Cuando nos encaminamos hacia dos sínodos sobre la familia, cabe preguntarse por las relaciones entre la familia y la Iglesia.
El “Catecismo del Concilio Vaticano II” –como ha sido denominado el Catecismo de la Iglesia Católica– comienza así: “Dios (…) convoca a todos los hombres, que el pecado dispersó, a la unidad de su familia, la Iglesia. Lo hace mediante su Hijo que envió como Redentor y Salvador al llegar la plenitud de los tiempos. En él y por él, llama a los hombres a ser, en el Espíritu Santo, sus hijos de adopción, y por tanto los herederos de su vida bienaventurada”.
La Iglesia, dice el Documento de Aparecida, es una realidad familiar (n. 412), una familia de familias (n. 119), icono vivo de la Trinidad, de Dios mismo en su “familia” eterna. Al mismo tiempo, la familia cristiana –plenitud de toda familia natural– es, debe ser, icono vivo de la Iglesia. Esto es lo que se quiere decir con la expresión “Iglesia doméstica”.
1. La Iglesia es la familia de Dios (Padre). El Concilio Vaticano II ha descrito a la Iglesia como un signo e instrumento (sacramento en sentido amplio) de la unión con Dios y entre los hombres. Esto es lo que llama un “misterio de comunión”. Muchos Padres conciliares pidieron que se explicase más la Iglesia como “familia de Dios”. Juan Pablo II –que quería ser recordado como “el Papa de la familia”– impulsó esta tarea teológica y pastoral.
La Trinidad de Dios es como el “prototipo” de esta familia que es la Iglesia. La tradición cristiana presenta a Dios como padre que nos da a participar la vida divina, desde el bautismo, por nuestra incorporación a Cristo gracias a la acción del Espíritu Santo.
El Concilio Vaticano II presenta a la Iglesia como una familia estructurada: todos los bautizados participan del sacerdocio mediador de Cristo. Algunos –los ministros ordenados– lo representan y actúan en su nombre ante la comunidad eclesial. El Papa y los obispos deben gobernarla con un estilo “familiar”. Los cristianos, teniendo como madre espiritual a María, aspiran a extender este espíritu de familia a toda la humanidad, viendo hermanos en cada uno de los hombres y mujeres que la componen.
Esta visión de la Iglesia como una familia vivificada por el amor del Espíritu Santo en la unidad y la diversidad, toca especialmente de cerca a algunos pueblos donde la familia tiene un papel fundamental, como sucede a los pueblos latinoamericanos (cf. Documento de Puebla, 1979, nn. 239-249).
Estos pueblos pueden enseñar a todos los cristianos del mundo cómo el hogar familiar, junto con las celebraciones litúrgicas y la religiosidad popular, son fuentes desde donde se preservan la cultura, las tradiciones y el lenguaje, y la especial atención por los más débiles.
En esta perspectiva se sitúan los últimos pontificados. Para Benedicto XVI, el marco y el núcleo de la Iglesia como familia de Dios es la caridad. La Iglesia es el “nosotros”, el hogar de la fe, de la esperanza y del amor. La Iglesia es también la semilla para el desarrollo humano integral de los pueblos. Su corazón es la Eucaristía, “sacramento de caridad”, con expresión de Santo Tomás de Aquino. Las “notas” de la Iglesia (unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad) adquieren un brillo especial bajo esta luz de la Iglesia como familia de Dios.
Y la Iglesia, al transmitir la Palabra de Dios, revela a la familia su identidad, su significado profundo y su misión (por eso cada familia debería tener y utilizar en su casa la Biblia).
2. La familia cristiana es “Iglesia doméstica, es decir, como una Iglesia en pequeño, como la Iglesia en el hogar, constituida a partir del sacramento del matrimonio que transmite la gracia sacramental a los esposos para vivir y santificar el matrimonio y la familia naturales. El sacramento del matrimonio hace que los bautizados sean signo vivo de la Alianza amorosa de Dios con la humanidad, y del amor real entre Cristo y la Iglesia.
Ambas, familia e Iglesia, han sido queridas por Dios para promover en el mundo una cultura de la vida y de la hospitalidad, una civilización del amor y de la alegría. Dice San Juan Crisóstomo que la casa familiar reunida en torno a la mesa, prolonga la mesa de la Eucaristía.
Los cristianos todos debemos contribuir a que Iglesia sea Iglesia para las familias, madre que las engendra, educa y edifica. La formación y educación cristiana de las familias es una tarea esencial a la Iglesia. Actualmente van tomando más cuerpo los cursos prematrimoniales, las escuelas cristianas de padres y los cursos de orientación familiar. Esta atención a las familias debe intensificarse en circunstancias de crisis, enfermedades, problemas de trabajo, familias de emigrantes, familias en situaciones difíciles o irregulares. Asimismo la Iglesia como madre debe velar especialmente por aquellos cristianos que carecen de familia.
3. Pero no solo la Iglesia ayuda a la familia, sino que también la familia debe ayudar y servir a la Iglesia. No solo la familia es camino para la Iglesia, sino que también la Iglesia es camino para la familia. Esto acontece ya si la familia es lo que es: una comunidad de vida y amor que encuentra su plenitud asumiendo y promoviendo en su seno la vida cristiana.
La familia es lugar de la primera experiencia de Dios –lugar de iniciación en la oración y en la vida litúrgica–, escuela de virtudes –donde se valora a las personas por lo que son y no por lo que tienen o hacen– y de evangelización, de cuidado especial por los más necesitados y frágiles –como los niños y los ancianos– y semillero de vocaciones.
Todo ello se refleja antes que nada en la relación entre los esposos, donde la oración ha de tener un lugar central, ayudando a superar las dificultades y pruebas. La unión con Dios de cada cónyuge refuerza su trato mutuo, simbolizado por el Papa Francisco con tres palabras: “Permiso, gracias y perdón”.
De esta manera, en la perspectiva de la Iglesia, la familia cristiana redescubre su papel entrañablemente humano de promover la confianza, custodiar y servir a las personas, ser en el mundo un signo del amor de Dios. Para ayudar en esto, es importante que todos fomentemos ese “hacer familia” en nuestras tareas, comenzando dentro de nuestra familia y en el trato con otras familias, tanto en la vida social como en la vida eclesial, tanto en la escuela como en la parroquia, en los grupos, movimientos y otras instituciones de la Iglesia. Así podremos también extender ese “aire” de familia hacia los ambientes más alejados.
A San Josemaría le gustaba referirse a las familias de los primeros cristianos, “aquellas familias que vivieron de Cristo y que dieron a conocer a Cristo. Pequeñas comunidades cristianas, que fueron como centros de irradiación del mensaje evangélico. Hogares iguales a los otros hogares de aquellos tiempos, pero animados de un espíritu nuevo, que contagiaba a quienes los conocían y los trataban. Eso fueron los primeros cristianos, y eso hemos de ser los cristianos de hoy: sembradores de paz y de alegría, de la paz y de la alegría que Jesús nos ha traído (Es Cristo que pasa, n. 30)”.