Todo empezó en el año del Señor de 1891. Realmente, todo empezó mucho antes, pero ¿dónde está escrito que las narraciones han de seguir un orden lineal? Con que dejémoslo, de momento, en que todo empezó en 1891. Ese año, sor Marie de Mandat Grancey, superiora de las Hijas de la Caridad del hospital francés de Esmirna, en la actual Turquía, andaba enfrascada en la lectura y relectura de un libro en el que tenía puestos sus afectos y cuyas páginas la transportaban a otros tiempos y otros países y, en ocasiones, a otros mundos.
El 27 de julio de 1891, una expedición compuesta por el padre Jung, otro sacerdote lazarista y dos laicos echó a andar (y no es este, no, un recurso metafórico) en busca de un hallazgo de incalculables proporciones, un tesoro, si se quiere, que, de encontrarse, en nada debería palidecer frente a otros expuestos en las vitrinas de los principales museos arqueológicos del mundo.
Porque lo cierto es que Jung y sus compañeros de aventura solo tardaron dos días en encontrar lo que andaban buscando. Y antes lo hubieran encontrado si, en lugar de pertrecharse como los exploradores que no eran, se hubiesen fiado únicamente de sus brújulas, de las descripciones contenidas en el libro causante de que se encontraran donde se encontraban y en los conocimientos acerca del terreno de las gentes del lugar. Pues fue tras preguntar a unas mujeres que laboraban en un campo de tabaco dónde podían beber agua, que estas les indicaron que cerca de las ruinas de una capilla no muy lejos de allí, a los pies de una loma desde lo alto de la cual podía contemplarse el mar Egeo y las ruinas de Éfeso. Un templo, por cierto, al que cada 15 de agosto, ojo con la fecha, y desde tiempos inmemoriales, acudían en peregrinación gentes de los alrededores, de confesión ortodoxa la mayoría, no en vano el lugar había sido bautizado por la tradición local como Panaghia Kapulu, en cristiano, y nunca mejor dicho, la Puerta de la Santísima, esto es, la casa donde la Virgen María habría pasado sus últimos días en la tierra, antes de ser asunta al cielo, tal y como se sostenía en el libro responsable último y primero de aquella expedición: La vida oculta de la Virgen María.
El libro se trata de una detalladísima biografía de la madre de Cristo escrita sobre el papel pautado de los dogmas marianos, de ahí que abarque desde su concepción inmaculada hasta su asunción en cuerpo y alma a los cielos, pasando por su perpetua virginidad y su condición de madre de Dios, sin arrojar la más mínima sospecha sobre ninguna de estas verdades de fe. Como autora del libro, figuraba Ana Catalina de Emmerick, por más que la misma jamás estampó en una hoja una sola de las frases del libro, ciertamente voluminoso.
Nacida en la Westfalia de 1774, Ana Catalina de Emmerick pronto supo lo que eran las asperezas de la tierra, hija como era de unos pobres aparceros. No solo desde niña tuvo que arrimar el hombro para poner algo de comida encima de la mesa, sino que como quinta de nueve hermanos hubo de ejercer como madrecita de los más pequeños. Terminara profesando en un convento de agustinas, el de Agnetenberg, en Düllmen.
Eso pensaba Ana Catalina porque durante un tiempo anduvo convencida de que lo que ella veía lo veían los demás también. Pero qué va. Lo que ella veía, y los demás no, eran, sobre todo, estampas vivas de la Historia Sagrada, desde el Génesis hasta el Apocalipsis, con especial detenimiento en la Pasión de Cristo y, como queda relatado, en la vida de María Virgen. Porque Ana Catalina de Emmerick fue beatificada. Sucedió en 3 de octubre de 2004, siendo obispo de Roma Karol Wojtyla.
Tan pronto tuvo noticia del descubrimiento, monseñor Timoni, arzobispo de Esmirna, ordenó la creación de una comisión multidisciplinar, la cual, con fecha 1 de diciembre de 1892, firmó un acta señalando la coincidencia, sin lugar a dudas, entre la descripción atribuida a Emmerick y las ruinas encontradas. Por si esto fuera poco sorprendente, tiempo después, unas excavaciones desenterrarían los cimientos de una casita edificada entre los siglos I y II de nuestra era, y cuyo plano correspondía a la descripción de Ana Catalina de la vivienda de María en Éfeso.
Cómo no terminar declarando el lugar santuario mariano, el santuario de Meryem Ana (la Casa de María), y cómo no ser el mismo destino de millones de peregrinos de entonces acá, entre ellos, y para conjurar cualquier sospecha, tres papas de Roma: Montini en 1967, Wojtyla en 1979 y Ratzinger en 2006.