Desde los orígenes de la Iglesia, hubo cristianos que abrazaron una vida de plena imitación de Jesucristo. Más tarde, el ascetismo cristiano revistió formas características de huida del mundo y vida en común: así nació el monacato, que floreció desde el siglo IV, tanto en el Oriente cristiano como en el mundo latino occidental.
La vida ascética cristiana es tan antigua como la Iglesia de Jesucristo.
San Jerónimo |
Desde los mismos orígenes, hubo fieles de uno y otro sexo que abrazaban una vida de plena imitación del Maestro: permanecían vírgenes o guardaban continencia, practicaban la oración y la mortificación cristiana y se ejercitaban en las obras de misericordia.
Durante los tres primeros siglos, ascetas y vírgenes no abandonaban el mundo ni se reunían, de ordinario, a vivir en común.
Sin solemnidades públicas, como las que luego se introdujeron, se comprometían a guardar la castidad «por el Reino de los Cielos» (Mt XIX, 12) y permanecían entre los demás miembros de su comunidad cristiana, habitando en sus casas y administrando sus bienes.
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En la sociedad romano-cristiana de los siglos IV y V, el fenómeno ascético tuvo resonantes manifestaciones en los propios círculos de la aristocracia.
Matrimonios de la nobleza senatorial, como Paulino de Nola y Terasia o Piniano y Melania, se desprendieron de inmensos patrimonios y asumieron una existencia de fieles discípulos de Jesucristo, según las enseñanzas del Evangelio.
San Jerónimo dirigió espíritualmente a los círculos ascéticos de nobles señoras romanas, primero en la propia Urbe y luego en Palestina: les explicaba los Libros Sagrados y les alentaba en el ejercicio de la ascesis cristiana.
La práctica de la castidad entre las mujeres se incrementó a lo largo del siglo IV y, a veces, viudas y doncellas vírgenes comenzaron a vivir en común, como sucedió en Roma, en torno a las nobles damas Paula y Marcela.
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