En su origen fueron sólo lugar de sepultura. Los cristianos se reunían en ellas para celebrar los ritos de los funerales y los aniversarios de los mártires y de los difuntos.
Durante las persecuciones sirvieron, en casos excepcionales, como lugar de refugio momentáneo para la celebración de la Eucaristía.
Terminadas las persecuciones, las catacumbas se convirtieron, sobre todo en tiempo del papa San Dámaso I (366-384), en verdaderos santuarios de los mártires, centros de devoción y de peregrinación desde todas las partes del imperio romano.
En aquel tiempo también había cementerios al aire libre en Roma, pero los cristianos, por diferentes razones, prefirieron los subterráneos.
Ante todo, los cristianos rechazaban la costumbre pagana de la incineración de los cuerpos.
Siguiendo el ejemplo de la sepultura de Jesús, preferían la inhumación, por un sentido de respeto hacia el cuerpo destinado un día a la resurrección de los muertos.
Este sentimiento tan vivo de los cristianos creó un problema de espacio, problema que influyó poderosamente en la ampliación de las catacumbas. Como los primeros cristianos eran en su mayoría pobres, esta forma de sepultura fue decisiva.
Hubo otros motivos que llevaron a la elección de las excavaciones subterráneas.
En los cristianos se vivía de un modo muy fuerte el sentido de la comunidad: deseaban encontrarse juntos también en el "sueño de la muerte".
Además, estos lugares apartados permitían, especialmente durante las persecuciones, reuniones comunitarias reservadas y discretas y permitían el uso libre de los símbolos cristianos.
De acuerdo con la ley romana, que prohibía la sepultura de los difuntos dentro de los muros de la ciudad, todas las catacumbas están situadas a lo largo de las grandes vías consulares y, generalmente, en las zonas de los suburbios de aquel tiempo.
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