Plinio da parte al emperador Trajano (98-117): «Te toca a ti, señor, valuar si es necesario crear una asociación de bomberos de 150 hombres. De mi parte, cuidaré de que tal asociación no incorpore sino bomberos...» Trajano le responde rechazando la iniciativa:
«No te olvides que tu provincia es presa de sociedades de este género. Cualquiera sea su nombre, cualquiera sea la finalidad que nosotros queramos dar a hombres reunidos en un solo cuerpo, esto da lugar, en cada caso y rápidamente, a eterías».
El temor a las eterías (nombre griego de las «asociaciones») prevaleció así sobre el temor a los incendios.El fenómeno era antiguo. Las asociaciones de cualquier tipo que se transformaban en grupos políticos habían inducido a César a prohibir todas las asociaciones en el año 7 a. de J. C.:
«Quienquiera establezca una asociación sin autorización especial, es pasible de las mismas penas de aquellos que atacan a mano armada los lugares públicos y los templos».
La ley estaba siempre en vigor, pero las asociaciones seguían floreciendo: desde los barqueros del Sena a los médicos de Avenches, desde los comerciantes de vino de Lión a los trompetistas de Lamesi. Todas defendían los intereses de sus afiliados ejerciendo presiones sobre los poderes públicos.
Plinio no tardó en aplicar la prohibición de las eterías a un caso particular que se le presentó en el otoño del 112. Bitinia estaba llena de cristianos. «Es una muchedumbre de todas las edades, de todas las condiciones, esparcida en las ciudades, en la aldeas y en el campo», escribe al emperador.
Continúa diciendo haber recibido denuncias por parte de los fabricantes de amuletos religiosos, estorbados por los Cristianos que predicaban la inutilidad de semejantes baratijas.
Había instituido una especie de proceso para conocer bien los hechos, y había descubierto que ellos tenían «la costumbre de reunirse en un día fijado, antes de la salida del sol, de cantar un himno a Cristo como a un dios, de comprometerse con juramento a no perpetrar crímenes, a no cometer ni latrocinios ni pillajes ni adulterios, a no faltar a la palabra dada.
Ellos tienen también la costumbre de reunirse para tomar su comida que, no obstante las habladurías, es comida ordinaria e innocua».
Los cristianos no habían dejado estas reuniones ni siquiera después del edicto del gobernador que recalcaba la interdicción de las eterías.
San Ignacio de Antioquía
Prosiguiendo la carta (10, 96), Plinio refiere al emperador que en todo esto no ve nada malo. Pero la repulsa a ofrecer incienso y vino delante de las estatuas del emperador le parece un acto de escarnio sacrílego. La obstinación de estos cristianos le parece «irrazonable y necia».
De la carta de Plinio aparece claro que han cesado las acusaciones absurdas de infanticidio ritual y de incesto. Quedan las de «rehusarse a rendir culto al emperador» (por lo tanto, de lesa majestad), y de constituir una etería. El emperador responde: «Los cristianos no han de ser perseguidos oficialmente. Si, en cambio, son denunciados y reconocidos culpables, hay que condenarlos».
Con otras palabras: Trajano anima a cerrar un ojo sobre ellos: son una etería innocua como los barqueros del Sena y los vendedores de vino de Lión. Pero ya que están practicando una «superstición irrazonable, tonta y fanática» (según la juzga Plinio y otros intelectuales del tiempo como Epicteto), y ya que continúan rehusando el culto al emperador (y por consiguiente se consideran «ajenos» a la vida civil), no se puede pasar todo por alto. Si son denunciados, se los ha de condenar.
Continúa luego (si bien en forma menos rígida) el «No es lícito ser cristianos». Víctimas de este período son por cierto el obispo de Jerusalén Simeón, crucificado a la edad de 120 años, e Ignacio obispo de Antioquía, llevado a Roma como ciudadano romano, y allí ajusticiado. La misma política hacia los cristianos es la empleada por los emperadores Adriano (117-138) y Antonino Pío (138-161).
Marco Aurelio (161-180), emperador filósofo, pasó 17 de sus 19 años de imperio guerreando. En las Memorias en que cada noche, bajo la tienda militar, anotaba algunos pensamientos «para sí mismo», se encuentra un gran desprecio hacia el cristianismo.
Lo consideraba una locura, porque proponía a la gente común, ignorante, una manera de comportarse (fraternidad universal, perdón, sacrificarse por los otros sin esperar recompensa) que solo los filósofos como él podían comprender y practicar después de largas meditaciones y disciplinas.
En un rescrito del 176-177 prohibió que sectarios fanáticos, con la introducción de cultos hasta entonces desconocidos, pusieran en peligro la religión del Estado. La situación de los cristianos, siempre desagradable, bajo él, se tornó más áspera.
Coliseo Romano
Las florecientes comunidades del Asia Menor fundadas por el apóstol Pablo fueron sometidas día y noche a robos y saqueos por parte del populacho. En Roma el filósofo Justino y un grupo de intelectuales cristianos fueron condenados a muerte. La floreciente cristiandad de Lyon fue aniquilada a raíz de la acusación de ateísmo e inmoralidad. (Perecieron entre torturas refinadas también la muy joven Blandina y el quinceañero Póntico).
Las relaciones que nos han llegado dan a entender que la opinión pública había ido exacerbándose con respecto a los cristianos. Grandes calamidades públicas (de las guerras a la peste) habían suscitado la convicción de que los dioses estuvieran enojados contra Roma.
Cuando se constató que en las celebraciones expiatorias ordenadas por el emperador, los cristianos estaban ausentes, el furor popular buscó pretextos para arremeter contra ellos. Esta situación siguió también en los primeros años del emperador Cómodo, hijo de Marco Aurelio.
Bajo el reinado de Marco Aurelio, la ofensiva de los intelectuales de Roma contra los cristianos alcanzó el culmen.«A menudo y erróneamente -escribe Fabio Ruggiero- se cree que el mundo antiguo combatió la nueva religión con las armas del derecho y de la política. En una palabra, con las persecuciones.
Si esto puede ser verdadero (y, de todos modos, solo en parte) para el primer siglo de la era cristiana, ya no lo es más a partir de mediados del segundo siglo. Tanto el mundo gentil como la Iglesia comprenden, más o menos en la misma época, la necesidad de combatirse y de dialogar en el terreno de la argumentación filosófica y teológica.
La cultura antigua, entrenada desde siglos a todas las sutilezas de la dialéctica, puede oponer armas intelectuales refinadísimas al conjunto doctrinal cristiano, y muy pronto la misma Iglesia , dándose cuenta de la fuerza que el pensamiento clásico ejerce en frenar la expansión del evangelio, comprende la necesidad de elaborar un pensamiento filosófico-teológico genuinamente cristiano, pero capaz al mismo tiempo de expresarse en un lenguaje y en categorías culturales inteligibles por parte del mundo grecorromano, en el cual viene a insertarse cada vez más».
Las argumentaciones de Marco Aurelio (121-180), Galeno (129-200), Luciano, Peregrino Proteo y especialmente de Celso (los tres últimos escriben sus obras en la segunda mitad del siglo segundo) se pueden condensar así:
« 'Ser salvado' de la falta de sentido de la vida, del desorden de las vicisitudes, de la nada de la muerte, del dolor, se puede dar tan solo en una 'sabiduría filosófica' por parte de una élite de raros intelectuales.El hecho de que los cristianos pongan esta 'salvación'en la 'fe' en un hombre crucificado (como los esclavos) en Palestina (una provincia marginal) y proclamado resucitado, es una locura.
El hecho de que los cristianos crean en el mensaje de este crucificado, dirigido preferentemente a los marginados y a los pobres (al 'polvo humano') y que predica la fraternidad universal (en una sociedad bien escalonada en forma de pirámide y considerada 'orden natural') es otra locura intolerable que causa fastidio , que lo trastorna todo. A los cristianos hay que eliminarlos como destructores de la civilización humana».
La crítica de los intelectuales anticristianos se centra en la idea misma de «revelación de lo alto», que no está basada sobre la «sabiduría filosófica»; en las Escrituras cristianas, que tienen contradicciones históricas, textuales, lógicas; en los dogmas «irracionales»; en el asunto del Logos de Dios que se hace carne (Evangelio de Juan) y se somete a la muerte de los esclavos; en la moral cristiana (fidelidad en el matrimonio, honestidad, respeto de los demás, mutuo socorro) que puede ser alcanzada por un pequeño grupo de filósofos, no ciertamente por una masa intelectualmente pobre.
Toda la doctrina cristiana, para estos intelectuales, es locura, como locura es la pretensión de la resurrección (es decir,del predominio de la vida sobre la muerte), la preferencia dada por Dios a los humildes, la fraternidad universal. Todo esto es irracional. El filósofo griego Celso, en su Discurso verdadero, escribe:
«Recogiendo a gente ignorante, que pertenece a la población más vil, los cristianos desprecian los honores y la púrpura, y llegan hasta llamarse indistintamente hermanos y hermanas...El objeto de su veneración es un hombre castigado con el último de los suplicios, y del leño funesto de la cruz ellos hacen un altar, como conviene a depravados y criminales».
Durante decenios los cristianos permanecen callados. Se expanden con la fuerza silenciosa de la prohibición. Oponen amor y martirio a las acusaciones más infamantes.
Es en el siglo segundo cuando sus primeros apologistas (Justino, Atenágoras, Taciano) niegan con la evidencia de los hechos las acusaciones más infamantes, y tratan de expresar su fe (nacida en tierra semítica y confiada a «narraciones») en términos culturalmente aceptables por un mundo empapado de filosofía grecorromana.
Los «ladrillos» bien alineados del mensaje de Jesucristo empiezan a ser organizados conforme a una estructura arquitectónica que pueda ser estimada por los griegos y romanos. Serán Tertuliano en Occidente y Orígenes en Oriente (en el tercer siglo) quienes den una forma sistemática e imponente a toda la «sabiduría cristiana».
https://www.primeroscristianos.com/emperadores-persecucion-cristianismo/
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