De todos los trabajos del santo doctor, ninguno ha sido más leído y admirado universalmente, y ninguno ha provocado tantas lágrimas curativas como éste. Muy difícilmente puede encontrarse en la literatura otro libro que pueda equipararse con éste en lo referente al análisis penetrante de las más complejas impresiones del alma, a la sensación comunicativa, a la elevación del sentimiento, o a la profundidad de sus visiones filosóficas.
He aquí que amaste la verdad, porque el que la realiza viene a la luz. Yo quiero hacer la verdad en mi corazón delante de Dios con esta confesión, y delante de tantos testigos con este escrito mío. A los ojos de Dios está siempre al descubierto el abismo de la conciencia humana, ¿qué podría haber oculto en mí para Dios, aunque yo no quisiera decir la verdad? Lo que haría sería ocultar a Dios de mi vista, pero no me puedo ocultar de la de Dios. Ahora que con mis confesiones queda claro que no tengo nada por lo que estar satisfecho de mí mismo, Dios se me aparece radiante y me atrae, y le amo y le deseo hasta el punto de olvidarme de mí mismo, de rechazarme para elegirle a Él.
Quienquiera que yo sea, soy del todo conocido por Dios. Mi confesión no es sólo con palabras y gritos vacíos, sino que está dicha con palabras y gritos que me salen del alma. Dios sabe que es así. Cuando no obro bien, decir la verdad no es otra cosa que acusarme a mí mismo; y cuando soy virtuoso, decir la verdad no es otra cosa que atribuir a Dios el mérito, porque el Señor es quien bendice al justo, y el que, antes, hace justo al malvado.
Así, pues, mi confesión en la presencia de Dios es callada y no lo es; es callada por ser sin ruido de palabras, pero no lo es en cuanto al afecto de mi corazón. Ni una sola palabra podría decir siquiera si, antes, Dios no me la hubiera escuchado, y no podría escuchar nada de mí si antes no me hubiese hablado Él a mí.
¿Para qué tengo yo que confesarme con los hombres como si ellos fueran a perdonarme mis pecados? Los hombres están siempre dispuestos a curiosear y averiguar vidas ajenas, pero les da pereza conocerse a sí mismos y corregir su propia vida. ¿Por qué quieren oírme decir quién soy yo? ellos, que no quieren que Dios les diga quiénes y cómo son. Por otro lado, ¿cómo saben que les digo la verdad cuando hablo de mí mismo? Nadie sabe lo que pasa en el hombre, si no es el espíritu del hombre que hay en él. Si Dios les hablara de ellos, no podrían decir «El Señor miente». Porque si Dios les hablara de ellos se conocerían a sí mismos; ¿y quién, si se conoce a sí mismo, puede decir «es falso», a no ser que se mienta a sí mismo?
Pero puesto que la caridad todo lo cree -me refiero a los que están unidos por el amor-, también yo me confieso a Dios de este modo, unido a Él por el amor, para que los hombres lo oigan, aunque no pueda probarles que lo que digo es verdad; pero yo sé que me creéis porque ha sido el amor el que os ha hecho interesaron y leer con atención mis confesiones.
Quiero explicar para qué escribo esto ahora. La confesión que hice de mis pecados antes de mi conversión -que Dios ya me perdonó para hacerme dichoso al cambiar mi alma gracias a la fe y sus sacramentos-, cuando se lee o se oye, mueve el corazón para que no se duerma en el desaliento y diga: «¡no puedo!», sino que le despierta al amor y a la felicidad, la misericordia y la gracia de Dios, porque se vuelve fuerte todo el que antes se sentía débil.
Y a los que ya son buenos, les gusta oír contar la historia de males pasados, de aquellos que fueron malos y no lo son ya. No que les satisfagan los males ajenos, sino al contrario, que se hayan liberado de ellos.
Por tanto, ¿con qué intención confieso delante de Dios a los hombres, con este nuevo escrito, lo que ahora soy, ya no lo que fui? Ya he dicho el fruto que han producido las confesiones de lo que fui antes de convertirme; pero hay muchos -unos me conocieron entonces y otros no- que desean saber cómo soy ahora; porque si bien algo han oído de mí, no han escuchado la confesión plena y sincera de mi corazón, único sitio donde se guarda realmente lo que soy. Por eso quieren oírme hablar a mí, mi propia confesión, que les diga lo que ahora soy dentro, porque ahí, dentro de mí, no pueden entrar ellos. Están dispuestos a conocerme, porque el amor, que los hace buenos, les dice que no les miento cuando confieso estas cosas de mí, y este mismo amor es el que hace que me crean.
Pero, ¿para qué quieren que escriba esto? ¿Desean quizá alegrarse conmigo al oír cuánto me he acercado a Dios por su gracia, y rezar por mí al saber todo lo que me he retrasado por el peso de mis propios pecados? Me daré a conocer porque no es pequeño el fruto que puede producir: que sean muchos los que den gracias a Dios por mí, y que recen por mí; deseo que quienes me lean se sientan movidos a amar lo que Dios enseña, y a dolerse de lo que se deben doler. Sé que lo conseguiréis con vuestra buena disposición de hermanos, no haciendo crítica; sé que cuando os parezca algo bien de lo que escribo, os alegraréis por mí, y que cuando algo os parezca mal os entristeceréis por mí, porque tanto si aceptáis algo como si lo rechazáis, sé que me queréis.
A éstos es a quienes quiero darme a conocer. Para que os sintáis a gusto entre mis cosas buenas, y os duelan las malas.
Mis cosas buenas son las obras y gracia de Dios; las malas son mis pecados y el juicio de Dios por ellos. Que os enriquezcáis con mis cosas buenas, y que las canciones y las lágrimas de estos corazones de hermanos suban a la presencia de Dios como el incienso.
(o.c. 195-198)
Las dificultades académicas de San Agustín:
Fines de verano, año 383
Me convencieron de ir a Roma y enseñar allí lo que enseñaba en Cartago. Aunque no debo dejar de confesar el motivo que me movió a hacerlo: mi determinación de ir a Roma no fue por ganar más ni conseguir más prestigio, como me prometían los amigos que me aconsejaban eso —aunque también influyeron estas cosas en mi decisión—, sino que el mayor motivo y casi único fue que yo había oído que los adolescentes de Roma eran más correctos y sosegados en las clases, debido a la rigurosa disciplina a que estaban sometidos, y no les estaba permitido entrar en las aulas que no fueran las suyas sin previo permiso ni armar alboroto. Todo lo contrario ocurría con Cartago, donde es tan grosera y desmedida la conducta de los estudiantes, que entran con toda desvergüenza en las clases, y con su alboroto perturban el orden establecido por los profesores para provecho de los alumnos. Cometen además, con increíble estupidez, multitud de insolencias que deberían castigar las leyes, apoyándose sólo en que es costumbre; eso los califica aún más de groseros insensatos, pues hacen como si fuera lícito lo que no podrá serlo nunca, y creen que quedan impunes de sus fechorías, y no se dan cuenta que la ignorante ceguera con que las hacen es su mayor castigo, mucho mayor mal y peor que el que consiguen ellos hacer.
Yo me veía obligado en Cartago a soportar como profesor esas malas costumbres que, siendo estudiante, no quise nunca hacer. Por eso deseaba ir a Roma, donde los que lo sabían me aseguraban que no se daban allí semejantes cosas.
Pero el verdadero porqué de que yo saliera de Cartago y me fuera a Roma sólo Dios lo sabía; me ponía espinas en Cartago —por así decir— para arrancarme de allí, y me ofrecía esperanzas de una mejor situación en Roma para atraerme allá; aunque yo buscara una falsa felicidad, Él quería la salud para mi alma, sin indicármelo a mí ni a mi madre, que lloró enormemente mi partida y me siguió hasta el mar (...).
Recuperado ya de mi enfermedad, comencé con toda presteza a poner en práctica el motivo por el que estaba en Roma, es decir, enseñar retórica. Empecé por reunir al principio a algunos estudiantes en mi propia casa, y así darme a conocer a ellos y, a través de ellos, a los demás.
Pero en seguida pude comprobar que los estudiantes de Roma hacían también trastadas que no había visto hacer a los de África; aunque es verdad que nunca vi a los de Roma actuar como a esos perdidos adolescentes de Cartago, los destructores. Me decían que a veces, los estudiantes de Roma, de repente, se ponían todos de acuerdo y dejaban a un profesor y se iban a otro para no tener que pagar al anterior.
Esta falta de fidelidad y ese tener en nada la justicia, por no gastar su dinero, me indignaba. Me indignaba contra ellos más por el perjuicio económico que me causaba que porque fueran injustos. Incluso ahora odio a este tipo de gente desleal y rastrera, aunque deseo que se enmienden y prefieran las enseñanzas que aprenden más que el dinero. Entonces no, entonces —lo confieso— deseaba que fueran honrados porque me convenía.
Así que en cuanto la ciudad de Milán pidió al prefecto de Roma que le enviase un maestro de retórica, pudiendo usar para el viaje el correo imperial, yo mismo solicité inmediatamente, por medio de esos borrachos de vaciedades maniqueas (de los que me iba a separar sin que ellos lo supieran, ni yo), que, mediante la presentación de un discurso de prueba, el prefecto me enviase a mí. Entonces el prefecto era Símaco.
(o.c. 75-76.83)
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