Nuestro siglo XXI está llamado a ser el siglo de la fraternidad
El papa Francisco acaba de publicar una encíclica de gran calado, llamada a convertirse, con el paso del tiempo, en su legado espiritual a la humanidad en temas sociales.
No sorprende, por eso, que el pontífice haya querido firmar el documento en Asís, junto a la tumba de su querido san Francisco, de quien tomó el nombre como papa hace siete años y de quien ahora toma también las palabras que designan la encíclica: Fratelli tutti (hermanos todos).
En ella, Francisco nos presenta, en carne viva, un panorama del mundo actual, con sus problemas y retos, que van desde la lacerante pandemia del covid-19 hasta las heridas causadas por la mala gestión de la inmigración, el racismo, el desempleo, la discriminación de la mujer, la esclavitud y la trata, el aborto, el populismo, las guerras, la especulación financiera, el abuso tecnológico del poder o la pena de muerte.
En el largo documento, el papa pasa de detalles tan concretos y simpáticos, como el de “evitar tecleos y mensajes rápidos y ansiosos” (nº 49), a temas tan relevantes como pedir la reforma de la Organización de las Naciones Unidas y una nueva “arquitectura económica y financiera internacional”, con el fin de poner “límites jurídicos precisos que eviten que se trate de una autoridad cooptada por unos pocos países, y que a su vez impidan imposiciones culturales o el menoscabo de las libertades básicas de las naciones más débiles a causa de diferencias ideológicas” (nº 173)
Charles de Foucauld como modelo
La encíclica es profundamente inclusiva y está dirigida a todas las mujeres y hombres que componen la gran familia de la humanidad, no solo a los cristianos. En la encíclica, se citan ilustres autores romanos como Virgilio o Cicerón, notables intelectuales judíos como Hilel el Sabio, o grandes líderes sociales como Mahatma Gandhi, Martin Luther King o Desmond Tutu. El papa cuenta que las conversaciones que mantuvo con el gran imán Ahmad Al-Tayyeb, en Abu Dhabi en 2019, le han estimulado a escribir el documento. Al final de la encíclica ofrece como modelo a Charles de Foucauld (1858-1916), un militar y explorador francés, luego místico ermitaño y mártir, quien supo ver en cada mujer y hombre un verdadero hermano.
Aunque son muchos y muy diversos los temas tratados, la encíclica tiene un hilo conductor claro, a saber: solo seremos capaces de reconocer en nuestro prójimo a un hermano, con independencia de razas, fronteras, lenguas y culturas, si nos abrimos a los demás; es decir, si adoptamos la actitud del buen samaritano. No hemos cambiado suficientemente, dirá el líder de la Iglesia católica si “ver a alguien sufriendo nos molesta, nos perturba, porque no queremos perder nuestro tiempo por culpa de los problemas ajenos” (nº 65). Esta conversión, que implica la reconciliación, es un hecho personal y “nadie puede imponerla al conjunto de una sociedad, aun cuando deba promoverla” (nº 246).
Diálogo interreligioso y fraternidad universal
Es precisamente esta conversión individual la que permitirá poco a poco “avanzar hacia un orden social y político cuya alma sea la caridad social”, es decir, un amor capaz de “generar procesos sociales de fraternidad y de justicia para todos” (nº 180). El papa insiste en que este nuevo orden integrador de la humanidad no es “mera utopía” (nº 180), sino el fruto de una conversión personal que acabará alcanzando a todas las instituciones, comunidades y culturas.
Todas las religiones deben contribuir a la construcción de la fraternidad universal en el mundo. Mencionando un documento de los obispos de la India, el pontífice afirma que el diálogo interreligioso debe servir para “establecer amistad, paz, armonía y compartir valores y experiencias morales y espirituales en un espíritu de verdad y amor” (nº 251).
Una vez convertidos, los seres humanos advertiremos que el hecho de la fraternidad universal no es una mera abstracción, sino que tiene consecuencias muy concretas en el ámbito de la política, la economía y el derecho. Me atrevería a decir que la gran aportación de esta encíclica de Francisco es otorgar relevancia política y jurídica al hecho mismo de la fraternidad universal, lo que exige un profundo cambio de perspectiva social y política.
Un cambio en las reglas del derecho internacional
En un mundo visto desde esta nueva perspectiva fraterna, no cabe escudarse en intereses estatales, por ejemplo, para justificar guerras, legitimar la pena de muerte o cerrar las fronteras arbitrariamente a hermanos nuestros que solicitan nuestra cooperación. Tampoco cabe obstaculizar el proceso hacia una gobernanza global que imponga normas vinculantes a todos los Estados en aquellas materias que afectan a la humanidad en su conjunto (conservación del planeta, terrorismo internacional, pandemias, inmigración, armamento, etc.). La fraternidad universal exige un cambio de las reglas de juego del derecho internacional, lo que implica una reforma de la Carta de las Naciones Unidas.
La conciencia humana evoluciona y las circunstancias cambian. Sin negar la existencia de una moralidad objetiva, sino más bien precisamente por ello, lo que pudo ser una solución legítima antaño (como lo era operar sin anestesia), no es ya de recibo en nuestros días. Por eso, Francisco es claro: “hoy es muy difícil sostener los criterios racionales madurados en otros siglos para hablar de una posible guerra justa. ¡Nunca más la guerra!” (nº 258). Poco después, el papa considera la pena de muerte “inadmisible” y recuerda que “la Iglesia se compromete con determinación para proponer que sea abolida en todo el mundo” (nº 262). Toda una lección a Estados Unidos, que ejecutó a 22 prisioneros el año pasado.
Muchos son los temas en lo que me gustaría detenerme, pero no hay espacio para ello. Sí, en cambio, para decir que, en esta encíclica, Francisco traza una senda clara para guiar a la humanidad hacia una unidad política, social y jurídica sin precedentes. Si el siglo XIX fue el siglo de la libertad, y el XX el de la igualdad, nuestro siglo XXI está llamado a ser el siglo de la fraternidad.
Nota del editor: Rafael Domingo Oslé es profesor en el Centro de Derecho y Religión de la Universidad de Emory y catedrático Álvaro d’Ors en el Instituto de Cultura y Sociedad de la Universidad de Navarra. Las opiniones expresadas en este comentario son exclusivamente suyas.