Las nuevas realidades sociales resultantes de la evolución del Imperio romano en su periodo reciente se expresaron en Hispania de un modo singular. Los siglos IV y V implicaron cambios en la administración, y la ciudad hispanorromana siguió una dinámica en la que los grandes espacios forenses y edificios de espectáculos fueron perdiendo el protagonismo que habían tenido anteriormente.
El cristianismo, que en inicio conocemos solo a partir de breves citas que permiten inducir la presencia de algunas comunidades desde el siglo II o III, irrumpió en un plano más palpable desde que se oficializó el culto en el imperio, aunque todavía sin la preeminencia que habría de adquirir siglos más tarde.
La escasa visibilidad de los primeros cristianos de Hispania tiene mucho que ver con el hecho de que las prácticas y reuniones que estos celebraban se llevaban a cabo en contextos privados y aún alejados de la monumentalización que tendrían los edificios eclesiásticos en etapas posteriores. Su rastro material es por ello muy difícil de detectar a través de la arqueología.
Las fuentes escritas tampoco son mucho más explícitas, aunque existen importantes excepciones. Una de ellas es el famoso Concilio de Elvira, que tuvo lugar en una localidad granadina a comienzos del siglo IV y en cuyos cánones, que afortunadamente se han conservado, ya se menciona la existencia de una autoridad eclesiástica organizada y jerárquica con la participación de obispos y diáconos de territorios dispares.
En esta, y en los escritos del llamado conflicto priscilianista de finales del siglo IV, vemos cómo la atención de los cristianos tenía más que ver con las disensiones internas que con la preocupación por el paganismo.
Yendo más allá de los textos, una de las evidencias arqueológicas más tempranas de la introducción del cristianismo tiene que ver con las prácticas funerarias.
Desde que comienza a difundirse el rito de la inhumación en el siglo II proliferan los sarcófagos decorados que llegan a la Península al comienzo con motivos paganos y luego ya con escenas cristianas en cuya iconografía suelen destacarse escenas y personajes como Noé saliendo del arca, Daniel en el foso de los leones o Jonás siendo engullido y luego regurgitado por el monstruo marino, todos ellos señalando los efectos salvíficos de la creencia en Dios.
En el contexto puramente urbano, la arqueología de las ciudades advierte que estas no convierten los grandes edificios monumentales del foro en conjuntos eclesiásticos de la noche a la mañana, sino que el proceso es muy largo.
Las primeras evidencias cristianas urbanas se relacionan con los cultos martiriales, que casi siempre tienen lugar en los suburbios y no en el centro de la ciudad, porque es en los cementerios suburbanos donde los fieles enterraron los restos o el recuerdo de los mártires.
En torno a estos restos se solía erigir un mausoleo y se celebraban encuentros y liturgias en fechas señaladas, y los fieles locales gustaban de enterrarse cerca de las tumbas de los mártires porque consideraban que la sacralidad del lugar otorgaba mayor proximidad con lo divino. Con el tiempo, tendría lugar la conversión de los mausoleos de estos santos en basílicas en las que celebrar los ritos correspondientes a cubierto.
En cambio, en el interior de las murallas, los conjuntos episcopales aparecen solo excepcionalmente en el IV, y no es hasta dos siglos más tarde que podemos hablar de un paisaje cristianizado.
Pero el cristianismo hispánico no es un fenómeno únicamente urbano. En el ámbito rural las élites hispanorromanas se habían esforzado en exhibir su poder y prestigio mediante la monumentalización y explotación productiva de grandes villas, que se adornaron con espectaculares ornamentos y con estancias de autorrepresentación para el lucimiento del dominus.
En algunas de ellas comienzan a aparecer pequeños signos del carácter cristiano de sus propietarios desde la segunda mitad del siglo IV, aunque es todavía un cristianismo muy mezclado con las tradiciones paganas.
El auténtico apogeo de esta religión en las villas es más bien tardío y no permite apreciar todavía de forma clara, por los problemas que generalmente conlleva la datación de estos espacios y los materiales tardoantiguos asociados a ellos, la supuesta transición entre los monumentos funerarios tardorromanos y su conversión a oratorios cristianos y luego iglesias, aunque sí se detecta un medio claramente más cristianizado en el VI.
Entre los grandes referentes arquitectónicos de la tardoantigüedad están los baptisterios, indispensables para la celebración del bautismo por inmersión, una fórmula que estuvo vigente hasta en el siglo VIII.
Con el tiempo, pues, las expresiones del poder fueron sufriendo varias transformaciones y adaptaciones. Como resultado de ello, la transición de la tardoantigüedad al medievo auguraría ya un nuevo periodo en el que el cristianismo habría de tener una difusión material casi a la altura de la omnipresencia de su propio Dios.
FUENTE: www.larazon.es