Durante los primeros siglos de Historia del cristianismo quien se convierte a esta nueva religión no lo tiene fácil, basta que nos fijemos en el contexto social y cultural de la época. De ahí que debamos recordar qué eran las religiones paganas en los albores del cristianismo.
Estas religiones antiguas se hallaban ligadas a manifestaciones puramente externas de culto y, por otra parte, estaban muy unidas a la vida familiar y social de la propia ciudad (polis, civitas). Todo hombre libre, precisamente porque forma parte de una familia y de una ciudad, honra a los dioses protectores de éstas.
Desde el momento en que nace, lo presentan ante el altar donde se venera a los genios tutelares de su raza y éstos lo reconocen y lo adoptan de alguna manera. Lo inscriben a la vez en los registros de la fratría en Atenas o de la gens en Roma. Análogas ceremonias se renuevan cuando, por primera vez se le corta el pelo o se viste la toga viril.
Más tarde, si se le nombra para una magistratura, ejerce las funciones religiosas al mismo tiempo que los poderes políticos. Así por ejemplo, en Atenas el polemarca ofrece el sacrificio anual en honor de los guerreros de Maratón y preside los funerales de los guerreros muertos durante el año.
Otro tanto sucede en Roma. Así por ejemplo, no pueden reunirse los comicios, ni celebrarse las elecciones antes de que se haya consultado a los augures, y sólo los días fastos podían elegirse para poder celebrar tales eventos. Ya se tratara de declarar la guerra, de librar una batalla, de firmar un tratado, habían de celebrarse en nombre del Estado ritos fijados por una tradición de la que eran custodios los sacerdotes, para que las divinidades les fueran propicias.
Las religiones antiguas, nacionales en un principio, inseparables de la vida política, no son sin embargo exclusivistas. Como consecuencia de una guerra victoriosa, los dioses de los pueblos vencidos son llevados como esclavos, al igual que los hombres; pero como a pesar de todo no es posible evitar temerlos, se adquiere la costumbre de venerarlos con los otros y se les suplica concedan en lo sucesivo su protección a los nuevos fieles.
En caso de derrota entra la desconfianza con respecto a las divinidades nacionales que no han sabido proteger a sus adoradores y, sin abandonarlos, se recurre a los dioses del pueblo vencedor o a dioses extranjeros de los que se ha oído hablar, o cuyos beneficios se han experimentado ya ocasionalmente. Todos estos procedimientos se realizan especialmente en Roma, donde la pobreza de la religión primitiva hace más fácil la aceptación de los dioses de Grecia, primero, y más tarde de los dioses de Oriente.
Un corolario que se deducirá de esta concepción religiosa pagana será la equivalencia del culto a los dioses y, en consecuencia, se favorecerá la presencia de un sincretismo, que ofrecerá una especie de religión a la carta, según las preferencias que estén en boga. Algo similar a lo que sucede en la actualidad con el relativismo de la New Age, de la llamada Iglesia de la Cienciología y con las variadas sectas gnósticas de cuño oriental.
Por su parte, los individuos pueden adorar en privado a todos los dioses que quieran adoptar, siempre que permanezcan fieles a los cultos de la ciudad. Cuando la dinastía de los Severos ocupa el poder imperial, la moda y el favor de los soberanos ayudan al desarrollo del sincretismo y los emperadores son los primeros en practicarlo. Según el historiador Lampridio, Alejandro Severo había hecho colocar en la larario la imagen de Jesucristo, junto con Abrahán, Orfeo, Apolonio de Tiana y otros personajes que él consideraba divinizados.
Darse de baja de la religión es darse de baja de la ciudad. Si a Sócrates se le condena a beber la cicuta, los magistrados dictan esta sentencia con el pretexto de que no cree en los dioses en los que cree la ciudad y de que los sustituye por dioses nuevos. El desgraciado que rechaza a sus dioses, o el que por un grave crimen es arrojado de la ciudad pierde todos sus derechos sobre el agua y el fuego, es decir, sobre los elementos más indispensables en la vida. Dondequiera que se encuentre en adelante, ya no tiene patria, ni familia, ni religión.
Con tales precedentes se entiende bien que el cristiano encuentre dificultades no pequeñas para vivir su fe, puesto que la conversión no sólo comporta la renuncia a una religión de sus antepasados, sino también a unas realidades sociales que pueden entrar en colisión hasta con los lazos familiares.
Este será el caso de Santa Perpetua, una mujer joven de noble cuna, que tiene aún padre y madre, dos hermanos, uno de los cuales es catecúmeno y un niño de pecho, cuando es detenida bajo la acusación de ser cristiana. Su anciano padre es un pagano convencido y multiplica sus esfuerzos para devolver a su hija a la religión tradicional. Acude presuroso ante el tribunal, según ella misma nos cuenta, y le dice a su hija:
—“Hija mía, ten compasión de mis canas; ten compasión de tu padre si es que merezco de ti el nombre de padre. Si con el trabajo de estas manos te he llevado hasta la flor de la edad, si te he preferido a todos tus hermanos, no me entregues al oprobio de los hombres. Mira a tus hermanos, mira a tu madre y a tu tía materna, mira a tu hijito que no podrá sobrevivir a tu muerte. No seas empedernida, ni la ruina de todos nosotros. ¿Quién de nosotros podrá hablar libremente si a ti te condenan?
Así hablaba el padre, llevado de su piedad. Me besaba las manos y se arrojaba a mis pies, y con lágrimas me suplicaba llamándome, no ya su hija, sino su señora. Yo era la primera en sentir el dolor de mi padre, pues era el único de toda mi familia que no había de alegrarse de mi martirio. Y traté de darle ánimos diciéndole:
―Allá en el estrado del tribunal sucederá lo que Dios quisiere; pues has de saber que nuestra suerte no está en nuestras manos, sino en las de Dios...
Otro día...apareció mi padre con mi hijito en los brazos, y apartándome un poco del estrado me dijo:
―Ten compasión de tu hijo.
Y el procurador Hilariano, que había recibido a la sazón el ius gladii o poder de vida y muerte, en lugar del difunto procónsul Minucio Timiniano, le dijo:
―Ten consideración a las canas de tu padre; ten considrecaión a la tierna edad del niño. Ofrece un sacrificio por la salud de los emperadores.
Y yo respondí:
―No sacrifico.
Hilariano:
―Luego ¿eres cristiana? ―dijo.
Y yo respondí:
―Sí, soy cristiana.
Y como mi padre insistiera en que yo renegase, Hilariano mandó que se le echara de allí y aún le maltrataron con una vara. Yo sentí los golpes de mi padre como si a mí misma me hubieran apaleado. También me dolí por su avanzada vejez.
Entonces Hilariano pronuncia sentencia contra todos nosotros, condenándonos a las fieras. Y bajamos jubilosos a la cárcel”.
Nada más emocionante que esta narración. Perpetua no es impasible; tiene hacia su padre un afecto profundo, sufre con sus sufrimientos y, sin embargo, no puede volverse atrás de su decisión: pertenece a Cristo.
Con todo, las exigencias de la vida familiar no son las únicas que constituyen un obstáculo para la conversión. Lo mismo sucede, y con más razón, con las que provienen de la vida social. La opinión pública condena al cristianismo. Es más, muchas veces incluso el mero nombre “cristiano” suscita la animadversión y la condena de los paganos. Así nos lo atestigua Tertuliano cuando escribe:
“La mayor parte han dedicado un odio tan ciego al nombre de cristiano que no pueden rendir a un cristiano un testimonio favorable sin atraerse el reproche de llevar dicho nombre:
― “Es un hombre de bien, dice uno, este Gayo Seyo, ¡lástima que sea cristiano! Otro dice también:
―Por mi parte, me extraño de que Lucio Ticio, un hombre tan ilustrado, se haya hecho súbitamente cristiano.
Nadie se pregunta si Gayo no será hombre de bien y Lucio ilustrado, porque son cristianos, porque el uno es hombre de bien y el otro ilustrado”.
Contra los cristianos se exhiben toda suerte de calumnias y rumores infamantes. Un repertorio de semejantes habladurías nos las ofrece Cecilio, un hombre culto e instruido, que apenas duda en creer y propalar que los cristianos adoran a un asno, participan en el asesinato ritual de niños y en orgías nocturnas. Es inútil que los apologistas cristianos refuten tales calumnias.
A estos vulgares maledicencias hay que añadir las acusaciones de ateísmo, de charlatanismo y de magia, el desprecio por los asuntos públicos, etc. Sucede, a veces, que el populacho airado toma por lo trágico estas acusaciones y atribuye a los cristianos los cataclismos que se producen. Son los grandes culpables de las desgracias nacionales:
¿Qué el Tiber se desborda en Roma? ¿Qué el Nilo, por el contrario, no se desborda en las campiñas de Egipto para fecundar la tierra? ¿Qué el cielo sigue inmóvil, tiembla la tierra, se declaran el hambre y la peste? Inmediatamente se grita: “los cristianos a los leones”.
Durante siglos se sigue haciendo responsable a los cristianos de las desgracias públicas. Orígenes, Arnobio y S. Agustín se ven forzados a responder a esos ataques y a recordar que mucho antes de la predicación del Evangelio ya habían existido inundaciones, pestes y guerras.
by Domingo Ramos y Gabriel Larrauri – www.primeroscristianos.com
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