Los primeros seguidores de Cristo crecieron a la sombra del Imperio romano y dejaron la impronta de su fe varios metros bajo el suelo. Es ahí, en el terreno de la ciudad capitolina sepultado y ocultado durante siglos, donde se erigieron las catacumbas, kilométricos cementerios verticales y subterráneos, exclusivos para cristianos, con estrechas galerías que albergaban varias filas de nichos donde depositaban los cuerpos apilados en espera de la resurrección de la carne.
«Hay una clara diferencia con las necrópolis paganas, situadas a los márgenes del sendero consular, que se ve a simple vista. En las catacumbas no hay pomposos mausoleos o inscripciones largas con mucha información. Solo se escribe el nombre de Bautismo del difunto y, como mucho, un mensaje de paz para la eternidad, pero de siempre de forma muy sobria y sencilla. Es un sistema igualitario para todos», reseña el profesor Fabrizio Bisconti, superintendente arqueológico para las catacumbas de la Pontificia Comisión para la Arqueología Sacra.
Las catacumbas no nacen con el cristianismo, pero en las primeras comunidades es evidente el deseo de ser sepultados en comunidad. Es uno de los primeros signos de identidad. En toda Roma se calcula que hay unas 50, aunque solo cinco son visitables y ni siquiera están excavadas y exploradas en su totalidad.
Hasta el pasado 2 de noviembre el Papa no había pisado una. Para rezar por los todos los difuntos escogió las catacumbas de Priscilla, situadas en la antigua calle Salaria, una ruta de época prerromana por la que se trasportaba la sal que llega desde el mar. Debe su nombre a una doncella romana de la poderosa familia de los Acilios que donó estas fincas de cemento puzolánico a los cristianos.
En su interior alberga una joya preciosa del arte cristiano: la imagen más antigua de la Virgen María.
«Se trata de un fresco del 230 d. C. de trazo rápido y simple, pero de incalculable belleza. María viste una túnica que deja al descubierto los brazos y lleva la cabeza cubierta por un velo. Se inclina de forma maternal hacia el Niño, desnudo. Delante de María hay un personaje masculino, vestido con capa que indica con la mano derecha levantada en alto hacia una estrella pintada en color ocre. Él trasmite la idea mesiánica de la profecía. Es una escena sugestiva de una vehemente ternura y a la vez de una extrema profundidad teológica», señala Bisconti.
La humedad, los hongos y la mufa traen de cabeza a los especialistas que tratan de conservar como pueden estos frescos, a menudo frente a la incuria y la dejadez del sistema público italiano. Hoy la iconografía cristiana es esencial desde un punto vista de la historia del arte y la historia de las civilizaciones y del pensamiento humano y religioso en general.
Pero en el pasado cumplía, sobre todo, una función de catequesis. «Era considerada como la Biblia de los pobres, de los analfabetos», dice el experto, que evoca otras pinturas de gran importancia como la resurrección de Lázaro, el sacrificio de Abraham o el arca de Noé. Los motivos bíblicos son mayoría, pero en las catacumbas de Priscilla hay otros de origen pagano como la representación de las estaciones para ocupar las esquinas de los techos en espacios angulares, o el ave fénix en la hoguera.
Al principios del siglo V las catacumbas dejaron de cumplir su función funeraria. En el año 410, las tropas visigodas comandadas por Alarico arrasaron la capital del Imperio romano en un episodio brutal que ha pasado a la Historia como el saqueo de Roma. La ciudad ya no era segura. Durante la Edad Media se convirtieron en un monumento venerado.
Los peregrinos del norte de Europa llegaron a la Ciudad Santa no solo para rezar ante las tumbas de san Pedro y san Pablo, sino también para rendir honores a los primeros mártires que están sepultados en las catacumbas. Con los siglos, fueron desapareciendo del paisaje hasta que se descubrieron a finales del 1500, en plena Contrarreforma.
«Roma tenía problemas con la Reforma luterana y usaba las catacumbas como respuesta a todos los ataques lanzados contra la Iglesia. Eran llamadas arsenales de la fe. Mostrar que aquí estaban las primeras señales monumentales del cristianismo era una gran respuesta ante las críticas de haberse alejado de los orígenes», incide Bisconti.
La película Quo Vadis (1951) ha grabado en nuestra retina esa imagen de los cristianos, acosados por el poder romano, viviendo en la clandestinidad de las catacumbas. Nada más lejos del rigor histórico. «Es mentira que se escondieran en las catacumbas. Para realizarlas, debían comprar un trozo de tierra o servirse de una donación.
De modo que las autoridades romanas sabían perfectamente dónde estaban. Celebraban la Eucaristía en las casas, que pasaban más desapercibidas. Como mucho, lo que hacían en las catacumbas eran refrigerios en ocasión del aniversario de la muerte del difunto o del mártir», destaca Bisconti.
Otro mito muy recurrente del cine con poco fundamento científico es que las persecuciones a los cristianos fueron sistemáticas y continuadas durante los primeros siglos.
«Dependiendo de los emperadores y de los gobernadores de las provincias hubo momentos en los que se desata la persecución, pero también hay momentos de paz. Sería imposible de otra manera que nos hubieran llegado escritos de los tres primeros siglos, porque en una situación extrema de persecución continua no hay espacio para la escritura», apunta el catedrático de Patrología Jerónimo Leal.
La primera persecución es la de Nerón, aunque también el emperador Claudio publicó un edicto de expulsión contra los judíos en el siglo I, en un momento en el que no había una distinción clara entre judíos y cristianos.
Las autoridades romanas justificaban que los cristianos eran peligrosos para la paz del imperio.
«Creaban inestabilidad porque no se les veía favorables a convivir con los demás. Se apartaban de las actividades normales de los ciudadanos romanos, ya fueran comerciales, políticas o de cualquier otra índole como los espectáculos, porque tenían siempre una conexión muy estrecha con el culto a las divinidades paganas. Los cristianos las evitaban para no caer en el peligro de idolatría», explica.
Las persecuciones más crueles fueron las del emperador Decio en el siglo III y las del emperador Diocleciano en el siglo IV. Todo aquel que no reverenciase con actos de culto al emperador se delataba como cristiano y merecía la muerte. Quemaron los libros sagrados y destruyeron los templos. El régimen del terror acabó en el siglo IV con el Edicto de Milán firmado por Constantino.
«El número de cristianos alcanzó una masa crítica tal, que más valía por la paz del imperio que los cristianos pudieran celebrar sus reuniones y celebraciones a la luz del día y de forma autónoma. El emperador no solo lo permitió, sino que sufragó dos medidas fundamentales: copias de la Biblia y la construcción de iglesias», subraya Leal.
Así, en poco tiempo, el Imperio romano pasó de asimilar todos los cultos a las divinidades de los pueblos que iba conquistando a abrazar el monoteísmo de la fe cristiana. Una expansión exponencial que todavía fatigan en explicar los expertos.
«La mayoría de los bautizados en el Imperio romano eran adultos. No había costumbre de bautizar a los recién nacidos, por lo que los cristianos tenían una fe muy firme; rezaban juntos y asistían a la Eucaristía. Fue una propagación de la fe por contagio. No había grandes masas congregadas en una plaza ante un predicador que les hablaba, sino que los paganos querían convertirse al ver cómo se comportaban los cristianos. Los veían como una gran familia que se amaba mucho y que compartía todo. La caridad cobró un sentido práctico muy tangible. Por ejemplo, los cristianos que eran muy piadosos con los cuerpos, se preocupaban de enterrar a los niños muertos abandonados por sus familias que se encontraban en las orillas del río Tíber», relata el profesor.
El estudioso, que dirige el Departamento de Historia de la Iglesia en la Pontificia Università della Santa Croce y en 2018 publicó Los primeros cristianos en Roma (Ediciones Rialp), hace hincapié en la importancia de las apologías: respuestas que daban los cristianos para defenderse de las acusaciones vertidas contra ellos no solo por las autoridades romanas, sino también por sus vecinos paganos.
«Les acusaban de incesto porque se llamaban entre ellos hermanos y se pensaban que todos tenían el mismo padre y madre. También de canibalismo, porque no sabían qué era eso de comer el cuerpo de Cristo. Además, se imaginaban que tenía que ser de alguien pequeño, de un niño, y para comérselo pues tenían que matarlo antes; así que también les imputaban infanticidios», describe. «Es muy bonito ver cómo los mismos acusados que van a morir mártires intentan convencer al juez para que se haga como ellos», agrega.
La persecución contra los cristianos sigue siendo un drama de dimensiones colosales. Según los últimos datos de Ayuda a la Iglesia Necesitada, más de 394 millones de cristianos viven persecución o discriminación en algún punto del planeta.
Victoria Isabel Cardiel C.
Ciudad del Vaticano