Pero el gran viento de las victorias empuja a los cien mil soldados desde las Galias hasta Turín, por Brescia y Verona, y a todo lo largo de la vía Flaminia. Constantino tenía videncias de su propio triunfo, porque no combatía solamente con sus ejércitos, sino con el poder divino de aquel anagrama que, a la luz sangrienta del otoño, resplandecía en los estandartes y sobre el pecho de sus leales, recordando otra batalla más cruel y decisiva: la de Cristo en la cruz. Y con su nombre iba seguro a la victoria.
Fue así el milagro, según lo refiere Eusebio, recogido de los mismos labios del emperador. Que a los comienzos de esta injusta guerra embargaba su espíritu el pensamiento de la muerte, como acontece a los que llevan oficio de armas. Y repasó en su memoria el fin dramático de todos los emperadores que habían perseguido a los cristianos. Sólo su padre, Constancio, encontró una muerte piadosa, tranquila, serena.
¿Acaso porque quiso bien, en amistad y protecciones, a los creyentes de la cruz? Pide entonces un signo al Señor de los Ejércitos. Y se le dio, en un estupendo milagro. Sobre un cielo deslumbrante de mediodía vio arder una cruz de sangre, con esta divisa: IN HOC SIGNO VINCES. Era el lábaro de su victoria. Y más aún. En el sueño impaciente de aquella noche Cristo se le muestra, ordenándole que sus combatientes, sus armas, sus banderas, lleven su propio nombre sacro e invencible.
Y mientras aquel 28 de octubre del 312 se alza al cielo, desde las siete colinas, el incienso inútil ofrecido por Majencio a los dioses paganos, la última batalla del Puente Milvio, sobre el Tíber, proclama a Constantino emperador triunfante en la señal de la cruz.
El famoso Edicto de Milán es el ofrecimiento de su victoria a la cruz. Los cristianos se ven libres, con todos los derechos jurídicos de los ciudadanos de Roma. En su brevedad, una sola idea se repite, con clara intención, para que no haya espacio a interpretaciones o dudas: la perfecta igualdad de ciudadanía para los creyentes, a los que ningún prefecto podrá, en adelante, torturar con los garfios y las cárceles ante la pública profesión de su fe.
Y, a los pocos años, el hallazgo de la cruz, como radiante trofeo de aquella gesta castrense. Era muy lógico que Constantino y los de su casa anhelaran, muy ardidamente, poseer aquella cruz, aparecida en los cielos. Y es su madre Elena la que se pone en piadosa romería hacia Oriente.
Todo esto es pura historia. La podemos seguir con Eusebio, por todo el itinerario, entre las aclamaciones entusiastas que la hacen, a su paso, las provincias del Imperio. Visita la cueva de Belén para seguir, con fidelidad, el recuerdo de la vida de Cristo. Sobre el desnudo pesebre, que profanan unos altares en honor de Adonais, edifica un templo majestuoso, "de una hermosura singular, digno de eterna memoria".
Se detiene largamente en el lago, porque aquel mar de Tiberíades, que tiene geografía y curvas de corazón, palpita como el corazón de todo el Evangelio, como el mismo Corazón de Cristo. Y después a las agonías del monte de los Olivos. Y al Calvario.
En este punto nos despedimos de Eusebio de Cesarea, que nos guió minuciosamente, con sus infolios, en la peregrinación de la emperatriz. Los rigores de la crítica histórica hinchan el silencio de este escritor para tejer las insidias de la duda en la maravilla celeste del HALLAZGO. Pero este dato no entenebrece su perfecta historicidad.
Lo consignan escritores eminentes: Rufino, Sozomeno, el Crisóstomo, San Ambrosio, y el Breviario Romano lo tiene recibido, en las Lecciones históricas, para la fiesta de este día. Además, Eusebio de Cesarea no ignora el suceso, aunque no lo consigne expresamente, pues reproduce una carta de Constantino a Macario, obispo de Jerusalén, en la que se habla "del memorial de la Pasión escondido, bajo la tierra, durante muy largos años".
Con las fuentes mencionadas podemos componer la historia así. A los comienzos del siglo IV el más inconcebible abandono cubría los Santos Lugares, a tal punto que la colina del Gólgota y el Santo Sepulcro permanecían ocultos bajo ingentes montañas de escombros.
El concilio de Nicea dictó algunas disposiciones para devolver su rango y su prestigio a aquellas tierras sembradas por la palabra y la sangre del Redentor, mientras el mismo Constantino ordenaba excavaciones que hicieran posible recuperar el Santo Sepulcro.
Y allí Elena, alentando con su poder y sus oraciones el penoso trabajo. Se descubre una profunda cámara con los maderos, en desorden, de las tres cruces izadas sobre el Calvario aquel mediodía del Viernes. ¿Cuál de las tres, la verdadera cruz de Jesucristo? Y entonces el milagro, para un seguro contraste.
Porque el santo obispo de Jerusalén, a instancias de Elena, las impone a una mujer desvalida, siendo la última la que le devuelve la salud. Aún la tradición añade que, al ser portada la Vera Cruz, procesionalmente, en la tarde de aquel día, un cortejo fúnebre topó con el piadoso y entusiasta desfile, y, deseando el obispo Macario más y más certificarse sobre el auténtico madero, mandó detenerle, como Jesucristo en Naím, cuando los sollozos de la madre viuda le arrancaron del corazón el devolverle la vida a su único hijo muerto.
Se probaron, con el que llevaban a enterrar, las tres cruces, y sólo la que ya veneraban como verdadera le resucitó. Era el 14 de septiembre del año 320.
La emperatriz Elena, en nombre de su hijo, edificó allí el "Martyrium” sobre el sepulcro, dejando la cruz, enjoyada en riquísimo ostensorio, para culto y consuelo de los fieles. Una parte fue enviada a Constantino, junto con los cinco clavos, dedicando a tan insignes reliquias la basílica romana de la Santa Cruz de Jerusalén para que toda la cristiandad la venerara y fortaleciera también la "Roca" de Pedro.
Dictó, además, Constantino un decreto, por el que nadie sería en adelante castigado al suplicio de la cruz, divinizada ya con la muerte del Hijo de Dios.
Las cristiandades de Oriente celebraron este hallazgo de la cruz con la pompa hierática de su rica liturgia, en el "Martyrium" de Constantino, consagrado el 14 de septiembre del 326. Precedían a la fiesta cuatro días de oraciones y rigurosos ayunos de todas aquellas multitudes que afluían de Persia, Egipto y Mesopotamia. Allí encontró su camino de santidad una mujer egipciaca pecadora que, como la Magdalena, se llamaba María.
Muy pronto la fiesta del hallazgo se incorporó a las liturgias de toda la cristiandad cuando fueron llegando a las Iglesias occidentales las preciosas reliquias del "Lignum Crucis", como regalo inestimable para promover entre los fieles el recuerdo vivo de nuestra redención.
Tres siglos después —3 de mayo del 630— acontecía en Jerusalén otro suceso feliz. El emperador Heraclio, depuesta la majestad de sus mantos y de su corona, con ceniza en la cabeza y sayal penitente, portaba sobre sus hombros, desde Tiberíades a Jerusalén, la misma Vera Cruz que halló Elena.
En un saqueo de la Ciudad Santa fue sustraída por los infieles persas. Y ahora era devuelta al patriarca Zacarías con estos ritos impresionantes de fervor y humildad.
Las liturgias titularon este acontecimiento con el nombre de “Exaltación de la Santa Cruz". Y, aunque las Iglesias occidentales acogieron con entusiasmo semejante recuperación definitiva del Santo Madero, sólo muy tardíamente fue conmemorada su fiesta, según se ve en el sacramentario de Adriano.
El tiempo confundió la historia de ambas solemnidades. Y todo el Occidente cristiano, dando mayor acogimiento y simpatía al hallazgo de la cruz, lo celebró siempre en este día 3 de mayo, dejando para el 14 de septiembre la memoria de la "Exaltación”.
Escribía De Broglie en el pasado siglo:
"A la nueva de que Jerusalén se alzaba de sus ruinas, coronada por la verdadera cruz de Cristo, escapóse un grito de alegría de toda la familia cristiana. Dios acababa de consagrar, con un postrer milagro, el triunfo ya maravilloso de su Iglesia.
¡Qué espectáculo este resurgimiento, desde las entrañas de la tierra, de los instrumentos del Suplicio divino, convertidos en una señal de dominación y de victoria. Se creía hallarse presente a la resurrección universal y ver al Hijo del Hombre, entronizado en la nube, venir para coronar a sus fieles servidores".
Pero la cruz de Cristo resume, en su íntima teología, todos los misterios estremecidos que hilan el dogma de la religión cristiana. Dos proyecciones hacia el infinito: la una, fragante de luz; la otra, sombría de sacrificio y de sangre.
Como signo de libertad para todo el linaje humano, resplandece victoriosa, presidiendo el desfile apresurado de las edades, de las civilizaciones y de la culturas, con una viva presencia impresionante, en todos los corazones que creen, que esperan y que aman. El navío de Pedro puede marear seguro, hasta que pase este mundo y su figura, todos los mares amargos y difíciles, porque lleva, en la vela latina, el signo inmortal de la cruz.
FERMÍN YZURDIAGA LORCA
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