Cuando los habitantes del pueblo iraquí de Karamles huyeron ante el avance de las fuerzas terroristas del Estado Islámico (EI), Victoria, una anciana de 80 años estaba entre la docena de personas impedidas que no pudieron marcharse.
Esta viuda, una cristiana católica caldea, no sabía nada sobre la evacuación que de repente dejó desierto el pequeño pueblo donde vivía desde hacía años. A la mañana siguiente fue a la Iglesia, de Santa Addai, como hacía a diario. La anciana encontró el lugar cerrado y las calles desiertas. Entonces supo que el EI había llegado.
Hemos conocido a Victoria en nuestra primera tarde en Erbil nada más comenzar nuestro viaje de la fundación pontificia Ayuda a la Iglesia Necesitada para recabar testimonios y aprobar nuevos proyectos de ayuda. Quiso contarnos su historia tal cual la habían vivido ella y su vecina Gazelle, otra anciana superviviente.
Durante cuatro días, estuvieron encerrados en sus casas, sin atreverse a salir fuera. “La oración nos sostenía”, dice Victoria. Pero así como necesitaban comida para su alma, también necesitaban comida para su cuerpo, y cuando los recursos se agotaron, salieron a buscar agua y otros productos básicos.
Entonces inevitablemente se toparon con las tropas del EI. Dando cuenta de su dramática situación, les pidieron ayuda. Para su sorpresa, los yihadistas les dieron agua, incluso después de que ellos se negasen a abandonar el cristianismo. Unos días después, el EI les encontró en sus casas y los retuvieron en la capilla de Santa Bárbara, que se encuentra justo en las afueras de la localidad. Eran como una docena de personas, el último resto de los cristianos de Karamles.
“Debéis convertiros”, les dijeron los yihadistas. “Nuestra fe os promete el paraíso”, añadieron. Victoria yGazelle respondieron: “Creemos que si os mostramos amor y bondad, perdón y misericordia, podemos traeros el Reino de Dios a la tierra así como en el cielo. El Paraiso tiene que ver con el amor. Si queries matarnos por nuestra fe, estamos preparadas para morir aquí y ahora”. Los militantes del EI no respondieron. La docena de cristianos, muchos de ellos eran ancianos y enfermos, fueron liberados. Pudieron marcharse en un coche destartalado y otros medios de transporte que aún conservaba alguno de ellos.
Victoria y Gazelle siguen siendo vecinas. Pero ya no en dos casas pared con pared, sino en dos colchones en una habitación que ha alquilado la Iglesia en Ankawa, un barrio de Erbil, la capital del Kurdistán iraquí.
Allí mismo, sobre sus colchones, ellas cuentan su historia. Tras narrar lo sucedido, Victoria no puede evitar romper a llorar. “Ebony”, dice, lanzándose a mis brazos. Después de abrazarnos, su obispo, Mons. Amel Nona de Mosul, él también refugiado, me cuenta que “Ebony” significa en árabe “mi hijo”. Me marcho cayendo en la cuenta de que he sido en realidad como un niño sentado a los pies de dos mujeres grandes en fortaleza, fe y amistad.