Con esa referencia ha recordado que la Iglesia debe seguir siendo lo que ya fue desde el primer instante, con el “pistoletazo” de salida en Pentecostés, y las lenguas de fuego sobre la primitiva comunidad cristiana: varones y mujeres, reunidos en el Cenáculo de Jerusalén, en torno a María, Madre de Dios y de la Iglesia, para lanzarse ya al mundo entero. Allí comenzó la Iglesia “en salida” y, mal que bien, lo ha continuado siendo a lo largo de los siglos; de lo contrario hoy no habría un Sínodo romano, ni yo estaría escribiendo estas líneas.
El Sínodo llega ahora al ecuador de su camino y, entre tantos posibles comentarios, solo deseo recordar cómo todos los cristianos somos copartícipes de su andadura, porque también lo somos de un más amplio y permanente camino sinodal de la Iglesia, que no se reduce a un sínodo concreto y, de suyo, pasajero.
Ya los primeros cristianos “hicieron sínodo” sobre todo por el diario “caminar juntos” en la común fe recibida, porque esto significa como es sabido el término “sínodo”; así fueron “Iglesia sinodal”, y no tanto por el hecho de reunirse a debatir cuestiones como sucede estos días en Roma. También esto es necesario, y ha servido para ahondar en muchos aspectos de las verdades de fe y vivir mejor lo esencial del cristianismo: amar a Cristo y darlo a conocer con la propia vida. Esta será siempre la referencia clave de la misión de la Iglesia.
De ahí que ahora estemos, o no, en las aulas del Sínodo romano, debemos ser copartícipes, porque antes, ahora y después, hemos sido y seguiremos siendo peregrinos del incesante caminar de la Iglesia, que comprende este y cuantos sínodos y concilios ha habido, desde el siglo I en Jerusalén.
Los primeros cristianos “hicieron sínodo” caminando estrechamente unidos por la fe del bautismo: todos juntos, pero no revueltos; y cada uno en y desde su sitio, donde Dios los llamó para seguir a Cristo, sin confusión ni mutuas envidias entre los dones recibidos por unos y otros, como discípulos del Señor.
Todos gozosos por el sacerdocio real compartido universalmente en razón del Bautismo; otros, además, por el sacerdocio ministerial solo propio de ellos en virtud del sacramento del Orden, para constituir la jerarquía sagrada querida expresamente por Cristo, Cabeza y Fundador de su Iglesia. Todos los bautizados se sabían “Iglesia”, Familia de Dios, formando así el “Cristo total” como escribió san Agustín y recuerda el número 795 del Catecismo.
El “camino sinodal” en el sentido indicado -el de todos los bautizados, sin más distinción-, se inició ya antes del primer sínodo, que reunió en Jerusalén a los apóstoles y presbíteros para estudiar y decidir las obligaciones de los judíos convertidos al cristianismo. Antes, pues, de aquel primer concilio, en el que solo participaron “presencialmente” apóstoles y presbíteros, ya había “camino sinodal” en su más genuina esencia: el que recorrían a diario todos los bautizados, como lo prueban los Hechos de los Apóstoles, donde leemos:
“Todos ellos perseveraban unánimes en la oración, junto con algunas mujeres y con María, la madre de Jesús” (Hechos 1, 14). “Perseveraban unánimes en la doctrina de los apóstoles y en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones. (…) Todos los creyentes estaban unidos” (Hechos 2, 42.44).