El patriarca Albino Luciani deja por última vez Venecia a las 6 de la mañana el 10 de agosto, acompañado solo por su secretario. Salida casi secreta, nadie lo espera para despedirlo.
Son los últimos instantes que transcurre en la ciudad de las lagunas a donde había llegado ocho años antes y de la que se había alejado poco y solamente por breves periodos. Un fotógrafo, que se había quedado al acecho durante toda la noche, conseguirá tomar la imagen del cardenal que desde la puerta trasera del patriarcado sube a la lancha.
En Roma Luciani se aloja en el convento de los padres Agostinianos, frente al ex Santo Oficio, a dos pasos de la plaza de San Pedro. Come en el comedor con los frailes que lo ven a menudo pasear en el jardín recitando el rosario. Es muy puntual a las congregaciones generales de los cardenales, pero no toma nunca la palabra.
“Parecía casi que se escondiese, que tuviera miedo a dejarsever”, contarán después del cónclave algunos “colegas” cardenales. Las reuniones más o menos secretas, durante las cuales los grupos de cardenales intercambian ideas y hablan de las candidaturas, no lo ven nunca presente. Una ausencia de la que se dan cuenta.
El 21 de agosto, cuando faltan cuatro días para el inicio del cónclave, el cardenal brasileño Aloisio Lorscheider, arzobispo de Fortaleza, define en una entrevista el perfil del nuevo Papa:
“Un hombre de la esperanza... No debería intentar imponer soluciones cristianas a los no cristianos. Debería ser sensible a los problemas sociales, abierto al diálogo... Debería ser antes que nada un buen pastor... respetar y alentar a la colegialidad de los obispos... Se debería haber buscado una solución para controlar la natalidad, no en oposición a la Humanae vitae, sino como su proseguimiento”.
Un retrato de papa Luciani. Así, mientras muchos periódicos pintan al patriarca como un gris conservador por las noticias y opiniones recogidas por los intelectuales del clero venecianos que se habían enfrentado a él, los cardenales latinoamericanos progresistas, que ya lo conocen, deciden apoyar su candidatura.
El cardenal africano Hyacinthe Thiandoum, arzobispo de Dakar, conoce desde hace años a Luciani y en 1977 fue su huésped en Venecia durante cinco días. “Antes de irme”, escribió Thiandoum en un artículo publicado en la revista “30 Días” (julio-agosto 1998), “no vacilé en manifestar algunas impresiones y reflexiones basadas todas en una única certeza, la de haber estado junto al futuro Pontífice de la Iglesia Católica. Convicción que hice notar sin vacilación a don Diego, su secretario particular”.
Pocas horas antes del inicio del cónclave, el arzobispo de Dakar invita a almorzar al cardenal Luciani en su residencia romana, en un convento de monjas en la calle De Gasperi. Después de haber dejado la mesa, los dos cardenales se acomodaron en una pequeña sala para tomar el café.
Y entonces fue que Thuiandoum se dirigió a Luciani diciéndole “mi patriarca, le esperamos”. Luciani, adivinando demasido bien el pensamiento del cardenal, le respondió: “Yo soy el patriarca de Venecia”. Thiandoum respondió más explícito: “Nosotros estamos con usted”. Y Luciani, subrayando su más total extrañeza a los ojos del cónclave, replicó: “Esto no tiene nada que ver conmigo”.
La tarde del 25 de agosto de 1978 el patriarca deja el convento de los Agostinianos para entrar en clausura en la Capilla Sixtina. Baja a la portería llevando su maleta. Y dice a un fraile:
“Esperemos que sea rápido. Mi maleta está preparada para volver a Venecia”. Más que parecer convencido, la frase parece un gesto supersticioso. Luciani sabe que está “en peligro”, pero espera que esto no ocurra. El día antes escribe una carta a la sobrina Pia. Según monseñor Gioacchino Muccin, obispo emérito de Feltre-Belluno, de ésta y de otra carta se evidencia que “tenía temor e intentaba esconderlo con sus parientes”.
“Querida Pia...”, escribe Luciani, “hoy hemos concluido el pre-cónclave con la última Congregatio generalis”. Después, echadas a suerte las celdas, hemos ido a verla. A mí me ha tocado el número 60, un saloncito adaptado como habitación para dormir. Y como en el seminario de Feltre en 1923: cama de hierro, un colchón, y un cuenco para lavarse. En el 61 está el cardenal Tomasek de Praga.
Más allá los cardenales Tarancón (Madrid), Medeiros (Boston), Sin (Manila), Malula (Kinshasa). Falta Australia y se podría decir que está “concentrado” todo el mundo. No se cuanto durará el cónclave. Difícil encontrar una persona que se enfrente a tantos problemas, hay cruces muy pesadas. Por fortuna, yo estoy fuera de peligro.
Es ya muy grave la responsabilidad de votar en esta circunstancia”. La segunda carta es del 25 de agosto y está dirigida a su hermana, Antonia Luciani en Petri. “Querida hermana, te escribo antes de entrar en el cónclave.Son momentos de gran responsabilidad: a pesar de que no hay ningún peligro para mí –no obstante las habladurías de los periódicos-- votar a un papa en estos momentos es un peso”.
“Esas 'habladurías'”, subraya el obispo Muccin, “y ese insistir en el hecho de que “yo estoy fuera de peligro” tienen para él un “sabor agridulce” y se parecen al tono de algunas cartas escritas a los familiares de Sotto il Monte, y, una también a mí, del cardenal Roncalli antes del cónclave de octubre de 1958. La que estaba dirigida a mí terminaba incluso con un Silentium meum loquitur tibi (mi silencio te habla, nda).
De los tres patriarcas de Venecia convertidos en sucesores de Pedro en este siglo, fue una sorpresa absoluta solo la elección del cardenal Giuseppe Sarto en el cónclave del 1903”.
En la tarde del viernes 25 de agosto de 1978, cuando los 111 cardenales electores ingresaron en la Capilla Sixtina, la de Luciani es mucho más que una candidatura genérica. Dentro del recinto del cónclave los cardenales sufren por el calor y por la organización no adecuada de sus exigencias: en muchas habitaciones no hay agua corriente, los baños son comunes. Ya una semana antes el cardenal Giuseppe Siri, veterano absoluto de los cónclaves habiendo vivido ya dos, dirá al amigo periodista Benny Lai:
“El cónclave no durará más de tres días, máximo cuatro. Después de tres días no se puede vivir en estas condiciones. Igual se coge una silla y se la hace papa con tal de salir de aquí. ¿Sabe qué es lo que llevo conmigo en clausura? Media botella de cognac. No para mí sino para el elegido. Lo he hecho en precedentes cónclaves y ha servido, me crea”.
“Mi habitación era un horno”, recordará el cardenal Suenens en su libro 'Recuerdos y esperanzas', “una especie de sauna. Es difícil imaginar lo que significa dormir en un horno. Había solo una ventana pero estaba sellada. Al día siguiente, con las fuerzas de las manos, conseguí abrirla: qué don divino el oxígeno y un poco de aire fresco. Se podía correr el riesgo de ponerse enfermo”.
Sábado 26 de agosto, después de la celebración de la Misa y del desayuno, los 111 cardenales se encontraron en la Capilla Sixtina para la primera votación. El cónclave aparentemente no se presentaba fácil: son necesarios para la elección al menos 75 votos, dos tercios más uno del consenso.
“Se podía creer que el cónclave iba a ser largo y difícil”, dirá el cardenal Franz Koening, arzobispo de Viena. En realidad era evidente desde la primera votación quienes eran los verdaderos candidatos.
Según las confidencias del cardenal de Guatemala Mario Casariego, que había sido consagrado obispo por Juan XXIII el 27 de diciembre de 1958 junto a Luciani, éste habría sido el resultado de la primera votación: Giuseppe Siri 25 votos, Albino Luciani 23, Sergio Pignedoli 18, Sebastiano Baggio 9, Franz Koenig 8, Paolo Bertoli 5, Eduardo Pironio 4, Pericle Felici 2 y Aloisio Lorscheider 2. Uno de los dos votos obtenidos por el cardenal brasileño había sido con toda probabilidad del cardenal Luciani.
El segundo escrutinio se lleva a cabo inmediatamente, sin pausa. Luciani ve aumentar en modo considerable los votos que llegan hasta 53, mientras Siri mantiene prácticamente invariables los suyos (de 25 baja a 24). Las otras preferencias se pierden y por primera vez sobre algunas fichas aparece el nombre del arzobispo de Cracovia Karol Wojtyla.
La primera fumata, al final de la mañana, es negra. “Recuerdo que el sábado por la mañana, saliendo de la Capilla Sixtina, encontramos al patriarca Luciani”, recuerda el cardenal húngaro Lazlo Lékai, “entonces le dijimos: “Los votos están aumentando”. Él bromeó: “Esto es solo un temporal de verano”. Una respuesta parecida de Luciani obtendrá el cardenal africano Joseph Malula, que cuenta haber abrazado al patriarca antes del inicio de las votaciones de la tarde “porque estaba claro que algo se estaba preparando”.
Decisivo para la elección es la pausa del almuerzo. Durante esas horas el cardenal español Vicente Enrique y Tarancón reúne a algunos colegas cardenales en su habitación para decidir cuál es la actitud que hay que tener frente a una elección que parecía ya inevitable entre Luciani y Siri.
“Estaban presentes los cardenales Suenens, Alfrink, Koenig, Cordeiro y otros más... Hablamos entre nosotros porque nos sentíamos fuera de la pista”. Tarancón deja caer que muchos cardenales progresistas se orientan hacia Luciani incluso si inicialmente lo consideraban “un hombre tímido... Entrando en el cónclave suponía que Luciani podría ser la solución del tercer día, después de distintas votaciones”.
“Después de las primeras votaciones”, recuerda el cardenal Silvio Oddi, “salió inmediatamente el nombre. Inesperado. Luciani, ¿por qué no? Dijeron en tantos. Una persona buena, inteligente y pía. Y el consenso se difundió rápidamente. Pensamos en él como en un nuevo Pío X, también él patriarca de Venecia, un Papa bueno y santo”.
Se vota por tercera vez, y a las 16,30 el nombre del patriarca resuena en la Capilla Sixtina con unos sesenta votos. Falta poco a la elección. Y es entonces que el cardenal Felici manda una nota a Luciani dirigida “al nuevo Papa”, una pequeña Vía Crucis. “Gracias”, respondió inmediatamente el patrica, “pero no está todavía decidido”. “Después del tercer escrutinio”, dijo Juan Pablo I, “me hubiera gustado desaparecer sin que nadie se diera cuenta”.
El cuarto escrutinio comienza en un clima de creciente excitación. Según las reconstrucciones más acreditatas, Luciani obtiene 101 votos sobre 111.
“Una mayoría extraordinaria, tres cuartos de los votos para una personalidad poco conocida”, observará el cardenal Suenens. “El martes sucesivo a la elección”, cuenta Camillo Bassotto, biógrafo de papa Luciani, “nos encontramos en audiencia privada con el Papa, junto al vicario de la diócesis de Venecia, monseñor Bosa. A penas Juan Pablo I nos recibió, en la habitación anterior del estudio privado, monseñor Bosa le preguntó: “Santidad, ¿es cierto que ha sido elegido por unanimidad?”. Y el Papa: “Casi por unanimidad”.
Cuando el nombre del elegido resuena por la 75 vez, en la Capilla Sixtina estalla un caluroso aplauso. “Nos pusimos en pie a aplaudir”, cuenta el cardenal Enrique y Tarancón, “pero no lo vimos. Estaba agachado en su silla, se había hecho pequeño pequeño, quería casi esconderse”. Al final de la votación, Luciani aparece “preocupado y angustiado”. Pero cuando el cardenal Siri, Villot y Felici se le acercan para preguntarle si acepta la elección, el patriarca responde “acepto”. Y anuncia querer llamarse “Juan Pablo I”.
Después de vestir el hábito blanco, el más pequeño de los tres preparados por el sastre pontificio Gammarelli, que le estaba sin embargo demasiado ancho, el nuevo Papa vuelve a entrar en la Capilla Sixtina para recibir el homenaje de los cardenales: “Soy un pobre Papa, soy un humilde Papa...” repite a todos pidiéndoles rezar.
Poco después de las 19 una densa fumata de color gris inicia a salir desde la chimenea de la Capilla Sixtina. No se entiende si es blanca o negra. Pero la intensidad creciente del humo y un cierto movimiento que se ve dentro de los grandes balcones de San Pedro hace intuir que la elección se haya producido.
La aparición del cardenal protodiacono Pericle Felice en la logia central de San Pedro lo confirma. El cardenal lee la fórmula y anuncia: “Habemus Papam”. Antes de que llegue a pronunciar el apellido del elegido la multitud aplaude. Basta solo con el nombre de pila, Luciani es el único de los 111 en el cónclave que se llama Albino.
A las 19,31 el nuevo Papa hace su primera aparición desde el balcón. Sonríe, está visiblemente emocionado. El hábito blanco, demasiado grande, se le escurre de un lado. Juan Pablo I habría querido dirigir alguna palabra a la multitud, pero el ceremoniero, monseñor Virgilio Noè, le dice que no se suele hacer.
Leyendo la fórmula de la bendición “Urbi et Orbi”, Luciani tiene la voz rota de la emoción. Mientras vuelve y se dirige hacia el aula, reprocha bromeando a los cardenales: “Que Dios os perdone por lo que habéis hecho”. El cónclave ha terminado pero Juan Pablo I, por sorpresa, pide a los cardenales que se queden una noche más para poder cenar todos juntos, y en la mesa se sienta en el mismo sitio que ocupaba los días anteriores. Un cardenal español, que desea por fín fumar, se acerca al Papa y le pide el permiso. “Le permito hacerlo a condición de que el humo sea blanco”, responde irónicamente el nuevo Papa.
ANDREA TORNIELLI
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