Visitando estos monumentos, nos ponemos en contacto con sugestivas huellas del cristianismo de los primeros siglos y, por así decir, se puede palpar la fe que animaba a aquellas antiguas comunidades cristianas.
Recorriendo las galerías de las catacumbas, se observan muchos signos de la iconografía de la fe: el pez, símbolo de Cristo;el ancla, imagen de la esperanza; la paloma, representación del alma del creyente y a menudo, junto a los nombres en los sepulcros, el deseo «in Christo». Se trata de testimonios del fervor espiritual que animaba a las primeras generaciones cristianas.
Acercándose a ese mundo, los cristianos de hoy pueden encontrar motivos de estímulo para su vida y para un compromiso más incisivo en la nueva evangelización.
¿Cómo no conmoverse ante los vestigios, humildes pero tan elocuentes, de esos primeros testigos de la fe? ¿Cómo no sentirse edificados, por ejemplo, ante el sepulcro de la joven Inés en la vía Nomentana o ante el del diácono Lorenzo?
Desde el principio del cristianismo, mis predecesores se interesaron por las catacumbas. El Papa Ceferino fue el primero que creó una en la vía Appia para la comunidad de Roma, confiando su administración al diácono Calixto, quien, cuando llegó a ser Papa, vinculó su nombre al que se convertiría en el mayor complejo romano de catacumbas
Durante su pontificado, el Papa san Dámaso buscó las tumbas de los mártires para adornarlas, y compuso espléndidos epígrafes métricos que exaltan las gestas de esos valientes testigos del Evangelio. A pesar de que, a causa de las invasiones bárbaras, las catacumbas conocieron una especie de abandono forzoso, algunas de ellas siguieron siendo meta ininterrumpida de peregrinaciones.
Durante los siglos del alto medioevo, las áreas donde se conservan los sepulcros de los mártires se convirtieron en lugares de devoción para los peregrinos procedentes de Italia, de Europa y de la cuenca del Mediterráneo. 3.
Pero el redescubrimiento de las catacumbas, como objeto de estudio y reflexión espiritual, se produjo a partir de finales del siglo XVI, cuando un grupo de eruditos formó un activo círculo cultural en torno a la gran personalidad de san Felipe Neri. El «Cristóbal Colón de las catacumbas romanas» –como lo llamaron– fue el arqueólogo maltés Antonio Bosio, que localizó treinta de los sesenta cementerios cristianos de la urbe.
Desde entonces, el interés por las catacumbas no ha decaído, y alcanzando su apogeo hacia mediados del siglo XIX cuando, por el encuentro feliz de dos grandes personalidades, el Pontífice Pío IX y el arqueólogo romano Giovanni Battista de Rossi.
Nacieron la arqueología cristiana, como disciplina histórica y científica, y la Comisión de arqueología sacra, instituida el 6 de enero de 1852 para una tutela y una vigilancia más eficaces de los cementerios y de los antiguos edificios cristianos de Roma y de los suburbios, y para realizar una excavación y exploración sistemáticas de los mismos cementerios.
Los resultados recompensaron esos esfuerzos tan generosos. El Papa Pío IX, impresionado por los importantes descubrimientos realizados por el arqueólogo de Rossi durante esos años en el complejo de San Calixto -donde se había encontrado el cubículo que acogía las tumbas de numerosos Pontífices del siglo III-, quiso visitar personalmente las excavaciones y, recogiéndose en oración ante esas tumbas santas, se conmovió hasta las lágrimas.
En otra ocasión, y con motivo de las investigaciones para el Jubileo del año 2000, san Juan Pablo II, deseaba ante todo expresar su aprecio y gratitud por el importante servicio realizado:
«Me refiero a los descubrimientos arqueológicos y a las restauraciones, así como a las iniciativas orientadas directamente al Año santo. Las catacumbas, como se ha subrayado muchas veces, revisten gran importancia en relación con el jubileo del año 2000.
Vuestra atención–dijo san Juan Pablo II a los responsables– se dirige, oportunamente a la valoración pastoral de esos insignes monumentos de la antigüedad cristiana. Con esa finalidad, se está preparando de manera adecuada a los guías de los peregrinos.
En efecto, las visitas, ilustradas con apropiadas explicaciones, exactas y actualizadas en el aspecto didáctico, científico y espiritual, se convierten también en un eficacísimo momento de catequesis, capaz de suscitar una profunda reflexión sobre el mensaje evangélico.
Este regreso a los orígenes, a través de los más antiguos cementerios ideados por los primeros cristianos, se enmarca perfectamente en el proyecto de la Nueva Evangelización», en el que está comprometida toda la Iglesia.
Las catacumbas, a la vez que presentan el rostro elocuente de la vida cristiana de los primeros siglos, constituyen una perenne escuela de fe, esperanza y caridad. A1 recorrer las galerías, se respira una atmósfera sugestiva y conmovedora.
La mirada se detiene en la innumerable serie de sepulturas y en la sencillez que las caracteriza. Sobre las tumbas se lee el nombre de bautismo de los difuntos.
Cuando se leen esos nombres, se tiene la impresión de oír otras tantas voces que responden a una llamada escatológica, y vienen a la memoria las palabras de Lactancio:
'Entre nosotros no hay ni siervos ni señores; el único motivo por el que nos llamamos hermanos es que nos consideramos todos iguales'
Las ofrendas de cada uno permitían la sepultura de todos los difuntos, incluso de los más indigentes, que no podían afrontar el gasto de la compra o la preparación de la tumba.
Esta caridad colectiva representó una de las características fundamentales de las comunidades cristianas de los primeros siglos y una defensa contra la tentación de volver a las antiguas formas religiosas.
Las catacumbas, por consiguiente, sugieren al peregrino este sentimiento de solidaridad unido indisolublemente a la fe y a la esperanza. La misma definición de coemeteria, «dormitorios», aclara que las catacumbas se consideraban verdaderos lugares comunitarios de descanso,donde todos los hermanos cristianos, independientemente de su clase y de su profesión, descansaban en un amplio abrazo solidario, esperando la resurrección final.
Por eso, no eran lugares tristes, sino que se decoraban con frescos, mosaicos y esculturas, como queriendo alegrar los rincones oscuros y anticipar, con las imágenes de flores, pájaros y árboles, la visión del paraíso esperado al fin de los tiempos. La significativa fórmula in pace, que aparece a menudo sobre los sepulcros de los cristianos, sintetiza bien su esperanza.
El ancla, la barca y el pez expresan la firmeza de la fe en Cristo. Se ve la vida del cristiano como una travesía por un mar tempestuoso, hasta el puerto añorado de la eternidad. El pez se identifica con Cristo y alude al sacramento del bautismo, como lo recuerda Tertuliano, quien compara a los fieles con los pececillos (pisciculi), que logran la salvación naciendo y permaneciendo en el agua.
Las catacumbas conservan, entre otras cosas las tumbas de los primeros mártires, testigos de una fe límpida y solidísima, que los llevó, como «atletas de Dios», a salir victoriosos de la prueba suprema. Muchos sepulcros de los mártires se conservan aún dentro de las catacumbas, y generaciones de fieles se han recogido en oración delante de ellos.
También los peregrinos del jubileo del año 2000 irán a las tumbas de los mártires y, elevando sus oraciones a los antiguos campeones de la fe, dirigirán su pensamiento a los «nuevos mártires», a los cristianos que en el pasado próximo y también en nuestros días sufren violencias, abusos e incomprensiones, porque quieren permanecer fieles a Cristo y a su Evangelio.
Ver en Wikipedia