Un apóstol es un testigo escogido y enviado en misión por el mismo Cristo. Desde el inicio de su ministerio público, Jesús eligió a unos hombres de entre los que le seguían y sobre los que edificaría la Iglesia. A estos hombres los hace partícipes de su misión evangelizadora. Como recoge el evangelista: “Subió Jesús a una montaña y llamó a los que quiso, los cuales se reunieron con él. Designó a doce, a quienes nombró apóstoles, para que lo acompañaran y para enviarlos a predicar” (Mc, 3, 13-14).
Es muy revelador el hecho de que la misma palabra, en griego apostoloi,significa enviado. Hace referencia a la llamada que hace Jesucristo a los apóstoles para que continúen con su propia misión: anunciar el reino de Dios por todo el mundo. "Como el Padre me envió, también yo os envío" (Juan 20, 21). Este envío de Cristo tiene carácter universal y orienta la grandeza de la tarea apostólica. “Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28, 19-20).
Textos de san Josemaría para meditar
Aquellos primeros apóstoles —a los que tengo gran devoción y cariño— eran, según los criterios humanos, poca cosa. En cuanto a posición social, con excepción de Mateo, que seguramente se ganaba bien la vida y que dejó todo cuando Jesús se lo pidió, eran pescadores: vivían al día, bregando de noche, para poder lograr el sustento.
Pero la posición social es lo de menos. No eran cultos, ni siquiera muy inteligentes, al menos en lo que se refiere a las realidades sobrenaturales. Incluso los ejemplos y las comparaciones más sencillas les resultaban incomprensibles, y acudían al Maestro: Domine, edissere nobis parabolam, Señor, explícanos la parábola. Cuando Jesús, con una imagen, alude al fermento de los fariseos, entienden que les está recriminando por no haber comprado pan.
Pobres, ignorantes. Y ni siquiera sencillos, llanos. Dentro de su limitación, eran ambiciosos. Muchas veces discuten sobre quién sería el mayor, cuando —según su mentalidad— Cristo instaurase en la tierra el reino definitivo de Israel. Discuten y se acaloran durante ese momento sublime, en el que Jesús está a punto de inmolarse por la humanidad: en la intimidad del Cenáculo.
Fe, poca. El mismo Jesucristo lo dice. Han visto resucitar muertos, curar toda clase de enfermedades, multiplicar el pan y los peces, calmar tempestades, echar demonios. San Pedro, escogido como cabeza, es el único que sabe responder prontamente: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Pero es una fe que él interpreta a su manera, por eso se permite encararse con Jesucristo para que no se entregue en redención por los hombres. Y Jesús tiene que contestarle: apártate de mí, Satanás, que me escandalizas, porque no entiendes las cosas de Dios, sino las de los hombres. Pedro razonaba humanamente, comenta San Juan Crisóstomo, y concluía que todo aquello —la Pasión y la Muerte— era indigno de Cristo, reprobable. Por eso, Jesús lo reprende y le dice: no, sufrir no es cosa indigna de mí; tú lo juzgas así porque razonas con ideas carnales, humanas.
Aquellos hombres de poca fe, ¿sobresalían quizá en el amor a Cristo? Sin duda lo amaban, al menos de palabra. A veces se dejan arrebatar por el entusiasmo: vamos y muramos con Él. Pero a la hora de la verdad huirán todos, menos Juan, que de veras amaba con obras. Sólo este adolescente, el más joven de los apóstoles, permanece junto a la Cruz. Los demás no sentían ese amor tan fuerte como la muerte.
Estos eran los Discípulos elegidos por el Señor; así los escoge Cristo; así aparecían antes de que, llenos del Espíritu Santo, se convirtieran en columnas de la Iglesia. Son hombres corrientes, con defectos, con debilidades, con la palabra más larga que las obras. Y, sin embargo, Jesús los llama para hacer de ellos pescadores de hombres, corredentores, administradores de la gracia de Dios (Es Cristo que pasa, 2).
En sentido estricto podríamos decir que los apóstoles son los Doce llamados directamente por Jesús, quienes reciben y participan de su misión y son testigos de sus palabras y acciones. En este encargo a los apóstoles, Cristo continúa su ministerio, llegando a decir: “Quien a vosotros recibe, a mí me recibe” (Mt 10, 40; cf. Lc 10, 16). En esto se entiende que les recuerde constantemente que para cumplir su misión necesitan del Hijo. Sin Jesús no pueden hacer nada, “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn, 15, 5). Además, “en el encargo dado a los Apóstoles hay un aspecto intransmisible: ser los testigos elegidos de la Resurrección del Señor y los fundamentos de la Iglesia” (Catecismo, n. 860).
Por otro lado, en los evangelios vemos que no solo los apóstoles siguen a Jesús y son enviados por Él. En una ocasión también envía a otros 72 discípulos: “Designó el Señor a otros 72, y los envió de dos en dos delante de sí, a todas las ciudades y sitios a donde él había de ir” (Lc 10, 1). Estos discípulos reciben del Señor la tarea de predicar anunciando el Reino de Dios y curando a los enfermos. En otra ocasión, el Evangelio reconoce a varias mujeres que acompañaron al Señor durante su predicación desde los comienzos hasta el último momento de su vida (cf. Lc 8,2-3; Mt 27,55). Después de la Resurrección, Cristo también las envía, junto a los demás, a predicar el evangelio y hacer “discípulos a todos los pueblos” (Mt 28,19). De este modo se entiende que seguir a Jesús y su consecuente tarea evangelizadora tiene un sentido que no es exclusivo de los Doce, sino de la que todos participamos y tiene que durar hasta el fin de los tiempos (cf. LG, 20).
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He aquí, promete el Señor, que yo enviaré muchos pescadores y pescaré esos peces. Así nos concreta la gran labor: pescar. Se habla o se escribe a veces sobre el mundo, comparándolo a un mar. Y hay verdad en esa comparación. En la vida humana, como en el mar, existen periodos de calma y de borrasca, de tranquilidad y de vientos fuertes. Con frecuencia, las criaturas están nadando en aguas amargas, en medio de olas grandes; caminan entre tormentas, en una triste carrera, aun cuando parece que tienen alegría, aun cuando producen mucho ruido: son carcajadas que quieren encubrir su desaliento, su disgusto, su vida sin caridad y sin comprensión. Se devoran unos a otros, los hombres como los peces.
Es tarea de los hijos de Dios lograr que todos los hombres entren —en libertad— dentro de la red divina, para que se amen. Si somos cristianos, hemos de convertirnos en esos pescadores que describe el profeta Jeremías, con una metáfora que empleó también repetidamente Jesucristo:seguidme, y yo haré que vengáis a ser pescadores de hombres, dice a Pedro y a Andrés (Amigos de Dios, 259).
Los discípulos —escribe San Juan— no conocieron que fuese El. Y Jesús les preguntó: muchachos, ¿tenéis algo que comer?. Esta escena familiar de Cristo, a mí, me hace gozar. ¡Que diga esto Jesucristo, Dios! ¡El, que ya tiene cuerpo glorioso! Echad la red a la derecha y encontraréis. Echaron la red, y ya no podían sacarla por la multitud de peces que había. Ahora entienden. Vuelve a la cabeza de aquellos discípulos lo que, en tantas ocasiones, han escuchado de los labios del Maestro: pescadores de hombres, apóstoles. Y comprenden que todo es posible, porque El es quien dirige la pesca.
Entonces, el discípulo aquel que Jesús amaba se dirige a Pedro: es el Señor. El amor, el amor lo ve de lejos. El amor es el primero que capta esas delicadezas. Aquel Apóstol adolescente, con el firme cariño que siente hacia Jesús, porque quería a Cristo con toda la pureza y toda la ternura de un corazón que no ha estado corrompido nunca, exclamó: ¡es el Señor!
Simón Pedro apenas oyó es el Señor, vistióse la túnica y se echó al mar. Pedro es la fe. Y se lanza al mar, lleno de una audacia de maravilla. Con el amor de Juan y la fe de Pedro, ¿hasta dónde llegaremos nosotros? (Amigos de Dios, 266).
Desde el comienzo del cristianismo, la Iglesia nos ha invitado a recordar a los apóstoles, así como a los mártires y a todos los santos, y a acudir a su intercesión. “Cuando la Iglesia, en el ciclo anual, hace memoria de los mártires y los demás santos proclama el misterio pascual cumplido en ellos, que padecieron con Cristo y han sido glorificados con Él; propone a los fieles sus ejemplos, que atraen a todos por medio de Cristo al Padre, y por sus méritos implora los beneficios divinos” (Catecismo, de la Iglesia Católica n. 1173). Actualmente, en el calendario litúrgico se fijan las fechas para celebrar la memoria de los Apóstoles.
Los santos Felipe y Santiago (llamado el Menor) se celebran el 3 de mayo. Felipe nació en Betsaida. Primero fue discípulo de Juan Bautista y después siguió a Cristo. Es reconocido por sus palabras “Ven y verás” (Jn 1, 46), con las que invita a Natanael a conocer a Jesús, “de quien escribieron Moisés en la ley y los profetas” (Jn 1, 45). Según numerosos martirologios, él previamente había predicado el Evangelio en Scizia (Asia Menor) y posteriormente en Lidia y Frigia (Medio Oriente), donde vivió sus últimos años. Santiago, hijo de Alfeo, pariente cercano del Señor, presidió la Iglesia de Jerusalén, donde participó de lo que se reconoce como el primer concilio (cf. Hch 15), y murió martirizado en el año 62. Es considerado el autor de una carta del Nuevo Testamento.
San Matías se celebra el 14 de mayo. Fue elegido por los apóstoles para ocupar el puesto de Judas, como testigo de la resurrección del Señor (cf. Hch 1, 15-26). Según la tradición, predicó primero en Judea y luego en otros países. Los griegos sostienen que evangelizó Capadocia y las costas del Mar Caspio, sufrió persecuciones de parte de los pueblos bárbaros donde misionó y obtuvo la corona del martirio en Cólquida (actualmente ocupa una región de Georgia), en el siglo I.
San Pedro y San Pablo, pilares importantes de la Iglesia, se celebran el 29 de junio. San Pedro fue el apóstol a quien el Señor constituyó como cabeza de la Iglesia y lo conocemos como primer Papa. Predicó principalmente a los judíos y sufrió el martirio en Roma. San Pablo fue llamado por el Señor a su misión apostólica después de su conversión. No es uno de los Doce, pero es conocido como el “apóstol de los gentiles” por mandato de Cristo: “Así nos lo ha mandado el Señor: Yo te he puesto como luz de los gentiles, para que lleves la salvación hasta el confín de la tierra” (Hch 13, 47). En sus numerosos viajes predicó el Evangelio y fundó comunidades cristianas por el Imperio Romano. Al igual que Pedro, sufrió el martirio en Roma.
Santo Tomás se celebra el 3 de julio. Es conocido por su incredulidad, pero también por sus palabras “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20, 28), con las que ha sido el primero en reconocer explícitamente la divinidad de Jesús y que se han acogido en la Liturgia como muestra de fe. Según la tradición, evangelizó la India y sufrió el martirio.
Santiago (llamado el Mayor) se celebra el 25 de julio. Nació en Betsaida, era hijo de Zebedeo y hermano del apóstol Juan. Estuvo presente en los principales milagros obrados por el Señor. Fue condenado a muerte alrededor del año 42. Desde la antigüedad está muy extendida la convicción de que Santiago había predicado el Evangelio en los confines de Occidente. Durante esa predicación, estando en Zaragoza, la Virgen se le aparece y le anima a proseguir sin desánimo. Después de la invasión mahometana, el apóstol Santiago aparece venerado como patrono de España y de sus reinos cristianos. Su sepulcro en Compostela atrae a innumerables peregrinos de toda la cristiandad.
San Bartolomé se celebra el 24 de agosto. Se identifica con Natanael, a quien el apóstol Felipe llevó a Jesús (cf. Jn 1, 45-51). Según la tradición, recogida en el Martirologio Romano y por Eusebio de Cesarea, después de la ascensión del Señor predicó el Evangelio en la India, donde dejó una copia del Evangelio de Mateo en arameo y recibió la corona del martirio. La tradición armenia le atribuye también la predicación del cristianismo en el país caucásico, junto a San Judas Tadeo. Ambos son considerados santos patrones de la Iglesia Apostólica Armenia puesto que fueron los primeros en fundar el cristianismo en Armenia[1].
San Mateo se celebra el 21 de septiembre. Nació en Cafarnaún y cuando Jesús lo llamó ejercía el oficio de recaudador de impuestos (cf. Mt 9, 9). Se reconoce como el autor del evangelio con el que se introduce el Nuevo Testamento. De los cuatro evangelistas, es el que se representa como un hombre. Según la tradición, Mateo predicó en muchos lugares, incluyendo Etiopía, donde murió martirizado.
Los santos Simón y Judas se celebran el 28 de octubre. Judas, por sobrenombre Tadeo, es aquel apóstol que en la última cena preguntó al Señor por qué se manifestaba a sus discípulos y no al mundo (cf. Jn 14, 22). El nombre de Simón figura en undécimo lugar en la lista de los apóstoles. Sabemos que nació en Caná. Según la tradición occidental, tal como aparece en la liturgia romana, se reunió en Mesopotamia con San Simón y ambos predicaron varios años en Persia, donde fueron martirizados.
San Andrés se celebra el 30 de noviembre. Andrés, nacido en Betsaida, fue primeramente discípulo de Juan Bautista, siguió a Cristo y le presentó a su hermano Pedro. Él y Felipe son los que llevaron ante Jesús a unos griegos (cf. Jn 12, 20-22), y el propio Andrés fue el que hizo saber a Cristo que había un muchacho que tenía unos panes y unos peces (cf. Jn 6, 8-9). Según la tradición, después de Pentecostés predicó el Evangelio en muchas regiones, mayormente en Grecia, donde fue crucificado.
San Juan se celebra el 27 de diciembre. Se distingue como “el discípulo amado de Jesús” (cf. Jn 13, 23), fue el único de los Apóstoles que estuvo al pie de la cruz con la Virgen María y otras piadosas mujeres y fue él quien recibió el encargo de tomar bajo su cuidado a la Madre del Redentor (cf. Jn 19, 26). Según la tradición, era el más joven de los doce Apóstoles y fue a evangelizar a Asia Menor. Es el único de los Apóstoles que no fue martirizado y el que murió más tarde (finales del siglo I o principios del II). Es reconocido como el autor del cuarto evangelio del canon, las tres cartas que llevan su nombre y el libro del Apocalipsis. De los cuatro evangelistas, es el que se representa como un águila.
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Admirad también el comportamiento de San Pablo. Prisionero por divulgar el enseñamiento de Cristo, no desaprovecha ninguna ocasión para difundir el Evangelio. Ante Festo y Agripa, no duda en declarar: ayudado del auxilio de Dios, he perseverado hasta el día de hoy, testificando la verdad a grandes y pequeños, no predicando otra enseñanza que aquella que Moisés y los profetas predijeron que había de suceder: que Cristo había de padecer, y que sería el primero que resucitaría de entre los muertos, y había de mostrar su luz a este pueblo y a los gentiles.
El Apóstol no calla, no oculta su fe, ni su propaganda apostólica que había motivado el odio de sus perseguidores: sigue anunciando la salvación a todas las gentes. Y, con una audacia maravillosa, se encara con Agripa: ¿crees tú en los profetas? Yo sé que crees en ellos. Cuando Agripa comenta: poco falta para que me persuadas a hacerme cristiano, contestó Pablo: pluguiera a Dios, como deseo, que no solamente faltara poco, sino que no faltara nada, para que tú y todos cuantos me oyen llegaseis a ser hoy tales cual soy yo, salvo estas cadenas.
¿De dónde sacaba San Pablo esta fuerza? Omnia possum in eo qui me confortat!, todo lo puedo, porque sólo Dios me da esta fe, esta esperanza, esta caridad. Me resulta muy difícil creer en la eficacia sobrenatural de un apostolado que no esté apoyado, centrado sólidamente, en una vida de continuo trato con el Señor. En medio del trabajo, sí; en plena casa, o en mitad de la calle, con todos los problemas que cada día surgen, unos más importantes que otros. Allí, no fuera de allí, pero con el corazón en Dios. Y entonces nuestras palabras, nuestras acciones —¡hasta nuestras miserias!— desprenderán ese bonus odor Christi, el buen olor de Cristo, que los demás hombres necesariamente advertirán: he aquí un cristiano (Amigos de Dios, 270 - 271).
El colegio apostólico, modo de referirnos a los Apóstoles en su conjunto, culmina con la muerte del último de ellos. Sin embargo, los Apóstoles cuidaron de establecer sucesores que continuaran la misión que Cristo les confió hasta el fin del mundo (cf. Lumen gentium, 20). Ejemplos de esto los vemos en las cartas de San Pablo. Timoteo y Tito fueron instituidos como obispos de Éfeso y Creta. “Del mismo modo que al inicio de la condición de apóstol hay una llamada y un envío del Resucitado, así también la sucesiva llamada y envío de otros se realizará, con la fuerza del Espíritu, por obra de quienes ya han sido constituidos en el ministerio apostólico. Este es el camino por el que continuará ese ministerio, que luego, desde la segunda generación, se llamará ministerio episcopal” (Benedicto XVI, audiencia 10-V-2006). Así, los que son ordenados obispos conservan lo que llamamos la sucesión apostólica, continuación de los Apóstoles en el tiempo de la Iglesia.
Lo que caracteriza a los Apóstoles es principalmente la tarea pastoral de predicación, gobierno y administración de sacramentos, además de haber sido testigos oculares de la vida de Cristo (cf. 2P 1, 16). Los obispos, aunque no han sido testigos oculares de la vida de Cristo, heredan de los Apóstoles las tareas pastorales. “Así, la sucesión en la función episcopal se presenta como continuidad del ministerio apostólico, garantía de la perseverancia en la Tradición apostólica, palabra y vida, que nos ha encomendado el Señor. (...) Es Cristo quien llega a nosotros: en la palabra de los Apóstoles y de sus sucesores es él quien nos habla; mediante sus manos es él quien actúa en los sacramentos; en la mirada de ellos es su mirada la que nos envuelve y nos hace sentir amados, acogidos en el corazón de Dios” (Benedicto XVI, audiencia 10-V-2006).
Por otra parte, además de los obispos, todos los cristianos participan del envío de los apóstoles, de la misión apostólica. “Toda la Iglesia es apostólica en cuanto que ella es "enviada" al mundo entero; todos los miembros de la Iglesia, aunque de diferentes maneras, tienen parte en este envío” (Catecismo, 863). En efecto, ser cristiano implica hacer propia la vida misma de Cristo (cf. Gal 2, 20), quien vino para acercar a todos a la verdad (cf. Jn 18, 37). “Enamorados de Cristo, los jóvenes están llamados a dar testimonio del Evangelio en todas partes, con su propia vida” (Papa Francisco, Christus Vivit, n. 175). Por lo tanto, el seguimiento de Cristo es ya una acogida de la misión apostólica: “Id al mundo entero y predicad el Evangelio a todo lo creado” (Mc 16, 15). Como ha señalado Benedicto XVI, a todos los cristianos nos corresponde “congregar a los pueblos en la unidad de su amor. Esta es nuestra esperanza y este es también nuestro mandato: contribuir a esta universalidad, a esta verdadera unidad en la riqueza de las culturas, en comunión con nuestro verdadero Señor Jesucristo” (Audiencia 22-III-2006).
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Si admitieras la tentación de preguntarte, ¿quién me manda a mí meterme en esto?, habría de contestarte: te lo manda —te lo pide— el mismo Cristo. La mies es mucha, y los obreros son pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que envíe operarios a su mies. No concluyas cómodamente: yo para esto no sirvo, para esto ya hay otros; esas tareas me resultan extrañas. No, para esto, no hay otros; si tú pudieras decir eso, todos podrían decir lo mismo. El ruego de Cristo se dirige a todos y a cada uno de los cristianos. Nadie está dispensado: ni por razones de edad, ni de salud, ni de ocupación. No existen excusas de ningún género. O producimos frutos de apostolado, o nuestra fe será estéril (Amigos de Dios, 272).
Estamos contemplando el misterio de la Iglesia Una, Santa, Católica, Apostólica. Es hora de preguntarnos: ¿comparto con Cristo su afán de almas? ¿Pido por esta Iglesia, de la que formo parte, en la que he de realizar una misión específica, que ningún otro puede hacer por mí? Estar en la Iglesia es ya mucho: pero no basta. Debemos ser Iglesia, porque nuestra Madre nunca ha de resultarnos extraña, exterior, ajena a nuestros más hondos pensamientos.
Acabamos aquí estas consideraciones sobre las notas de la Iglesia. Con la ayuda del Señor, habrán quedado impresas en nuestra alma y nos confirmaremos en un criterio claro, seguro, divino, para amar más a esta Madre Santa, que nos ha traído a la vida de la gracia y nos alimenta día a día con solicitud inagotable. (Amar a la Iglesia, 33)
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