba, Él llevaba el amor de Dios a la gente que estaba ciega y sorda, paralítica y discapacitada, a los epilépticos y a los leprosos, a aquellos que padecían dolor y sufrimiento crónicos.
Jesús pasó por este mundo con su corazón abierto a la compasión y con sus manos listas para servir a los demás, por amor.
Él les dice a sus seguidores, de aquel entonces y a los de ahora: “Les he dado un modelo a seguir, para que, lo que yo he hecho con ustedes, ustedes también lo hagan”.
A ejemplo de Jesús, los primeros cristianos amaron en una época de plagas y epidemias.
Cuidaron a los enfermos, enterraron a los muertos y consolaron a los afligidos, a menudo con gran sacrificio y riesgo para sus propias vidas.
A lo largo de la historia de la Iglesia, algunos de nuestros más grandes santos han estado al servicio de los enfermos. Estos días he estado reflexionando mucho acerca de San Damián y de Santa Marianne Cope, que atendieron a los leprosos en Molokai y en la Santa Madre Teresa, atendiendo a los enfermos y moribundos de Calcuta.
Hay santos que se están forjando en nuestra crisis actual. Nunca sabremos sus nombres o sus historias, pero sé que recordaremos estos días como un tiempo en que hombres y mujeres realizaron hermosos actos de valor y de amor por su prójimo.
Estoy pensando no solo en los médicos y enfermeras, o en los sacerdotes, en las monjas y los laicos que sirven a a los enfermos y a los moribundos. Se están forjando también santos entre las madres y los padres que mantienen viva la esperanza en Dios para sus hijos en un tiempo en que hay que “refugiarse en casa”.
Estos son tiempos extraños y nuestros sufrimientos son peculiares. Estaba leyendo una entrevista a Vin Scully, el gran locutor de los Dodgers, que es un buen caballero católico. Él describía cómo ahora sus hijos lo visitan, pero tienen miedo de acercársele demasiado por temor a la posibilidad de infectarlo.
“Ellos se sientan a unos metros de distancia solo para saludar”, dijo. “Pero no hay abrazos ni besos. … Estamos poniendo todo nuestro empeño en seguir las reglas. … Es un tiempo muy difícil éste, que nos deja sin abrazos, ¿saben?”.
Le rompe a uno el corazón que ésta sea nuestra realidad. Pero incluso en un tiempo en el que no podemos darles un abrazo a nuestros seres queridos, aún podemos amar. Y debemos amar. Podemos amar, incluso a una “distancia social”, incluso a través de llamadas telefónicas y de plataformas de redes sociales. Podemos orar los unos por los otros, podemos ofrecer sacrificios, podemos escuchar con comprensión.
¿Dónde está Dios en esta pandemia? Los santos siempre responden: donde hay amor, allí está Dios. Entonces, amemos.
Oren por mí y yo oraré por ustedes.
Y pidámosle juntos a nuestra Santísima Madre María que nos ayude a recorrer este desierto de Cuaresma, a llevar nuestra cruz con Cristo y a dar testimonio de nuestra fe en el cielo, con nuestra confianza puesta en que Él nos acompaña incluso en la oscuridad de la enfermedad y de la muerte, incluso en la incertidumbre de los tiempos en que estamos viviendo.