La evolución de las sociedades y del cristianismo, desde el Vaticano II hasta hoy, ha supuesto la necesidad de acostumbrarse a vivir las propias convicciones en minoría. Todos somos conscientes de la necesidad de una renovación en los medios y en las formas de la vida de la Iglesia. Y, para quienes, por profesión o afición, leemos los escritos de Ratzinger, la renovación tiene una clave fundamental: el regreso a las fuentes.
El mundo de los primeros cristianos era semejante a nuestro mundo plural. Un mundo caracterizado, en buena medida, por el pluralismo cultural, que significa de cosmovisiones y de religiones, que coexistían unas con otras. En el mundo del Imperio romano, como en el nuestro, cualquier opinión podía ser sostenida en privado y en público, excepto la convicción de tener una verdad firme y completa, como es la de Dios. Sin duda, el ejemplo de los mártires, de sus vidas, sus procesos judiciales y sus ejecuciones, son buena muestra de la fuerza de convicción.
Pero, sin llegar al martirio, también es importante que los primeros cristianos vivían en el mundo, como ciudadanos corrientes. Su testimonio de la verdad tenía el respaldo de la convivencia diaria con sus conciudadanos, en todo tipo de profesiones o de circunstancias vitales: san Pablo se ganaba la vida como fabricante de tiendas, en su carta a los romanos saluda a los cristianos de la casa del César, había mujeres con posesiones, como Lidia, y otros con profesiones comunes. Una de las mejores expresiones de este modo de vida es el conocido texto del siglo II:
Viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el Cielo. Obedecen las leyes establecidas, y con su modo de vivir superan estas leyes. Aman a todos, y todos los persiguen. Se los condena sin conocerlos. Se les da muerte, y con ello reciben la vida (Carta a Diogneto, cap. 5. Fuente Vatican.va)
Las palabras del texto suponen que los primeros cristianos, desde el punto de vista externo, no hacían nada diferente a sus conciudadanos. Pero sí tenían, desde el punto de vista interno o subjetivo, algo diferente. Sabían que habían encontrado la Verdad que da sentido a la vida.
Ser cristiano es tener una convicción profunda acerca de la existencia de la Verdad. Y ser cristiano significa creer que la verdad tiene carácter personal y es capaz de amar. Es estar firmemente convencido de que la dimensión teórica y práctica de la verdad convergen porque se han hecho una sola cosa con la Encarnación de Jesucristo, con su vida y su muerte. Por eso es coherente que no necesitaran nada más –y nada menos– que mostrar con sus vidas esa verdad que habían hallado.
Si trasladamos su ejemplo a nuestros días, la sociedad es similar en su pluralismo. Bajo el nombre de tolerancia, no es extraño que genere yuxtaposición de culturas que no se comunican. Es igualmente común que tache de intolerante o, al menos, de irracional, a cualquiera que afirme tener una convicción acerca de la verdad. Y, no obstante, para quien cree haber encontrado el sentido de la vida es igualmente importante poder mostrarlo, allí donde esté y donde conviva, como ciudadano o ciudadana, con sus iguales.
Tal vez por eso, me parecen relevantes unas palabras de Ratzinger que, en su propuesta de una renovación en las fuentes, parecen hacer eco a las dirigidas a Diogneto:
El cristiano debe ser también cabalmente un hombre de alegre entre los hombres, un hermano en humanidad, cuando no pueda serlo en cristiandad. Y pienso que en la relación con sus vecinos incrédulos debe ser cabalmente y antes que todo un hombre y, por lo tanto, no atacarles continuamente los nervios con continuos intentos y sermones de conversión. Sin llamar la atención les prestará servicios misionales ofreciéndoles la hoja parroquial, indicándoles en caso de enfermedad la posibilidad de llamar a un sacerdote o llamándolo él mismo, y así de otros modos; pero no será solo predicador, sino cabalmente también, en su bella apertura y sencillez, un hombre (Joseph Ratzinger, El nuevo pueblo de Dios, Herder, Barcelona 1971, 366)
Amabilidad, apertura y sencillez parecen las claves para volver a hablar de la verdad conocida y descubierta por el cristiano. Sigue siendo como al principio. La verdad debe mostrarse con los argumentos, sí, y el autor de esas palabras ha sido uno de los mejores intelectuales católicos de las últimas décadas. Pero, dado que la verdad es vida, también debe mostrarse con la vida, compartiendo las pequeñas preocupaciones diarias, o las responsabilidades propias de la ciudadanía, con los demás, junto con ellos. Cor ad cor loquitur, decía el lema del cardenal Newman, tan admirado, junto a los primeros cristianos, por el propio Ratzinger.
Son temas que requieren preparación, espiritual y también intelectual, entre los cristianos de hoy en día. Hablar de la verdad, desde la convicción, pero también desde la búsqueda del entendimiento en los aspectos comunes del mundo plural, bajo la guía de Ratzinger, es uno de los temas que se abordan en el máster en Filosofía y Religión según Joseph Ratzinger, que realiza la Universidad Internacional de La Rioja, y cuyo plazo de inscripción está abierto.
Elena Álvarez es Doctora en Teología, Coordinadora Académica del área de Estudios Religiosos en la Facultad de Ciencias Sociales y Humanidades en UNIR y profesora del Máster en Filosofía y Religión según Joseph Ratzinger de UNIR.