De todas maneras, llama la atención que los emperadores romanos, tan tolerantes con los cultos extranjeros, se convirtieran durante tres siglos en perseguidores de los cristianos. El cristianismo, aunque nacido en Palestina, tiene matriz internacional; al contrario que los judíos, los cristianos se integran en la ciudad donde viven, no constituyen un “ghetto”.
Posiblemente esta nota de universalidad cristiana fuera percibida como un peligro por quienes ocupaban la primera magistratura del poder político romano. Aparentemente los cristianos no se distinguen del resto de sus conciudadanos. Aceptan toda la cultura circundante, excepto lo que tiene razón de pecado y, qué duda cabe que esa cultura tiene algunas estructuras de pecado, impregnadas de paganismo.
Por ello, el cristiano se ve obligado, tanto en el plano individual, como en el social, ha discriminar aquello en lo que le es lícito participar de aquello que debe evitar. Es decir, su vida resulta paradójica para cualquier observador atento, que la contemplase, como pone de relieve el autor anónimo de la llamada Carta a Diogneto, cuando escribe en el siglo II:
“Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra, ni por su lengua, ni por sus costumbres. En efecto,...habitan sus propias patrias, pero como extranjeros; participan en todo como los ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña les es patria, y toda patria les es extraña.
Se casan como todos y engendran hijos, pero no abandonan a los nacidos. Ponen mesa común, pero no lecho. Viven en la carne, pero no viven según la carne. Están en la tierra, pero su ciudadanía es la del cielo...Aman a todos, y todos los persiguen. Se les desconoce y, con todo,se les condena. Son llevados a la muerte y, con ello reciben la vida.
Son pobres y enriquecen a muchos...Se les insulta, y ellos bendicen. Se les injuria, y ellos dan honor. Hacen el bien, y son castigados como malvados...Para decirlo con brevedad, lo que es el alma para el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo”.
La descripción nos resulta brillante y a la vez realista. Podríamos afirmar que los cristianos de los primeros siglos cumplen en este punto con el precepto de Jesús: “Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”.
Finalmente, cabría concluir que, a pesar de sus exigencias y de los obstáculos acumulados en su camino, el cristianismo consiguió extenderse, como religión mayoritaria, por el mundo greco-romano. Después de haber sido durante cerca de tres siglos una religión ilícita, se convirtió no sólo en una religión autorizada, como el judaísmo, los cultos de Isis, de Cibeles o de Mitra, sino que fuera la religión del emperador y del Imperio.
Durante los primeros siglos de Historia del cristianismo quien se convierte a esta nueva religión no lo tiene fácil, basta que nos fijemos en el contexto social y cultural de la época. Se podría afirmar que los caminos que llevan a la conversión al cristianismo han sido muy variados, tantos como las personas que se incorporan a la nueva religión.
De todas formas, si observamos con atención, nos vamos a encontrar con un común denominador que estará presente en la imensa mayoria de los casos. Nos referimos al encuentro personal que se da entre un cristiano y un futuro converso.
by Domingo Ramos y Gabriel Larrauri – www.primeroscristianos.com
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