CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 29 agosto 2007 -
La belleza más grande que puedo caracterizar a una persona es la de la santidad considera Benedicto XVI.
A esta conclusión llegó en la audiencia general del miércoles, dedicada a hacer descubrir a los 12 mil peregrinos congregados en la plaza de San Pedro, bajo un sol aplanador, la radiante belleza de toda persona.
Lo hizo recogiendo la herencia espiritual dejada por san Gregorio de Nisa, obispo del siglo IV, «padre de la mística», que tuvo un papel decisivo en la historia del cristianismo en la definición de la divinidad del Espíritu Santo (Concilio de Constantinopla del año 381).
«La plena realización del hombre consiste en la santidad, en una vida vivida en el encuentro con Dios, que de este modo se hace luminosa también para los demás, también para el mundo», dijo al final de su intervención.
Para llegar a esta conclusión, el Papa meditó en el elogio del hombre que escribió san Gregorio.
«El cielo no fue hecho a imagen de Dios, ni la luna, ni el sol, ni la belleza de las estrellas, ni nada de lo que aparece en la creación», decía el santo, hermano de san Basilio y de santa Macrina.
«Sólo tú (alma humana) –añadía– has sido hecha a imagen de la naturaleza que supera toda inteligencia, semejante a la belleza incorruptible, huella de la verdadera divinidad, espacio de vida bienaventurada, imagen de la verdadera luz».
Y el padre y doctor de la Iglesia, explicaba: «Si con un estilo de vida diligente y atento lavas las fealdades que se han depositado en tu corazón, resplandecerá en ti la belleza divina… Contemplándote a ti mismo verás en ti al deseo de tu corazón y serás feliz».
Benedicto XVI invitó a los peregrinos a ver «cómo el hombre ha quedado degradado por el pecado. Y tratemos –les alentó– de volver a la grandeza originaria: sólo si Dios está presente, el hombre alcanza su verdadera grandeza».
«El hombre, por tanto, reconoce dentro de sí el reflejo de la luz divina: purificando su corazón, vuelve a ser, como era al inicio, una imagen límpida de Dios, Belleza ejemplar», añadió.
«El hombre tiene, por tanto, como fin la contemplación de Dios –dijo por último el obispo de Roma–. Sólo en ella podrá encontrar su plenitud. Para anticipar en cierto sentido este objetivo ya en esta vida tiene que avanzar incesantemente hacia una vida espiritual, una vida de diálogo con Dios».
Con su meditación, el Papa continúa con la serie de intervenciones sobre las grandes figuras de los orígenes de la Iglesia