"Está enfermo alguno de vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor. Y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor hará que se levante, y si hubiera cometido pecados, le serán perdonados" (Santiago 5,14-15)
La enfermedad puede conducir a la angustia, al repliegue sobre sí mismo, a veces incluso a la desesperación y a la rebelión contra Dios. Puede también hacer a la persona más madura, ayudarla a discernir en su vida lo que no es esencial para volverse hacia lo que lo es. Con mucha frecuencia, la enfermedad empuja a una búsqueda de Dios, un retorno a Él.
La Iglesia cree y confiesa que, entre los siete sacramentos, existe un sacramento especialmente destinado a reconfortar a los atribulados por la enfermedad, la Unción de los enfermos:
«Esta unción santa de los enfermos fue instituida por Cristo nuestro Señor como un sacramento del Nuevo Testamento, verdadero y propiamente dicho, insinuado por Marcos (cf Mc 6,13), y recomendado a los fieles y promulgado por Santiago, apóstol y hermano del Señor» (Concilio de Trento: DS 1695, cf St 5, 14-15).
No cabe ninguna duda de que la administración del sacramento de la Unción de los enfermos se realizó siempre conforme a un ritual, por elemental que éste fuese. Sin embargo, hasta el s. VII no poseemos ningún testimonio detallado a este respecto.
El primer documento que nos ofrece un verdadero ritual, aunque muy breve, es el Liber Ordinum de la Iglesia mozárabe española (v. 1, 2). Según el Ordo ad visitandum vel perungendum infirmum, allí incluido, el sacerdote al entrar en la habitación del enfermo le hace la señal de la cruz en la cabeza con el óleo bendecido, mientras dice:
«En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo que reina por los siglos de los siglos».
A continuación recita tres antífonas y una oración a Cristo para pedir las gracias del sacramento en favor del enfermo. Finalmente le imparte la bendición.
En la liturgia romana el rito de la Unción de los enfermos ha tenido una lenta evolución. Los rituales que aparecen a finales del s. VIII toman como base los textos del Ordo ad visitandum infirmum y del Ordo super infirmum in domo, de los Sacramentarios Gregoriano-Hadriano (Edic. de Lietzmann, n° 208) y Gelasiano antiguo (Wilson, 281-282) respectivamente, con la única adición en muchos casos de una fórmula apropiada para la unción.
Nacen así diversos ritos de la Unción de los enfermos más o menos homogéneos y, por lo general, breves y concisos. Pronto, sin embargo, y debido sobre todo a la influencia de los monasterios, estos ritos comenzaron a complicarse sobremanera con la añadidura de diversas prácticas y de nuevas fórmulas eucológicas, llegándose a extremos tales que pronto se hizo necesaria una reducción depuradora de los formularios.
Fue Cluny quien contribuyó grandemente a esto al adoptar para su uso un ritual de la Unción de los enfermos bastante más simplificado que los corrientes en la época.
La influencia de la gran abadía borgoñona se hizo sentir no sólo en sus filiales sino también en Roma y debemos decir que, aunque de manera indirecta, a ella se debió la elaboración del Ritual abreviado que en el s. XIII se incluyó en el Pontifical de la Curia Romana.
Al extenderse este Pontifical a casi toda la cristiandad latina se fue generalizando simultáneamente el citado Ritual. Alberto Castellani (1523) y el cardenal Santori (1584-1602) lo incluyeron también en sus respectivos Rituales. Cuando en 1614, por mandato de Paulo V, se redactó el Ritual Romano, vigente hasta nuestros días, se lo incorporó al mismo con pequeñísimas variantes.
Por lo que respecta al lugar o momento de su administración y a su relación a los otros auxilios sacramentales a los enfermos -Penitencia y Viático-, digamos que según consta, parece que el orden primitivo era el siguiente:
Primero se administraba al enfermo la Penitencia; luego la Unción, que se consideraba como un complemento de aquélla; finalmente, el Viático.
El rito de la Penitencia «ad mortem» se desarrollaba, de ordinario, en dos etapas bien diferenciadas y con formularios propios, a saber: la admisión a la penitencia pública, con la confesión de sus culpas por parte del penitente, en un primer momento; luego, generalmente después de un largo tiempo, la reconciliación por medio de la absolución sacramental.
La Unción de los enfermos, por lo general, se realizaba entre ambos momentos. Pero, cuando la Penitencia pública cayó en desuso y quedó sólo la Penitencia privada, todo el rito penitencial se redujo al solo momento de la reconciliación, es decir, a la confesión y subsiguiente absolución. Con ello la Unción de los enfermos quedó definitivamente desglosada del rito de la Penitencia y colocada inmediatamente después de ella. En cuanto al Viático, de ordinario se siguió administrando, como ya queda dicho, después de la Unción.
A partir del s. X este orden sufrió en algunas partes una pequeña alteración; el Viático pasó a ocupar el lugar intermedio entre la Reconciliación y la Unción. Este orden, sin embargo, sólo llegó a generalizarse hacia fines del s. XII, y a través del Ritual Romano de Paulo V se fijó, conservándose hasta nuestros días.
En el s. XX resurge una vuelta al orden anterior. Ya en el año 1950 la S. Sede concedió permiso a todas las diócesis alemanas para restablecer el uso primitivo; privilegio que en seguida se extendió a las diócesis belgas y francesas. El Vaticano II, por su parte, ordenó en la Constitución litúrgica Sacrosanctum Concilium:
«Además de los ritos separados de la Unción de los enfermos y del Viático, redáctese un rito continuado, según el cual la Unción sea administrada al enfermo después de la Confesión y antes de recibir el Viático».
Con esta disposición la mente del concilio está bien clara: volver a la praxis más antigua. Así lo hicieron la Instrucción Inter Oecumenici (26 sept. 1964), que dictaba algunas normas para la aplicación de la Constitución conciliar, y la Const. Sacram Unctionem infirmorum, que aprueba y promulga el nuevo Ordo litúrgico de este Sacramento.
En la Constitución determina Paulo VI que «el sacramento de la Unción de los enfermos se administra a Ios enfermos de gravedad ungiéndolos en la frente y en las manos con aceite de oliva o, según las circunstancias, con otro aceite de plantas debidamente bendecido, y pronunciando una sola vez estas palabras:
Por esta santa unción y por su bondadosa misericordia te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo, para que, libre de tus pecados, te conceda la salvación y te conforte en tu enfermedad».
La Unción debe hacerse en la frente y en las manos, aunque, caso de necesidad, es suficiente hacer una sola Unción en la frente o, por razón de las condiciones particulares del enfermo, en otra parte más apropiada del cuerpo pronunciando íntegramente la fórmula.
La Unción ha de hacerse con aceite bendecido por el obispo. En principio el aceite debe ser de oliva, pero, en aquellas regiones donde ese aceite falta totalmente o su adquisición resulta difícil, puede ser empleado un aceite de otro tipo, pero siempre obtenido de plantas.
Desde una perspectiva pastoral queremos insistir en lo que afirma el n° 73 de la Const. Sacrosanctum Concilium:
«la Unción de los enfermos no es el sacramento de quienes se encuentran en los últimos momentos de su vida. Por tanto, el tiempo oportuno para recibirlo comienza cuando el cristiano empieza a estar en peligro de muerte por enfermedad o vejez».
Si bien -como es lógico- en los casos en que el peligro de muerte se presente de modo imprevisto deberá entonces administrarse este sacramento, aunque el enfermo esté ya agonizando. El deseo de la Iglesia, y el verdadero ideal al que se debe llegar, consiste en que se administre con tiempo suficiente, cuando el enfermo esté en plena posesión de sus facultades mentales y con una preparación espiritual lo mejor posible.
Dedúcese de ahí el gravísimo error en que incurren las personas responsables del cuidado de un enfermo cuando retrasan para el último momento, cuando el enfermo carece de sentido o están muy mermadas sus facultades, el avisar al sacerdote para que le administre este sacramento.
A este respecto, se impone a los pastores de almas la grave responsabilidad y tarea de instruir a los fieles acerca de la dignidad y eficacia del sacramento de la Unción de los enfermos, para que sepan valorarlo y, en consecuencia, pedirlo oportunamente.