“Hay dos líquidos que son especialmente agradables para el cuerpo humano: el vino por dentro y el aceite por fuera. Ambos son los productos más excelentes de los árboles, pero el aceite es una necesidad absoluta, y no ha errado el hombre en dedicar sus esfuerzos a obtenerlo”. No erraba Plinio el Viejo al expresarse de este modo en su Historia natural: el aceite de oliva fue un producto indispensable para la vida diaria de los antiguos romanos, que no sólo lo usaban como ingrediente en la cocina, sino también como combustible para la iluminación y como un higiénico ungüento en las termas. No es extraño que en torno a él se desarrollara toda una industria de producción, comercialización y transporte.
La elaboración de aceite en la antigua Roma vino de la mano de fenicios y griegos, aunque fueron los romanos quienes lo produjeron a gran escala y lo convirtieron en algo consumido habitualmente por todas las clases sociales. El aceite se obtenía en las villas, explotaciones agrícolas de carácter rural que también solían cultivar cereal y elaborar vino.
Tras su recolección, la aceituna se almacenaba en el tabulatum, una estancia con un suelo impermeabilizado y ligeramente inclinado sobre el que se depositaba la aceituna para que soltara el alpechín. Este líquido oscuro y maloliente, según nos narra el mismo Plinio, podía ser empleado como insecticida, herbicida y fungicida.
Tras este paso, se procedía a la molienda. Los distintos mecanismos que se empleaban molían las aceitunas sin romper el hueso, puesto que se consideraba que éste daba mal sabor al aceite. El sistema de molienda más común era el trapetum. Este gran molino se componía de una zona fija denominada mortarium y de dos piedras semiesféricas llamadas orbis, que dos hombres hacían girar sobre el mortarium empujando un eje horizontal. Así se obtenía una pasta de aceitunas que se sometía al prensado en una habitación conocida como torcularium. En este espacio se encontraba la prensa (llamada también, por extensión, torcularium), un complejo mecanismo capaz de someter la pasta a una gran presión. El aceite así obtenido se decantaba en grandes vasijas globulares de cerámica llamadas dolia, que solían estar semienterradas, y luego se almacenaba en ánforas en la llamada cella olearia.
El oleum omphacium, el de mejor calidad, se extraía de las aceitunas aún verdes y se elaboraba en septiembre
Según su calidad, el aceite se dividía en tres tipos. El oleum omphacium, el de mejor calidad, se extraía de las aceitunas aún verdes y se elaboraba en septiembre. Se destinaba principalmente a las ofrendas religiosas y la fabricación de perfumes que, siglos antes de la incorporación del alcohol, utilizaban el aceite como base. En palabras de Plinio, “el mejor [aceite] de todos lo da la aceituna verde y que aún no ha empezado a madurar; éste es de un sabor excelente. Cuanto más madura es la aceituna tanto más grasiento y menos agradable es el jugo”. El oleum viride se elaboraba en diciembre, con aceitunas que variaban entre el verde y el negro. Era un aceite más suave y afrutado. Por último, el oleum acerbum se fabricaba con las aceitunas que habían caído al suelo y por este motivo era de inferior calidad.
La categoría intermedia, es decir, el oleum viride, que era el más empleado en gastronomía, podía dividirse a su vez en tres variedades según su calidad: el oleum flos era el aceite virgen obtenido con la primera presión, que podríamos equiparar a nuestro aceite virgen extra; el oleum sequens era un aceite de calidad inferior, ya que se obtenía con una segunda presión, más intensa, y por último, el oleum cibarium, el más ordinario de los tres, provenía de las siguientes prensadas.
Como ocurre hoy en día en la denominada “dieta mediterránea”, el aceite era un elemento fundamental de la alimentación romana. Apicio, en su célebre recetario De re coquinaria, nombra el aceite en más de trescientas recetas. Podía usarse tanto para aliñar como para condimentar, cocinar y freír. Además era un ingrediente básico en la preparación de salsas; aunque éstas variaban según el tipo de alimento al que acompañaban, todas tenían en común el aceite. Por ejemplo, para la carne hervida Apicio recomienda una salsa blanca compuesta de “pimienta, garum, vino, ruda, cebolla, piñones, vino aromático, un poco de pan macerado para espesar y aceite”. Además, antes de servir un plato en la mesa, fuera a base de pescado, carnes, verduras o legumbres, era frecuente rociarlo con unas gotas de aceite. Éste tenía igualmente cabida en la repostería. Apicio nos da la fórmula de un “plato que puede usarse como dulce”: “Tostar piñones, nueces peladas; mezclar con miel, pimienta, garum, leche, huevos, un poco de vino puro y aceite”.
Una receta dulce de Apicio decía: “Tostar piñones, nueces peladas; mezclar con miel, pimienta, garum, leche, huevos, un poco de vino puro y aceite”
Un indicativo de la importancia del aceite en la dieta romana es que Julio César lo incorporó a la annona, abastecimiento gratuito de grano que se entregaba al ejército para su manutención. A partir de entonces, la demanda de aceite se incrementó en gran manera. La presencia de este producto entre los soldados acantonados en la frontera norte del Imperio indica que los pueblos del centro y norte de Europa lo fueron incorporando a su dieta.
El aceite tenía otras utilidades fundamentales en la vida cotidiana de los romanos. Por un lado, se empleaba como combustible para la iluminación. Los romanos utilizaban lucernas fabricadas a molde y huecas que se llenaban con el aceite de oliva de peor calidad. Éste empapaba una mecha de fibras vegetales, como lino hilado o papiro, que de este modo podía mantenerse largo tiempo encendida.
El aceite se utilizaba también como ungüento; de ahí justamente la frase de Plinio “el vino por dentro y el aceite por fuera”. Los que practicaban ejercicio físico en las termas se ungían el cuerpo con aceite antes de entrenarse en la palestra o gimansio. De esta forma protegían su piel del sol y la hidrataban. Tras el entrenamiento se limpiaban el cuerpo con un estrígilo, una herramienta curvada de bronce que les permitía quitarse la capa de aceite, polvo y sudor acumulada. Aunque cueste creerlo, esta mezcla era muy cotizada y los directores de los gimnasios la vendían para usos medicinales. Como explicaba Plinio, “es conocido que los magistrados que estaban a su cargo [de la palestra] llegaron a vender las raspaduras del aceite a ochenta mil sestercios”. El equipo del deportista incluía, por tanto, uno o varios estrígilos y un pequeño frasco, también de bronce o vidrio, donde guardar el aceite.
No sólo los deportistas lo utilizaban; el aceite también se aplicaba como un hidratante corporal y como ungüento para curar heridas. En medicina podía usarse solo o como excipiente, y se prescribía para tratar úlceras, calmar los cólicos o bajar la fiebre. Los unguenta, modalidad de aceite perfumado asociado con la cosmética y la perfumería, se extendieron entre la sociedad romana a partir del siglo II a.C. No sólo tenían como base el aceite de oliva, sino que también podían emplear otras modalidades como el aceite de almendra, de laurel, de nueces o de rosas. A los difuntos también se los ungía con estos aceites perfumados, de ahí que los pequeños ungüentarios de vidrio fueran un objeto habitual en los ajuares funerarios.
Recogida de la aceituna. Museo Arqueológico, Córdoba. Dieta de olivas. Las aceitunas eran un alimento muy difundido en Roma. En su tratado sobre las labores agrícolas, Catón el Viejo recomendaba a los terratenientes conservar las olivas que caían espontáneamente del árbol y usarlas como alimento de los esclavos. Foto: Prisma / Album
Ánforas especiales. Para comercializar y transportar el aceite se usaban ánforas. En el caso de la Bética, se empleaba un tipo de ánfora olearia llamada Dressel 20 (como la de la imagen), caracterizada por su forma globular y cuello corto, menos estilizada que las usadas para el vino o las salazones de pescado. Se han localizado cerca de un centenar de alfares a orillas del Genil y Guadalquivir. Foto: Prisma archivo
Mosaico del siglo III. Dos esclavos manejan una prensa para machacar las aceitunas. Museo de Saint-Romain-en-Laye. Foto: Dea / Scala, Firenze
Bronce del siglo I. Lucerna en forma de máscara de comedia. Las lucernas eran huecas y se llenaban con aceite de mala calidad que empapaba una mecha. Museo de Rabat. Foto: Dea / Album