La misericordia requiere de todos la conversión, especialmente de los más alejados de la gracia de Dios, de los criminales y de los promotores o cómplices de la corrupción.
Jesús dice: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque quedarán saciados” (Mt 5, 6). En el ámbito de la ética, la justicia es el orden que garantiza la armonía en lo personal y en lo social[1]. La justicia implica la disposición a someter las propias acciones a una medida o norma justificativa que los demás puedan aceptar[2]. Es la virtud que inclina a dar a cada uno lo que le corresponde o pertenece. Más concretamente, “la justicia pretende tratar según requiere su esencia a las demás personas, a los acontecimientos de la vida y a las cosas del mundo”[3].
Pero la experiencia común es que este mundo es muy injusto, está lleno de mentiras y de delitos. Esperamos la justicia del juicio definitivo de Dios. Pero entonces ¿qué significa la justicia como virtud humana? ¿Y qué significa en perspectiva cristiana?
En la perspectiva judeocristiana, la justicia se entiende siempre en vinculación con la justicia de Dios y la obra redentora de Cristo. Él nos ha traído la “justificación”, pues vivir en Cristo es vivir en la justicia misma. La justificación que viene por Cristo sitúa al hombre ante la voluntad de Dios y le anima a ejercer plenamente su libertad trabajando aquí abajo por el Reino de Dios.
De esta manera, “el hambre y la sed de justicia”, que Jesús propone, impulsan al cristiano a mejorar la justicia humana. A la vez le abren a la justicia más plena que es la santidad; y a la sustancia de la santidad que es la caridad. Así la vocación cristiana lleva a buscar la justicia y al mismo tiempo acercarse a la perfección del Padre celestial, por Cristo en el Espíritu (cf. Mt 5, 48).
Veamos en segundo lugar las dimensiones sociales de la fe cristiana[4]. El compromiso social está en el corazón del Evangelio. Jesús asumió la naturaleza humana en el contexto de las relaciones sociales. La persona humana es imagen de la Trinidad sobre todo por su relación con los demás. Y esto ha de vivirse particularmente en la Iglesia, porque corresponde esencialmente a su naturaleza y misión[5], y traducirse en misericordia (cf. Mt 25, 35 ss).
Por eso la misión de la Iglesia y de los cristianos se dirige a todo lo que afecta a las personas, a sus necesidades materiales y espirituales. A la vez, conviene advertir que, en esa misión hay diversas funciones y modos de realizarla. Los fieles laicos tienen una responsabilidad directa en la política, la economía, etc[6].
Esto nos habla de que la religión no debe recluirse en el ámbito privado, como pretenden muchos partidarios del laicismo. Esto es una falacia, porque tanto la doctrina como el culto y la moral cristianos desembocan en la preocupación por las personas y por el mejoramiento del mundo. Dos criterios cabe destacar en esto:
a) El amor a los pobres[7] se refiere tanto a las antiguas como a las nuevas formas de pobreza: los niños por nacer y los ancianos de la cultura del “descarte”, los refugiados, los perseguidos, etc.
Este criterio se basa en que Cristo se despojó del rango de su naturaleza divina para hacerse hombre, convivir con los hombres y entregarse hasta la muerte por nosotros (cf. 2 Co 9); y estuvo siempre cercano a los pobres y necesitados, sin excluir a todos los demás.
Como consecuencia los cristianos estamos llamados a acercarnos a los pobres, descubrir sus necesidades y trabajar para combatir las causas de la pobreza en el mundo. Al mismo tiempo debemos realizar los gestos más sencillos y cotidianos de solidaridad y de misericordia, como expresión concreta de la caridad[8]. Además hemos de valorar a los necesitados en su dignidad y aprender mucho de ellos, sobre todo en la relación con Dios y con los demás[9].
Se trata de un principio que debe informar la economía y la política, aunque no sea fácil de llevar a cabo. En cualquier caso afecta a todo cristiano personalmente y a toda comunidad cristiana, y es esencial para librarse de una mentalidad individualista, indiferente y egoísta.
b) El diálogo social que promueve la paz. La paz que promueve el cristianismo no es la consecuencia de un mero consenso social que favoreciera sólo a algunos. Exige proyectos concretos y realistas en el tiempo, educar en la ciencia de la cruz, priorizar la realidad sobre las meras ideas, educar con una visión de conjunto y con visión universal sin desdibujar por ello los valores particulares, locales y concretos.
Para todo esto los cristianos debemos fomentar el diálogo social que promueve la paz a muchos niveles, y hacerlo según nuestras circunstancias y posibilidades: el diálogo entre los ciudadanos y entre los Estados, el diálogo con las culturas y las ciencias –con apertura a la interdisciplinariedad–, el diálogo y empeño ecuménico –apreciando los grados de comunión y los elementos de verdad y de bien que existen en las diversas confesiones cristianas– y el diálogo interreligioso –sin dejar de un lado el anuncio del Evangelio– con respeto a las tradiciones religiosas y sus diversos valores que merecen ser conocidos y debatidos.
Para los cristianos la justicia es inseparable de la caridad[10]. Lejos de cierta imagen simplista que la reduce a momentos aislados de beneficencia o limosna –con todo lo bueno que tienen estas actividades de honda raigambre cristiana– , la caridad es la virtud más importante en el cristianismo. La caridad comienza por la justicia y la exige, puesla justicia es su primera vía y su medida mínima, y por eso los cristianos debemos reconocer y respetar los legítimos derechos de las personas, y trabajar por ellos.
Por otro lado, “la caridad supera la justicia y la completa siguiendo la lógica de la entrega y el perdón[11]. El mundo actual está muy necesitado de solidaridad, de fraternidad entre los hombres y entre los pueblos. Y esto solo puede nacer verdaderamente de la vocación a ser hijos de Dios en Cristo. Los cristianos creemos que el mensaje del Evangelio es un gran impulso a la solidaridad, por medio de la caridad en la verdad[12].
Según Tomás de Aquino la misericordia es la mayor de todas las virtudes en cuanto al obrar exterior[13]. Nos hace semejantes a Dios[14], como se mostró plenamente en Cristo, rostro humano de la misericordia divina, en sus actitudes y en sus enseñanzas.
Por tanto, la misericordia nada tiene que ver con un sentimentalismo, sino que se sitúa en el núcleo del mensaje evangélico (cf. Mt 25, 35 ss.) y es criterio para saber quiénes son realmente hijos de Dios. Es también ideal de vida y principal signo de credibilidad de la fe cristiana, pues el amor se demuestra en la vida concreta[15].
Entre los modos concretos de ejercitar la misericordia, destacan las obras de misericordia corporales y espirituales. Otros modos de vivir la misericordia pueden ser: la adoración de la Eucaristía (donde está Jesús, fuente viva de la misericordia) y la confesión de los pecados (los confesores deben ser un verdadero signo de la misericordia del Padre), las misiones populares y las indulgencias[16].
La misericordia requiere de todos la conversión, especialmente de los más alejados de la gracia de Dios, de los criminales y de los promotores o cómplices de la corrupción.
Finalmente conviene explicitar la conexión entre la justicia y la misericordia, que corre paralela a la relación entre verdad y caridad. La justicia ha sido interpretada con frecuencia de una manera estrecha, como mero cumplimiento de la ley[17]. Contra la mentalidad legalista de los fariseos, Jesús destaca el gran don de la misericordia divina que busca a los pecadores para ofrecerles el perdón y la salvación, y reclama ante todo la atención a las necesidades que tocan la dignidad de las personas.
En suma, “Dios no rechaza la justicia. Él la engloba y la supera en un evento superior donde se experimenta el amor que está en la base de una verdadera justicia. (…) Esta justicia de Dios es la misericordia concedida a todos como gracia en razón de la muerte y resurrección de Jesucristo”[18].
El tiempo de la Iglesia y el de los cristianos es, pues, un tiempo de misericordia, que nos llama a convertirnos siguiendo el estilo del ser y del obrar de Dios. Por eso cada cristiano y cada comunidad cristiana están llamados a anunciar la misericordia divina con la vida y la palabra.
Esto requiere el esfuerzo de cada uno, apoyados en la gracia de Dios: “Misericordia –señala San Josemaría desde la central referencia a Cristo– significa mantener el corazón en carne viva, humana y divinamente transido por un amor recio, sacrificado, generoso”[19].
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[1] Cf. R. Guardini, La esencia del cristianismo. Una ética para nuestro tiempo, Cristiandad, Madrid, 3ª ed, 2007, p. 176.
[2] Cf. R. Spaemann, Ética. Cuestiones fundamentales, Pamplona 2010, cap. IV.
[3] R. Guardini., o.c., p. 341.
[4] Cf. H. De Lubac, Catolicismo: aspectos sociales del dogma, Madrid 1988 (original de 1938); cf. Francisco, exhortación apostólica Evangelii gaudium (24-XI-2013), cap. IV, para todo lo que sigue..
[5] Benedicto XVI, Motu proprio Intima Ecclesiae natura, 11-XI-2012, cf. Encíclica Deus caritas est (25-XII-2005), n. 25.
[6] Cf. La nota de la Congregación para la Doctrina de la fe sobre el compromiso y la conducta de los católicos en la vida pública, 24-XI-2002.
[7] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2443-2449.
[8] Cf. Exhortación Evangelii gaudium (24-XI-2013), nn. 188 y 195; cf. Juan Pablo II, Carta Novo millennio ineunte (6-I-2001), n. 50.
[9] Cf. Santo Tomás de Aquino, STh, II-II, q 27, a2.
[10] Cf. Enc. Caritas in veritate (29-VI-2009), n. 6.
[11] Cf. Juan Pablo II, "No hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón" (Mensaje para la Jornada mundial de la paz, 2002); cf. Encíclica Caritas in veritate, n. 6.
[12] Cf. Ibid, nn. 1 y 78.
[13] Cf. STh, II-II, q. 30, art. 4.
[14] Cf. Ibidem.
[15] Cf. Francisco, bula Misericordiae vultus (11-IV-2015) por la que se convoca el Jubileo extraordinario de la Misericordia, n. 9.
[16] “Las indulgencias son la remisión ante Dios de la pena temporal merecida por los pecados ya perdonados en cuanto a la culpa”, que se obtiene por la mediación de la Iglesia (cf. Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, n. 312).
[17] Cf. Misericordiae vultus, n. 20.
[18] Ibid, n. 21.
[19] Homilía Con la fuerza del amor, en Amigos de Dios, n. 233. Vid. también nn. 77-80.