Sin embargo, el buey y la mula no aparecen por ninguna parte en la narración evangélica del Nacimiento, que está llena de rasgos asombrosos de observación y de frases incidentales que contribuyen a completar un cuadro de gran patetismo: «Estando [María] allí [en Belén], se cumplieron los días de su parto, y dio a luz a su hijo primogénito, y lo envolvió en pañales y lo reclinó en un pesebre; porque no había para ellos lugar en la posada».
Pero la tradición ha querido incorporar a tan conmovedora escena una mula y un buey; y en la propia insistencia de la tradición, que se remonta a los primeros siglos del cristianismo, tiene que haber algún significado, pues no se colarían de matute dos bichos tan grandes en un sitio tan pequeño si nadie les hubiese dado vela en el natalicio.
Conque, hemos de concluir, el Niño que acaba de nacer en el pesebre disfruta de una noche medianamente apacible; y con los pañales con que su Madre lo ha enfajado puede que le baste (y aun le sobre, conociendo la propensión de las madres a abrigar en exceso a sus hijos recién nacidos) para no sufrir el relente.
Y, además, por el lugar revolotean los ángeles, que si tienen tiempo para el trajín de andar anunciando el acontecimiento a los pastores, mucho más lo tendrían para hacerle de estufas o edredones nórdicos al Niño.
El buey y la mula parecen, pues, convidados superfluos, incluso intempestivos, según el principio de economía narrativa que debe presidir un buen relato; y por eso los evangelistas no los mencionan, estuviesen o no participando de tan gozosa escena.
Pero la tradición iconográfica nunca ha dejado de incluir el buey y la mula en el reparto; para lo que se han buscado todo tipo de explicaciones teológicas, poéticas o meramente peregrinas. Así, por ejemplo, algunos Santos Padres interpretan que el buey y la mula representan la unidad del Antiguo y del Nuevo Testamento, o a la iglesia de los judíos y de los gentiles.
Y, según una leyenda muy extendida, se afirma que San José llevaba el buey para pagar el tributo al César; y que la mula había servido de cabalgadura a María, puesto que de Nazaret a Belén hay cuatro días de camino a pie, que no parecen muy recomendables para una mujer encinta y con los apremios del parto.
Pero, como algún comentarista bíblico ha observado, no resulta verosímil que a un hombre que llega conduciendo un buey y a una mujer que viene subida en una mula se les niegue sitio en la posada; pues tan pobres no debían de ser. Seguro que la mula fue prestada; y el tributo que José pagara al César en el empadronamiento, siendo un carpintero más bien menesteroso, no creo que fuese tan magnífico.
Hay un versículo en Isaías que viene como de molde para explicar la presencia de estos dos humildes animales en el pesebre de Belén: «Conoce el buey a su dueño y el asno el pesebre de su amo, pero Israel no entiende, mi pueblo no tiene conocimiento».
Buey y asno (o buey y mula, en los países de nuestra cultura) representarían así ese conocimiento intuitivo de las cosas naturales que sólo los animales tienen, esa suerte de sexto sentido que les hace recogerse ante la inminencia de una tormenta, mientras a los hombres los pilla el chaparrón desprevenidos.
Y eso simbolizan esas dos figuras que seguimos colocando en nuestros belenes: lo que había ocurrido en aquel pesebre, a las afueras de Belén, había pasado inadvertido al común de los hombres; pero los animales lo presagiaban en el aire: sabían intuitivamente que el universo acababa de ser restaurado, sabían que la creación entera había sido renovada. Habían reconocido en ese Niño a su Señor.
por Juan Manuel de Prada en XLSEMANAL