En cuanto a los educadores y formadores, quizá en un texto como este (que recoge experiencias de todo el mundo) les interese no tanto buscar “novedades”, como más bien descubrir acentos, matices, puntos de luz y desafíos.
Desde el principio el papa pone a los jóvenes personalmente frente a Jesús: “Cuando te sientas avejentado por la tristeza, los rencores, los miedos, las dudas o los fracasos, Él estará allí para devolverte la fuerza y la esperanza” (n. 2). En torno a ese núcleo, Francisco mira a la realidad que rodea a los jóvenes y les invita a situarse en ella. También a mirarse a sí mismos en el ambiente en que se mueven, con sus luces y sus sombras. No deja de advertirles de algunos riesgos, pero sobre todo les impulsa a madurar personalmente, preocuparse por las necesidades de los demás y mejorar el mundo.
Para facilitar la lectura y el estudio del texto, se puede dividir en tres partes: una primera, que se pregunta cómo las Sagradas Escrituras presentan la figura de los jóvenes (capítulos 1 y 2) y, desde la fe, mira a la realidad en la que se sitúan actualmente los jóvenes (capítulo 3); una segunda parte, la central, donde se presenta “el gran anuncio de la fe a los jóvenes”, junto con las consecuencias y condiciones (capítulos 4-6); la parte final, dirigida también a los educadores o formadores de los jóvenes sobre la formación, la vocación y el discernimiento (capítulos 7-9).
Los jóvenes y Jesucristo
El primer capítulo se pregunta: “¿Qué dice la Palabra de Dios sobre los jóvenes?”. Muestra algunos jóvenes que aparecen en las Escrituras: su capacidad de soñar, su valentía, su disposición a colaborar con Dios. Siguen las enseñanzas de Jesús sobre los jóvenes. Les anima a cultivar un corazón bueno y grande, aunque esto pueda suponer un camino más o menos costoso de conversión en busca de la sabiduría, que se encuentra particularmente en el amor.
“No hay que arrepentirse –les confía Francisco– de gastar la juventud siendo buenos, abriendo el corazón al Señor, viviendo de otra manera. Nada de eso nos quita la juventud, sino que la fortalece y la renueva” (n. 17), le da alas como de águila (cf. Sal 103, 5).
No adula el papa al joven que lee su carta. Le interpela para que no pase su juventud “distraído, volando por la superficie de la vida, adormecido, incapaz de cultivar relaciones profundas y de entrar en lo más hondo de la vida” (n. 19). En el caso de que haya perdido su vigor y sus sueños, su entusiasmo, su esperanza y su generosidad, le asegura que ante Él se presenta Jesús con toda su potencia de Resucitado para levantarle: “Joven a ti te digo, ¡levántate!” (Lc 7, 14).
El capítulo segundo presenta la figura de “Jesucristo, siempre joven”. Toda su juventud fue una preciosa expresión de su obra redentora, de su entrega por nosotros. Él maduró humanamente “en la relación con el Padre, en la conciencia de ser uno más de la familia y del pueblo, y en la apertura a ser colmado por el Espíritu y conducido a realizar la misión que Dios encomienda, la propia vocación”. Por eso es impulso y modelo para plantear a los jóvenes “proyectos que los fortalezcan, los acompañen y los lancen al encuentro con los demás, al servicio generoso, a la misión” (n. 30).
Jesús resucitado es luz y vida nuestra y del mundo. Por Él, con Él y en Él la Iglesia puede ser la verdadera juventud del mundo en la medida en que se renueva continuamente a partir de la Palabra de Dios, de la Eucaristía, y de la presencia de Cristo y la fuerza de su Espíritu cada día, atenta a los signos de los tiempos. Y los jóvenes pueden ayudarla a mantener esa juventud que ellos y el mundo necesitan.
En el capítulo tercero (“Ustedes son el ahora de Dios”) se contiene una mirada a la realidad de los jóvenes en el mundo actual. Una mirada cargada de voces llegadas desde todo el mundo, muy diversas pero capaces de formar una sinfonía. Una mirada positiva y concreta, si bien no exhaustiva. La realidad es “un mundo en crisis” que hace sufrir a muchos jóvenes, que interpela ante todo a los adultos, para que ayuden a los jóvenes en relación con sus deseos, heridas y búsquedas. Se refiere Francisco especialmente a tres temas que identificó claramente el sínodo.
Primero, el ambiente digital, que pide una síntesis nada fácil: “Los jóvenes de hoy son los primeros en hacer esta síntesis entre lo personal, lo propio de cada cultura, y lo global. Pero esto requiere que logren pasar del contacto virtual a una buena y sana comunicación” (n. 90). Segundo, el fenómeno complejo de las migraciones, que pide especialmente de los cristianos un papel profético: “Pido especialmente a los jóvenes que no caigan en las redes de quienes quieren enfrentarlos a otros jóvenes que llegan a sus países, haciéndolos ver como seres peligrosos y como si no tuvieran la misma inalienable dignidad de todo ser humano” (n. 94).
En tercer lugar, insiste en la necesidad de poner fin a todo tipo de abusos: “Los jóvenes podrán ayudar mucho más si se sienten de corazón parte del ‘santo y paciente Pueblo fiel de Dios, sostenido y vivificado por el Espíritu Santo’, porque ‘será justamente este santo Pueblo de Dios el que nos libre de la plaga del clericalismo, que es el terreno fértil para todas estas abominaciones’” (n. 102). Se refiere también a las legítimas reivindicaciones de las mujeres, así como a la reciprocidad entre varones y mujeres.
El papa exhorta a los jóvenes a proponerse la santidad para ser ellos mismos, y no una “fotocopia” de otro. Aunque estuvieran en una mala situación, les quiere llenar de esperanza, al mismo tiempo que les pide que no se aíslen.
El anuncio de la fe a los jóvenes
El capítulo cuarto es el centro del documento. Contiene “el gran anuncio para todos los jóvenes”, que es el anuncio de Dios, de su presencia y de su amor, como en “tres verdades” o tres pasos. Ante todo, el anuncio de “Un Dios que es amor”. Así les dice el papa:
“Nunca lo dudes, más allá de lo que te suceda en la vida. En cualquier circunstancia, eres infinitamente amado. (…) Desde antes de que existiéramos éramos un proyecto de su amor. (…) Para Él realmente eres valioso, no eres insignificante, le importas, porque eres obra de sus manos” (nn. 112-115). Su memoria no es un “disco duro”, sino un corazón lleno de compasión, siempre dispuesto a perdonar. Su amor no aplasta, no humilla. Es un amor constante, discreto y respetuoso, amor de libertad y para la libertad, amor que cura que levanta, dando siempre nuevas oportunidades, buscando siempre el diálogo.
Como en un segundo paso, el amor de Dios se manifiesta especialmente en Cristo y en su Cruz. “El amor del Señor es más grande que todas nuestras contradicciones, que todas nuestras fragilidades y que todas nuestras pequeñeces. (…) Su entrega en la Cruz es algo tan grande que nosotros no podemos ni debemos pagarlo, solo tenemos que recibirlo con inmensa gratitud y con la alegría de ser tan amados antes de que pudiéramos imaginarlo: ‘Él nos amó primero’ (1 Jn 4, 19)” (nn. 120-121).
De ahí la interpelación a cada uno de los jóvenes: “Mira los brazos abiertos de Cristo crucificado, déjate salvar una y otra vez. Y cuando te acerques a confesar tus pecados, cree firmemente en su misericordia que te libera de la culpa. Contempla su sangre derramada con tanto cariño y déjate purificar por ella. Así podrás renacer, una y otra vez” (n. 123).
Además Cristo vive, lleno de vida y de luz para nosotros. Y eso es garantía de que el bien puede hacerse paso, de que los cansancios merecen la pena, de que podemos siempre mirar adelante y vencer todas las dificultades. La vida con Jesús es la experiencia fundamental que los cristianos podemos comunicar a otros. Y todo ello es posible por la acción el Espíritu Santo: en Él encontramos el amor, la intensidad, la pasión, tanto para las “batallas” diarias como para los grandes proyectos.
Una vida plena de sentido y de belleza
Como complemento del anterior, el capítulo quinto (“Caminos de juventud”) muestra la consecuencia del anuncio de Cristo en los jóvenes. Es decir: qué cambiacuando se vive la juventud dejándose iluminar y transformar por el gran anuncio del Evangelio. Porque la juventud es un regalo valioso, un tiempo de sueños y de elecciones caracterizado por la “inquietud”. Una inquietud que no debe degenerar en ansiedad o en miedo. Es el tiempo de las ganas de vivir y de experimentar, sabiendo que lo mejor es exprimir el presente llenándolo de amor. Y eso se puede hacer aun en medio de dificultades.
La plenitud de la juventud solamente se encuentra en el encuentro con Jesucristo, en la amistad con Él, que nos abre a los demás. El cristianismo no es un conjunto de verdades o un código de normas: el cristianismo es Cristo. La juventud es el tiempo del crecimiento y de la maduración, no menos importante en las realidades del espíritu que en las del cuerpo. Es el tiempo de esa amistad con Cristo que llena la vida, que le da sentido total por las sendas de la fraternidad y del compromiso para construir una sociedad nueva. Esa amistad convierte la vida en una aventura y un proyecto fascinante, lleno de belleza (como se expresa en el capitulo siguiente) y también de desafíos.
Francisco pide a los jóvenes cristianos que sean misioneros valientes, que comuniquen y compartan su fe: “No tengan miedo de ir y llevar a Cristo a cualquier ambiente, hasta las periferias existenciales, también a quien parece más lejano, más indiferente” (n. 177). Y esto, sin esperar a mañana sino con energía, audacia y creatividad, sin fronteras ni límites.
La necesidad de raíces
Una condición para todo ello son las raíces, pues todo árbol solo puede echar ramas hacia el cielo si se asienta firmemente sobre sus raíces en la tierra. Así los jóvenes crecen arraigados en la tierra y en la historia concreta de las personas y de las culturas. A esto dedica Francisco el capítulo sexto (“Jóvenes con raíces”).
Como en el anterior, hay en este capítulo párrafos antológicos, que expresan la belleza de la vida “vivificada” por Cristo sobre la base de la belleza moral que ya tienen muchas realizaciones humanas nobles. Estas realizaciones son imágenes o anticipaciones de la belleza de la entrega de Cristo (“se parecen a la de Cristo en la cruz”). Y por tanto son buenos fundamentos y caminos de la solidaridad con Él en favor de todos. Como muestra, merece la pena transcribir este entero párrafo:
“(...) hay hermosura en el trabajador que vuelve a su casa sucio y desarreglado, pero con la alegría de haber ganado el pan de sus hijos. Hay una belleza extraordinaria en la comunión de la familia junto a la mesa y en el pan compartido con generosidad, aunque la mesa sea muy pobre. Hay hermosura en la esposa despeinada y casi anciana, que permanece cuidando a su esposo enfermo más allá de sus fuerzas y de su propia salud. Aunque haya pasado la primavera del noviazgo, hay hermosura en la fidelidad de las parejas que se aman en el otoño de la vida, en esos viejitos que caminan de la mano. Hay hermosura, más allá de la apariencia o de la estética de moda, en cada hombre y en cada mujer que viven con amor su vocación personal, en el servicio desinteresado por la comunidad, por la patria, en el trabajo generoso por la felicidad de la familia, comprometidos en el arduo trabajo anónimo y gratuito de restaurar la amistad social. Descubrir, mostrar y resaltar esta belleza, que se parece a la de Cristo en la cruz, es poner los cimientos de la verdadera solidaridad social y de la cultura del encuentro” (n. 183).
Para crecer enraizados o arraigados (en Dios y en los demás, en contacto con los pobres y con los que sufren), el papa aconseja a los jóvenes la relación con los ancianos, que son guardianes de la “memoria colectiva” en las comunidades humanas y cristianas. Hay que dedicar tiempo a escuchar “los sueños y las visiones” de los ancianos. “Tenemos que aceptar –propone el papa– que toda la sabiduría que necesitamos para la vida no puede encerrarse en los límites que imponen los actuales recursos de comunicación” (n. 195).
Los ancianos nos dirán que una vida sin amor es infecunda, y que el amor se demuestra no solo con palabras, sino también con obras. Nos mostrarán que hay que arriesgar juntos, jóvenes y ancianos. Y que, en palabras del cardenal Pironio, “hemos de amar nuestra hora con sus posibilidades y riesgos, con sus alegrías y dolores, con sus riquezas y sus límites, con sus aciertos y sus errores” (n. 200). Como dijeron los jóvenes de Samoa, los ancianos mantienen la dirección de la barca según la posición de las estrellas y los jóvenes reman con fuerza imaginando el futuro.
Los últimos tres capítulos se dirigen también a los educadores en una línea propositiva. En el capítulo séptimo (“La pastoral de los jóvenes”) se parte de dos principios de experiencia: la conciencia de que es toda la comunidad cristiana la implicada en la formación de los jóvenes y la urgencia de que tengan un protagonismo mayor en su propia evangelización y la de otros.
Esto comporta una renovación de estilo, sin dejar de recoger lo que haya sido válido para comunicar la alegría del Evangelio, subrayando la participación y la corresponsabilidad.
Como líneas de acción se destacan la búsqueda de caminos y lenguajes apropiados, partiendo de vivir la fe con coherencia, y el crecimiento, centrado en la “experiencia de un gran amor”, es decir en el encuentro con Cristo y el servicio a los demás, completado por la formación doctrinal y moral.
En la situación actual, en la que los jóvenes tienen tantas carencias, es necesario promover ambientes de acogida cordial y de “sentido”, espacios de hogar y de familia, donde se aprenda y se viva el perdonar y el recomenzar, la libertad y la confianza, la amistad y la oración, sin evaluar ni juzgar a las personas.
La educación de la fe y la formación cultural
La escuela de inspiración católica (cf. nn. 221 ss.) es una buena plataforma, un lugar privilegiado para la promoción de los jóvenes. Hoy requiere una renovación que la aleje de la imagen que pueden tener los jóvenes que pasan por algunos establecimientos educativos: un lugar más bien de protección ante los errores “de afuera”, pero un tanto distante del mundo real. Un lugar que quizá no les ha preparado suficientemente para madurar como personas y para vivir la fe en medio del ritmo de nuestra sociedad. Esto afecta a los contenidos de la formación y también al tipo de personas que queremos formar.
En este contexto se señalan algunos criterios centrales para la renovación de la educación de la fe en las escuelas y en las universidades de inspiración católica: “la experiencia del kerygma –el anuncio de Cristo– el diálogo a todos los niveles, la interdisciplinariedad y la transdisciplinariedad, el fomento de la cultura del encuentro, la urgente necesidad de “crear redes” y la opción por los últimos, por aquellos que la sociedad descarta y desecha” (cf. Const. ap. Veritatis gaudium, nn. 7-8). “También la capacidad de integrar los saberes de la cabeza, el corazón y las manos” (n. 222).
Junto con todo ello, la formación cultural y la necesidad del estudio: “El estudio sirve para hacerse preguntas, para no ser anestesiado por la banalidad, para buscar sentido en la vida” (n. 223); para no distraerse por las muchas sirenas que, como a Ulises, nos pueden desviar del viaje; o incluso para ser capaces, como Orfeo, de componer –a base de investigar, conocer y compartir– unas melodías mejores que las que ofrece el consumismo del ambiente.
La formación de los jóvenes puede y debe realizarse en diversos ámbitos: el ámbito de la liturgia (facilitando momentos y espacios adecuados), el servicio (especialmente a los niños y a los pobres), la música y el canto, el deporte como escuela de solidaridad y esfuerzo, el contacto con la naturaleza; y siempre, sabiendo aprovechar esos regalos de Dios cuya fuerza transciende todas las épocas y circunstancias: la Palabra de Dios, La Eucaristía, el sacramento del perdón, el testimonio de los santos y la enseñanza de los grandes maestros espirituales.
Además señala el documento la importancia de fomentar, entre los jóvenes, un liderazgo “popular”, es decir, capaz de incluir a los más pobres, débiles, limitados y heridos, sin asco ni miedo (cf. 231). Se trata de fomentar la audacia de los jóvenes y prepararlos para que asuman poco a poco responsabilidades. Esto requiere una actitud de “puertas abiertas”, capaz de acoger a cada uno “con sus dudas, sus traumas, sus problemas y su búsqueda de identidad, sus errores, su historia, sus experiencias del pecado y todas sus dificultades” (p. 234). Pide también la apertura a jóvenes que tengan visiones distintas de la vida, otros credos o ningún horizonte religioso. Es un proceso lento, respetuoso, paciente y compasivo, parecido al encuentro de Jesús con los discípulos de Emaús. Implica enseñar a los jóvenes el discernimiento de sus vidas: reconocer la realidad, interpretarla a la luz de la fe, tomar opciones y emprender itinerarios y proyectos (cf. n. 237).
Otras indicaciones valiosas: la atención a la piedad popular; la promoción de un afán solidario y evangelizador entre los jóvenes mismos; el acompañamiento de los adultos que les escuchen, les comprendan y les guíen adecuadamente, no desde un pedestal sino desde el conocimiento de los límites humanos, comenzando por los propios; la formación de jóvenes líderes, también su formación permanente; la apertura, por parte de las instituciones educativas, a todo tipo de jóvenes, con la disposición de educarles integramente sabiendo adaptarse gradualmente a sus circunstancias (cf. n. 247).
La vocación
A “la vocación” se dedica el capítulo octavo. En ella se concreta lo que Jesus pide a cada joven, en el marco de su amor gratuito y de su amistad. No se trata de un contenido colgado en una “nube” que espere a ser descargado mediante una “aplicación” o con la ayuda de un “tutorial”:
“La salvación que Dios nos regala es una invitación a formar parte de una historia de amor que se entreteje con nuestras historias; que vive y quiere nacer entre nosotros para que demos fruto allí donde estemos, como estemos y con quien estemos. Allí viene el Señor a plantar y a plantarse” (n. 252).
La vocación tiene una esencial dimensión de servicio misionero a los demás. Esto no es un adorno o un apéndice, sino que cada joven ha de pensar: “yo soy una misión en esta tierra, y para esto estoy en este mundo” (Evangelii gaudium, n. 130). Cada uno debe descubrir para qué le llama el Señor, y luego mantener el rumbo sin distraerse para no fallar al dirigirse a ese horizonte.
Dos puntos claves se subrayan aquí: la familia y el trabajo. Es importante que los jóvenes tengan la formación adecuada para rechazar “una vida de desenfreno individualista que finalmente lleva al aislamiento y a la peor soledad” (n. 263); que sean capaces de rechazar la cultura de lo provisional, basada en una desconfianza en la capacidad humana de amar verdaderamente. El trabajo dota a la vida de dignidad y utilidad, de madurez y de sentido, humano y cristiano.
Teniendo en cuaenta que Dios puede pedir una dedicación completa de la vida a su servicio, los jóvenes harán bien en seguir el consejo de Francisco: “busca esos espacios de calma y de silencio que te permitan reflexionar, orar, mirar mejor el mundo que te rodea, y entonces sí, con Jesús, podrás reconocer cuál es tu vocación en esta tierra” (n. 277).
El dicernimiento
En nuestra cultura del zapping y de la multitarea, es necesara la sabiduría del discernimiento. También “el discernimiento” (capítulo noveno) de la vocación requiere no solo la razon y la prudencia humana, sino situarse en el proyecto de Dios que nos ama y nos conoce. Implica la formación de la conciencia para poder identificarse con Jesucristo, con sus intenciones y sentimientos, la oración, el examen de conciencia y la ayuda de quienes Dios pone a nuestro lado para discernir efectivamente nuestro camino. Dicho brevemente: la capacidad de preguntarse “quién soy yo” y “para quién soy yo”. La vocación es un regalo de Dios, un regalo personalizado e interactivo, que estimula y pide arriesgar en el contexto de la amistad con Jesucristo.
A quien pueda ayudarnos en esto, se le pide: primero, escuchar “a la persona”, y el signo de que se hace bien es el tiempo que se le dedica, no solo en cantidad sino también en calidad (atención, desinterés, constancia); en segundo lugar, sensibilidad para discernir (distinguir la gracia de la tentación o de las excusas); tercero, saber escuchar los impulsos que llevan al otro hacia delante (más allá de sus gustos o sentimientos); por último, también implica saber “desaparecer” dejando que sea esa persona la que sigue por sí misma el camino de la libertad que Dios le señala.
Fuente: Iglesia y Nueva Evangelización